El jardín de los venenos (60 page)

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Authors: Cristina Bajo

BOOK: El jardín de los venenos
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44. De cómo llegará el olvido

«Más claro, más contundente, más amenazante no podía ser el fallo, ante un litigio creado y continuado, en materia tan clara y probada, cual era la existencia legal de la Universidad de la Compañía de Jesús en Córdoba».

Padre Joaquín Gracia S. J.

Los jesuitas en Córdoba

Córdoba del Tucumán

Después de Pentecostés

Invierno de 1704

El obispo releyó por tercera vez la nota que le había presentado el portero. No supo decirle quién la había dejado; simplemente la habían introducido en el ojo de la cerradura, a la hora de la comida, mientras la entrada permanecía cerrada.

Fray Manuel sacó en conclusión que debía ser de Sebastiana y que el descuido con que se le había hecho llegar indicaba la mano de Dídima.

Le gustaba el misterio. La nota le decía que iría cerca de las diez de la noche, cuando la ciudad estuviera recogida; que dejara la puerta sin guardia ni barra para evitar que se enteraran los criados.

Sí, tenía que ser ella. ¿Quién más, si no? Le satisfacía el misterio, la voluntad que ostentaba la joven, la capacidad de defenderse. ¡Ah, si hubiese sido muchacho, bien que le hubiera gustado tenerlo dentro de la Iglesia, por luchador y atinado en sus razones! ¡Qué diezmo no cobraría, qué manda le sería negada, qué vaho de herejía no captaría su nariz en los sermones, especialmente en los de los teatinos!

Miró sobre la mesa. Alguien le había dejado de obsequio una hermosa caja de oro y plata con la forma de un incensario pequeño. El perfume que exhalaba era lo bastante fuerte como para recordarle que estaba allí. La abrió: adentro, un unto espeso, mezclado con polvo de oro, lo llevó nuevamente a aspirar sobre él. Con la punta de un dedo tocó la pomada; era suave, sedosa.

La extendió por el dorso de su mano. Le gustó el efecto que hacía sobre su piel resquebrajada y tomando otro poco, se lo aplicó a los labios agrietados; los braseros encendidos habían tornado reseco y caliente el aire estancado de la habitación. La sensación fue de inmediato alivio. Tendría que averiguar quién le había mandado aquel obsequio. Para agradecer y para encargar su compra.

Esa tarde había estado uno de los deudos de la anciana que había dejado los bienes a fray Guzmán, pero se había negado a recibirlo. Por suerte era más educado que su hermano: se retiró sin una palabra, aunque le advirtió a don Dalmacio que había presentado recurso ante la justicia ordinaria y la eclesiástica.

Poco le molestaba aquello: las distancias eran tan enormes en estas tierras desmesuradas, que un litigio podía demorar el término de una vida. Bien podía pasarse jugando al escondite con los folios, los autos y los mandamientos del metropolitano. Aun con los del rey, se rió, feliz de haber picoteado la tranquilidad del monarca con sus líos con los jesuitas, los franciscanos, las teresas, con el arcediano Ponce de León y con dos gobernadores. Él nunca había querido venir a las Indias, malsanas comarcas de fiebres desconocidas…

Se miró la mano: en donde se había deslizado el unto de oro la piel se veía tersa, algo tirante, un poco rojiza. Sentía un leve escozor en los labios.

Tocaron a la puerta. Era su sobrino, con el escribano público Tomás de Salas, hombre que le era leal y que estaba molesto de tener que entregar lo que sospechaba daría un disgusto a su pastor. De todos modos, después de algunas cortesías, le extendió el tubo metálico donde se resguardaba un rollo de buen papel y unas cuantas hojas. Quitó una de ellas, la ofreció para la firma a Su Ilustrísima y cuando se retiró, el obispo, sin dar explicaciones, dijo a su sobrino que vería de buen grado que se retirara a sus aposentos y no saliera de allí hasta que fuera requerido.

