El beso de la mujer araña

BOOK: El beso de la mujer araña
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Si la chica-gata es «La mujer pantera», en la primera película que en la novela le cuenta Molina a Valentín, la mujer-araña es el propio Molinita, el homosexual que quiere ser mujer. En sus relatos, con nocturnidad y algo de alevosía, Molina va sacando al radical y recalcitrante revolucionario Valentín de su abstracción. Para envolverle en la fantasía, en la ilusión, en el refugio que para un ser tan basureado como él es su único escape de la realidad. Pero si Molina es un marginado, también lo es Valentín. Dos seres tan diametralmente diversos de entrada, en un proceso sutil y casi ritual, van evolucionando de tal modo que cada uno acaba asumiendo la personalidad opuesta. [...] «La mujer araña», madre, mujer, amante, la que uno quiso ser y el otro quiso tener, acogerá a los dos.

Pepe Martín

Manuel Puig

El beso de la mujer araña

ePUB v1.0

Polifemo7
11.02.12

El beso de la mujer araña

© Manuel Puig, 1976

y herederos de Manuel Puig

© Editorial Seix Barral.S.A, 1976

© 2001 BIBLIOTEX, S. L para esta edición

ISBN: 84-8130-256-2

Dep. Legal: B. 5.066-2001

Digitalización: Polifemo7

Prólogo
Pepe Martín

—A ella se le nota algo raro, que no es una mujer como todas… La carita de gata… Los ojos claros, casi seguro que verdes…

Así empezaba el Molinita teatral su fascinante relato, que poco a poco va engatusando a Valentín. Como cualquier lector de
El beso de la mujer araña,
también quedé atrapado. Tanto que, en un viaje a Nueva York, quise conocer al autor. Le llamé por teléfono, que damos citados. Yo tenía la primera edición de la novela, donde hay una foto en la contraportada de un hombre atractivo, joven, moreno, sonriente, con el mar de fondo.

—¿Sós buen mozo?—me preguntó Manuel para identificarme.

—Bueno… —le contesté. La expresión argentina más que un piropo es una descripción. Así que le dije que le reconocería por la foto.

—Ya no soy así, era… —me contestó suspirando…

Éstas fueron las pocas palabras que cruzamos antes de encontrar nos en
Roompelmayer,
un salón de té exquisito en la Quinta Avenida, que ignoro si ha resistido el paso de los años y donde seguro que ya no toma el té Paulette Godard. Me citó
ahí con la esperanza de encontrarla. Eso, y el cine, y la durísima vida en la ciudad, y tantas cosas más, siempre con su personal sentido del humor, me fue contando en su argentino pasado por México. Los derechos del relato para el cine los tenía Burt Lancaster, que nunca llegó a hacer el Molina, como pretendía. Pero le conseguí los de la representación teatral.

Pero ésta es otra historia. Del largo proceso que significó la versión que él mismo fue haciendo quedó una entrañable amistad. «Me encanta que me protejan», le decía a Sylvia, mi mujer. Carta a carta, viaje a viaje, se fueron estrechando afectos. Manuel era un ser cálido, irónico, ligero y profundo. El e-mail no existía, el fax quizá tampoco, y esperar las entregas del texto por correo ordinario fue durante la preparación y adaptación de sus folios un tiempo intenso y gozoso para mí, y también para Juan Diego y García Sánchez, con los que compartí la experiencia. Que fue para Puig una revelación. El «veneno del teatro» le llevó a escribir más obras dramáticas. Alguna, como
El misterio del ramo de rosas,
de la que monté una lectura dramatizada en un ciclo que coordiné para la Casa de América antes de la última Navidad, sigue sin editarse en España. Cuando recibí el manuscrito me sugería esa posibilidad de dirección, ya que los personajes son dos únicas mujeres. Aunque, ante mi duda en interpretar a Molina o a Valentín en
El beso…,
«hacé Molina», me decía, «es más lindo», esta vez no había papel para mí…

