Read El beso de la mujer araña Online
Authors: Manuel Puig
—No seas celoso, no se le puede hablar a un hombre de otro hombre que ya se pone imposible, en eso ustedes son igual que las mujeres.
—No seas pavo.
—Ves como te cae mal, hasta me insultás. Ustedes son tan competitivos como las mujeres.
—Por favor, hablemos a cierto nivel, o no hablemos nada.
—Qué nivel ni qué nivel.
—Con vos no se puede hablar, si no es dejarte que cuentes una película.
—¿Por qué no se puede hablar conmigo, a ver?
—Porque no tenés ningún rigor para discutir, no seguís una línea, salís con cualquier macana.
—No es cierto, Valentín.
—Como quieras.
—Sos un pedante.
—Como te parezca.
—Demostrame, a ver, que no tengo nivel para hablar con vos.
—No dije para hablar conmigo, dije que no mantenés una línea para llevar una discusión.
—Vas a ver que sí.
—Para qué seguir hablando, Molina.
—Sigamos hablando y vas a ver que te demuestro lo contrario.
—¿De qué vamos a hablar?
—A ver… Decime vos, qué es ser hombre, para vos.
—Me embromaste.
—A ver… contestame, ¿qué es la hombría para vos?
—Uhm… no dejarme basurear… por nadie, ni por el poder… Y no, es más todavía. Eso de no dejarme basurear es otra cosa, no es eso lo más importante. Ser hombre es mucho más todavía, es no rebajar a nadie, con una orden, con una propina. Es más, es… no permitir que nadie al lado tuyo se sienta menos, que nadie al lado tuyo se sienta mal.
—Eso es ser santo.
—No, no es tan imposible como te pensás.
—No te entiendo bien… explicame más.
—No sé, no lo tengo muy claro, en este momento. Me agarraste desprevenido. No encuentro las palabras adecuadas. Otro día, que tenga las ideas más claras podemos volver al tema. Contame más del mozo de restaurant.
—¿En qué estábamos?
—En la cuestión de la ensalada.
—Quién sabe qué estará haciendo. Me da una pena… pobrecito, ahí en ese lugar…
—Mucho peor es este lugar, Molina.
—Pero nosotros no vamos a estar para siempre acá, ¿no?, y él sí que no tiene otro porvenir en la vida. Está condenado. Y yo te dije que él es muy fuerte como carácter, y que no le tiene miedo a nada, pero no te imaginás, a veces, la tristeza que se le nota.
—¿En qué te das cuenta?
—En los ojos. Porque tiene unos ojos claros, verdosos, entre pardos y verdes, grandísimos, que le comen la cara parece, y la mirada es lo que lo traiciona. En la mirada se le nota a veces, que se siente mal, triste. Y eso fue también lo que me atrajo, y me dio más y más ganas de hablarle. Sobre todo en las horas de poco trabajo yo le notaba esa melancolía, él se iba al fondo del salón, donde había una mesa en que se sentaban los mozos, y ahí se quedaba callado, encendía un cigarrillo, y se le iban poniendo más raros los ojos, más empañados. Yo empecé a ir cada vez más seguido, y él al principio apenas si me hablaba lo indispensable. Yo pedía siempre fiambre, sopa, un plato de fondo, postre y café, para que tuviera que venir a la mesa un montón de veces, y poco a poco empezamos a conversar más. Claro, él se dio cuenta enseguida de mí, porque a mí se me nota.
—¿Se te nota qué?
—Que mi verdadero nombre es Carmen, la de Bizet.
—Y por eso te empezó a hablar más.
—¡Ay!, vos sí que no entendés nada. Porque se daba cuenta que yo era loca es que no me quería dar calce. Porque él es un hombre normalísimo. Pero poco a poco, hablando unas palabras acá, otras allá, vio que yo le tenía mucho respeto, y me empezó a contar cosas de su vida.
—¿Todo mientras te servía?
—Unas cuantas semanas sí, hasta que un día conseguí que tomásemos un café juntos, una vez que él estaba en el turno de día, que era el que él más odiaba.
—¿Qué horarios tenía?
—Mira, o entraba a las siete de la mañana y salía a eso de las cuatro de la tarde, o entraba a eso de las seis de la tarde, hasta las tres de la madrugada, más o menos. Y el día que me dijo que le gustaba el turno de noche, ahí me picó más la curiosidad, porque ya me había dicho que era casado, aunque no usaba anillo, otro detalle, y que la mujer trabajaba en horario normal de oficina, ¿entonces qué pasaba con la mujer?, ¿no la quería ver que prefería trabajar de noche? Me costó no te imaginás cuánto convencerlo que viniera a tomar un café, siempre tenía excusas de que tenía que hacer, que el cuñado, que el auto, hasta que al fin aflojó. Y vino.