Fray Manuel quedó solo con los documentos. Miró detenidamente los sellos; eran del arzobispo de La Plata —provincia de las Charcas, en el Perú— y no le vaticinaban nada bueno, pero sí postergable mediante mil argucias.

Comenzó a leer y la cara se le enrojeció. Avanzó rápidamente, salteándose las frases protocolares:

«Por decreto de la Real Audiencia… fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra carta y provisión real… por lo cual rogamos al dicho Rvdo. en Cristo Dr. D. Manuel de Mercadillo, Obispo del Tucumán… que vea la provisión librada, por la dicha nuestra Real Audiencia y cédula librada por nuestra real persona, y el breve de su Santidad que de suso va incorporado, y lo guarde y cumpla y lo ejecute…».

Mientras su respiración se volvía más y más acelerada, comprendió que se le daba el golpe final a su preciada Universidad de Santo Tomás de Aquino; que tendría que hablar con su amigo y prior de Santo Domingo, fray Luján, que los despreciables jesuitas habían ganado la contienda y que se le exigía ¡a él, al obispo! finiquitarlo «… dentro del término de un mes, que en hacerlo así, nos tendremos por bien servidos. Y mandamos a nuestro Gobernador y demás nuestros jueces y justicias de las dichas provincias del Tucumán, que hagan saber el contenido de esta nuestra carta al dicho Sr. Obispo… y nuestros escribanos, cumplirán así, pena de la nuestra merced y de $500 ensayados, para nuestra Real Cámara…». Y seguían las firmas de los oidores.

Tuvo que sentarse, el papel preso entre los dedos agarrotados. Las sienes le latían con fuerza y la vena del cuello respiraba como un animal ahogándose.

Se sirvió agua con pulso inseguro. Quería llamar a la criada pero la campanilla estaba lejos y le costaba alcanzarla. Quería llamar a su sobrino, pero la voz no le respondía. Bebió a grandes sorbos dos vasos completos. Un calor infernal le nublaba la cabeza, le zumbaban los oídos y sentía palpitar los labios con dolorosa tirantez. Las manos se le habían adormecido.

La puerta se abrió sin un sonido —al menos él no escuchó ningún sonido— y entró una mujer embozada, cerró tras ella y se acercó a la mesa bajándose la capucha. Era doña Sebastiana.

La joven lo miró con atención.

—¿Vuestra Señoría se siente bien?

—¿A qué viene esa pregunta? —respondió él ásperamente.

—No parece tan jovial como ayer tarde.

—He recibido malas noticias.

—Quizá las mías le alegren —dijo ella, y sacó un rollo de papeles del bolsillo interior de la capa. Mirándolo de reojo soltó la cinta que los ataba. Hizo como que iba a entregarlo pero cuando él estiró la mano, retiró la suya.

—Desearía ver primero los que me daréis, vuesa merced.

Él sonrió; se sentía mejor. La presencia de la joven, el reto que significaba discutir con ella, el juego de malicia que parecía llevar adelante lo divertían.

Buscó lo que ella deseaba.

—Digo que cambiemos folio por folio —sugirió doña Sebastiana.

Él estuvo de acuerdo, esperó que se entregara una hoja, y él le entregó otra. Ambos leyeron en silencio, la joven rodeando la mesa hasta quedar cerca de él, el brasero mayor entre ellos. Cuando terminó de leer, segura de que era el documento que le pertenecía, lo rompió en pedazos y arrojó éstos sobre las brasas.

Fray Manuel terminó de leer el suyo, asintió, satisfecho y, dejándolo en la esquina de su escritorio, extendió la mano para recibir la continuación del manuscrito. Repitieron la escena, Sebastiana concluyendo por hacer desaparecer el que le correspondía y él acomodando prolijamente los suyos.

Por último, al obispo le quedaba una hoja, y ella no parecía tener ninguna para darle a cambio.

—¿Y ahora? —preguntó Su Ilustrísima.