«Con mi profundo agradecimiento por esta maravillosa experiencia de amistad y creación que ha sido la puesta en escena de esta novela»: así está dedicado el libro que editó Seix Barral por primera vez en 1976. Ahora tengo ante mí la edición argentina de 1993 (no pudo hacerse antes), con la foto en la solapa de un Manuel con poco pelo, que esboza una sonrisa a boca cerrada y ya no desafía al mun do. Nos mira con cierta sorna. La cubierta no es ya esa chica de me lena al viento casi levitando entre nubes del primer libro. Una mantilla muy poco española nos deja entrever una mujer bastante «fatal», con turbante y ojos superribeteados. Es la auténtica
MUJER ARAÑA
, una Gloria Swanson de 1928 de la colección Manuel Puig. Un verdadero acierto. Porque si la chica-gata es
La mujer pantera,
en la primera
peli
que en la novela le cuenta Molina a Valentín, la mujer-araña es el propio Molinita, el homosexual que quie
reser mujer. En sus relatos, con nocturnidad y algo de alevosía, Molina va sacando al radical y recalcitrante revolucionario Valentín de su abstracción. Para envolverle en la fantasía, en la ilusión, en el refugio que para un ser tan
basureado
como él es su único escape de la realidad.

Pero si Molina es un marginado, también lo es Valentín. Su utopía de cambiar el mundo le encierra, le distancia de ese mismo mundo burgués que pretende romper. Y poco apoco, noche tras noche, película tras película, va entrando en esa irrealidad del cine, bigger than life (más grande que la vida, dice el viejo eslogan). Y se va permitiendo más concesiones, pidiendo extender al día los cuentos de la noche. Hasta dejarse enredar con toda ingenuidad en los hilos de la red que Molina va tejiendo. Yen los que también el propio Molina va a caer. Hasta llegar a un acto de amor físico tan puro como transgresor.. «Me pareció que yo no estaba, que estabas vos sólo… O que yo no era yo. Que ahora yo… eras vos».

Estas palabras de Molinita marcan el punto de inflexión, la clave de esta singular historia de amor. Pero si el homosexual se diluye, se encarna en el otro para ser sólo «uno», también el idealista político queda transformado, igualmente diluido en «el otro». Dos seres tan diametralmente diversos de entrada, en un proceso sutil y casi ritual, van evolucionando de tal modo que cada uno acaba asumiendo la personalidad opuesta. Molina decidirá inmolarse por una causa que nunca fue la suya. Y Valentín aprenderá que el sueño, que nunca se permitió, es la única liberación del dolor. El dolor de vivir y el de morir con dignidad. Así «la mujer araña», madre, mujer, amante, la que uno quiso ser y el otro quiso tener, acogerá a los dos, ya fuera de una opresiva y agobiante realidad, en ese «beso» que les une
for ever.

Y así Manuel Puig culminará un
happy end,
tan lleno de
pathos
como de esperanza en el ser humano. Para un mitómano del cine tan consecuente como él, no puede haber mejor final a la en de finitiva clásica historia de
chico-encuentra-chica.
Manuel era tan drástico en sus filias y fobias de mitómano, que fue capaz de dejar en la calle a Néstor Almendros una cruda noche de invierno neoyor quino por su desamor a Lana Turner: —«Una persona que no quie re a la Lana no puede dormir bajo mi mismo techo», le dijo poniendo sus maletas en la puerta.