—Tengo algo más —y del mismo bolsillo Sebastiana hizo aparecer otro rollo, éste de papel más grueso y avejentado—. Esto no lo esperabais, pero creo que siempre tuvisteis vuestras dudas. Dadme lo que me pertenece y este testamento será vuestro.

—¿Testamento?

—Sí; mi madre dejó todo cuanto le fue permitido de sus bienes para continuar con la Catedral.

—Siempre lo supe —dijo él, estirando la mano hacia ella, que lo esquivó con una risita.

—Primero, lo mío.

Él entregó la última hoja y mientras ella la rompía sobre el fuego, comenzó a leer con aturdimiento.

Por un momento olvidó sus males, su descompostura, la reconvención del arzobispo, las órdenes del rey, su Universidad malograda. ¡Terminaría la iglesia metropolitana, le sería concedido dar la primera misa en ella! Imaginó el púlpito, donado por don Enrique de Ceballos Neto y Estrada, caballero de la Orden de Santiago, fabricado con el desborde de los artesanos cuzqueños, con su dorado a la hoja y de madera noble. ¡Allí daría el primer sermón que escucharían las señoriales naves!

Ella se había arrimado al ángulo de la mesa y observaba su emoción.

—¿Sabéis que sé algo de medicina? —le preguntó y él, desentendido, negó con la cabeza—. ¿Sabéis que estáis a un paso de sufrir un ataque de apoplejía? Vuestra sangre es espesa y vuestro corazón está trizado, aunque parezca íntegro. Un disgusto grande podría mataros.

Su voz le llegaba desde muy lejos. ¡Cuántas veces le habían augurado y deseado la muerte, y él, tan en sí mismo! Le dio la espalda para que no lo distrajera y continuó con la lectura.

Tierras en Ongamira, heredades en Álava… Que ella quemara sus papeles, ¡qué le importaba! Ya tenía en sus manos más de lo que había soñado. Cuando levantó los ojos, le dijo:

—Estamos en paz. Hemos terminado nuestro pleito.

—Oh, no —contestó ella—. Yo no lo considero así.

Y arrebatándole el documento de las manos, lo rompió en cuatro pedazos y lo arrojó al fuego.

—¿Qué habéis hecho…?

—Quemarlo. Todo está consumido, lo mío y lo vuestro. Estamos en paz.

Él miró desesperadamente el brasero, donde el papel, más antiguo y reseco que los otros, se encogía en una llama dorada. Al mirar sobre el escritorio, vio que no quedaba nada: todo había sido arrojado al fuego mientras él se embebía en la lectura del testamento de doña Alda.

—Qué… qué… —balbuceó. Le dolía la cabeza de un modo atroz, el corazón le cabalgaba a los golpes en el pecho y sentía los brazos adormecidos.

Ella se apartó hasta quedar lejos de su alcance. Sólo cuando el papel se transformó en una lámina quebradiza, negra, se subió la capucha y se retiró rápida y silenciosamente, como había venido.

El obispo dio un paso titubeante. Las lágrimas, tanto tiempo olvidadas, le anegaron la vista; un instante después se desconcertó al comprender que estaba de rodillas, junto a la mesa. El brazo izquierdo ya no le pertenecía. Con la mano derecha hizo sobre el pecho, torpemente, el signo de la cruz. Se desplomó sobre la silla, que cayó de costado, arrastrándolo. Quiso sostenerse de la mesa, sus dedos tocaron los papeles llegados de Charcas y alcanzó a apretar en un puño, sin que interviniera su voluntad, la carta de la Real Audiencia donde un arzobispo, un rey y un Papa le ordenaban obedecer.