Desde su primera novela de juventud,
La traición de Rita Hayworth,
su voz fue tan personal, tan distinta, que su narrativa no consiguió hasta muy tarde el aprecio y la consideración crítica. Claro que de ese menosprecio hay mordaces alusiones de vez en cuando. En
El beso…
la chica, Irena, «deja plantados a los críticos y se va con él (el chico)». Tuvo que pasar el tiempo para que se reconociera el original aporte de boleros, seriales radiofónicos, novela rosa, len guaje popular a un estilo de inconfundible, inimitable voz Claro que Guillermo Cabrera Infante, buen amigo y admirador de Manuel, me comentaba en una ocasión que
Fresa y chocolate,
de Senel Paz, que tan bien acogida fue, es un levante de
El beso…
Y que incluso Mario Vargas Llosa algo le debe en
La tía Julia
y
el escribidor.
Entre nuestros escritores, la que sí reconoce admiración y deuda es Rosa Montero en
Te trataré como una reina.
Pero es quizá en su última novela,
Cae la noche tropical
(¡qué buenos títulos todos!) donde Manuel Puig es más él mismo que nunca y más apreciado que en toda su carrera.

Porque, como dice Molina: «es que los boleros dicen montones de verdades…», ahora, para recordarte, para no decirte cuánto te extrañamos, sólo se me ocurre entonar bajito: «Querido, vuelvo otra vez a conversar contigo…».
{1}

Primera parte
I

—A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas. Parece muy joven, de unos veinticinco años cuanto más, una carita un poco de gata, la nariz chica, respingada, el corte de cara es… más redondo que ovalado, la frente ancha, los cachetes también grandes pero que después se van para abajo en punta, como los gatos.

—¿Y los ojos?

—Claros, casi seguro que verdes, los entrecierra para dibujar mejor. Mira al modelo, la pantera negra del zoológico, que primero estaba quieta en la jaula, echada. Pero cuando la chica hizo ruido con el atril y la silla, la pantera la vio y empezó a pasearse por la jaula y a rugirle a la chica, que hasta entonces no encontraba bien el sombreado que le iba a dar al dibujo.

—¿El animal no la puede oler antes?

—No, porque en la jaula tiene un enorme pedazo de carne, es lo único que puede oler. El guardián le pone la carne cerca de las rejas, y no puede entrar ningún olor de afuera, a propósito para que la pantera no se alborote. Y es al notar la rabia de la fiera que la chica empieza a dar trazos cada vez más rápidos, y dibuja una cara que es de animal y también de diablo. Y la pantera la mira, es una pantera macho y no se sabe si es para despedazarla y después comerla, o si la mira llevada por otro instinto más feo todavía.

—¿No hay gente en el zoológico ese día?

—No, casi nadie. Hace frío, es invierno. Los árboles del parque están pelados. Corre un aire frío. La chica es casi la única, ahí sentada en el banquito plegadizo que se trae ella misma, y el

atril para apoyar la hoja del dibujo. Un poco más lejos, cerca de la jaula de las jirafas hay unos chicos con la maestra, pero se van rápido, no aguantan el frío.

—¿Y ella no tiene frío?

—No, no se acuerda del frío, está como en otro mundo, ensimismada dibujando a la pantera.

—Si está ensimismada no está en otro mundo. Ésa es una contradicción.

—Sí, es cierto, ella está ensimismada, metida en el mundo que tiene adentro de ella misma, y que apenas si lo está empezando a descubrir. Las piernas las tiene entrelazadas, los zapatos son negros, de taco alto y grueso, sin puntera, se asoman las uñas pintadas de oscuro. Las medias son brillosas, ese tipo de malla cristal de seda, no se sabe si es rosada la carne o la media.

—Perdón pero acordate de lo que te dije, no hagas descripciones eróticas. Sabés que no conviene.

—Como quieras. Bueno, sigo. Las manos de ella están enguantadas, pero para llevar adelante el dibujo se saca el guante derecho. Las uñas son largas, el esmalte casi negro, y los dedos blancos, hasta que el frío empieza a amoratárselos. Deja un momento el trabajo, mete la mano debajo del tapado para calentársela. El tapado es grueso, de felpa negra, las hombreras bien grandes, pero una felpa espesa como la pelambre de un gato persa, no, mucho más espesa. ¿Y quién está detrás de ella?, alguien trata de encender un cigarrillo, el viento apaga la llama del fósforo.

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