Su sobrino oyó el ruido que hizo su cuerpo al caer. Preocupado porque don Manuel no lo llamaba, se acercó prudentemente por el corredor y escuchó a través de la puerta. Le pareció oír un ronquido y se atrevió a asomar la cabeza. No lo alcanzó a ver, así que entró, deseando saber qué era el golpe que había escuchado: siempre tenía miedo de que entraran ladrones, aunque fray Manuel aseguraba que los ladrones lo amaban. Rodeaba la mesa cubierta con un terciopelo de color morado que llegaba al suelo, cuando vio su mano, lívida, que apretaba un papel, en el espacio que quedaba entre la silla y el escritorio. Había arrastrado parte de la tela y algunas cosas se desparramaban por el suelo; estaba caído de cara a la alfombra. Desesperado, lo volvió boca arriba; el agonizante pidió trabajosamente: «Un confesor, un confesor» y con un último ronquido, expiró en sus brazos.

Eran las once y cuarto de la noche del 17 de julio de 1704.

Sebastiana ya se había acostado cuando las campanas anunciaron que algo grave e inesperado había sucedido. Media hora después, clamaban a duelo.

Alguien quiso llamar al padre Thomas, pero Novillo Mercadillo se negó: «¿Queréis que se levante de su muerte? —se indignó—. Ya expiró; a Dios le plugo llevarlo como se lleva a los santos». Uno de los funcionarios, que había sido levantado de la cama y era enemigo acérrimo de don Manuel, dijo con ironía: «¿Os referís a que ha muerto sin los auxilios sacramentales?», pues era considerado un castigo de Dios morir sin confesión ni extremaunción.

Las aguas fueron calmadas y se mandó de vuelta al funcionario a su casa, pero éste se negó, diciendo que le correspondía estar allí.

Se decidió por fin llamar al médico que había confirmado la defunción de doña Alda, que igualmente diagnosticó un mal cardíaco sin prestar demasiada atención a las manchas sobre la piel de las manos, a las ampollas de la lengua y de los labios.

Se lo veló esa noche, entre las preces de sus hermanos, los dominicos, y de personajes relevantes. Era creencia general que el papel de la Real Audiencia lo había matado del disgusto.

Al amanecer, un grupo de jóvenes funcionarios sugirió que se lo enterrase esa misma mañana, pero los predicadores, los ancianos cabildantes, los vecinos que eran sus fieles adeptos —además de su sobrino— se negaron de plano, especialmente cuando distinguieron entre aquéllos a los herederos de la anciana cuyo testamento estaba en litigio.

Mientras se hacía el inventario, primero de lo que había en su escritorio, luego en la casa y el resto de sus propiedades, sus criados y algunos pobres que comían en la puerta del oratorio todos los días lloraban al que había sido un buen amo, condescendiente con negros díscolos, blancos pobres, muchachitas huidas y viudas adineradas.

Quedaría para la posteridad el dilucidar cuánto de cierto había en las acusaciones que se le hicieron, especialmente sobre su vida y costumbres privadas, si fueron verídicas o calumniosas.

Por alguna extraña controversia —como si aun en su funeral fray Manuel disfrutara creando discordia— se lo enterró aquella tarde, sin esperar las horas reglamentarias.

Fue sepultado en el templo de Santo Domingo, en la capilla del Santísimo Rosario, con toda la pompa que su cargo merecía.

Becerra, que vio pasar el entierro desde la puerta del Cabildo, le dijo al padre Thomas, que salía de atender a los presos:

—Aunque fallecido, no se crea el señor obispo que hemos dejado de juzgarle en esta ciudad.

Pues las cuartetas urticantes no lo habían olvidado en la muerte: «Y en esta gran ocasión / celebraremos el fasto, / sin excusar ningún gasto, / con una gran procesión…».

—Su Ilustrísima ya ha comparecido ante el más alto de los tribunales —le hizo ver el sacerdote—. En pocos años, en esta misma ciudad, ni se le juzgará siquiera… —Y mirando el palacio, hacía tan poco concluido, y las armoniosas líneas de su balcón volado, lo señaló con una sonrisa—: Pero aunque más no sea por él, no se olvidará su nombre.

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