—Y pasó lo que tenía que pasar.
—Estás loco. Vos no sabés nada de estas cosas. Empezó porque ya te dije que él es un tipo normal. ¡Nunca pasó nada!
—¿De qué hablaron en el bar?
—Bueno, yo ahora no me acuerdo, porque después nos encontramos montones de veces. Pero lo primero que yo quería preguntarle era por qué un muchacho tan inteligente como él estaba haciendo ese trabajo. Y vieras qué historia más terrible, bueno, la historia de tantos muchachos de familia pobre que no tienen medios para estudiar, o que no tienen estímulo.
—El que quiere estudiar, de algún modo se las arregla. Mirá… en la Argentina estudiar no es el problema mayor, la universidad es gratis.
—Sí, pero…
—La falta de estímulo es otra cosa, ahí sí estoy de acuerdo, el complejo de clase inferior, el lavaje de cerebro que te hace la sociedad.
—Vos esperá, que yo te cuente más, y vas a ver qué clase de persona es, ¡de primera! Él mismo está de acuerdo en que hubo un momento de su vida en que aflojó, pero así la está pagando también. Él dice que a eso de los diecisiete, bueno, pero me olvidé de contarte que desde chico trabajó, desde la escuela primaria, de esas familias pobres, en un barrio de Buenos Aires, y después de la primaria entró en un taller de mecánico, y ahí aprendió el oficio, y como te decía, a los diecisiete, por ahí, ya era un flor de muchacho, y empezó con las minas, un éxito de locura, y ahora sí, lo peor: el fútbol. Desde chico jugaba muy bien, y a los dieciocho más menos, entró como profesional. Y acá viene la clave de todo, ¿por qué no hizo carrera en el fútbol profesional? Según él cuando estuvo adentro recién se dio cuenta de la basura que era, un ambiente lleno de favoritismos, de injusticias, y aquí está la clave, la clave clave, de lo que le pasa a él: no puede callarse, cuando ve algo mal hecho el tipo chilla. No es zorro, no se sabe callar. Porque es un tipo derecho. Y eso fue lo que yo le olí desde el principio, ¿te das cuenta?
—¿En política nunca estuvo?
—No, en eso tiene las ideas muy raras, muy despelotadas, que ni le hablen del sindicato.
—Seguí.
—Y después de unos años, dos o tres, se fue del fútbol.
—¿Y las minas?
—Vos sos brujo a veces.
—¿Por qué?
—Porque él se fue del fútbol también por las minas. Muchas minas, y tenía entrenamiento, y le tiraban más las minas que el entrenamiento.
—Tampoco él era muy disciplinado, algo de eso hay.
—Bueno, pero también una cosa que no te dije todavía: la novia en serio, que es la chica con que después se casó, no quería que siguiera en el fútbol. Y él entró en una fábrica, como mecánico, pero bastante acomodado de puesto, porque se lo consiguió la novia. Y se casó, y en la fábrica estuvo varios años, enseguida casi entró como capataz, o jefe de una sección. Y tuvo dos hijos. Y la locura de él era la nena, la más grande, y a los seis años se le murió. Y él siempre había tenido lío en la fábrica, porque empezaron a echar a gente, o a favorecer a recomendados.
—Como él.
—Sí, ya empezó mal por ahí, te lo admito. Pero acá viene lo que a mí me lo agranda, y yo le perdono cualquier cosa, mirá. Y es que se puso de parte de unos obreros viejos, que hacían trabajo a destajo, fuera de sindicato, y el patrón le dio a elegir entre irse a la calle o cumplir las órdenes, y él renunció. Y vos sabés que cuando te vas por voluntad propia no cobrás un centavo de indemnización ni de un carajo, y se quedó en la calle, más de diez años había trabajado en esa fábrica.
—Y para entonces ya tendría más de treinta años.
—Claro, treinta y pico. Empezó, imaginate a esa edad, a buscar trabajo. Y al principio aguantó sin agarrar cualquier cosa, pero al final se le presentó ese trabajo de mozo y tuvo que agarrar no más.
—Todo eso te lo fue contando él.
—Sí, bastante poco a poco. Yo creo que para él fue un gran alivio, tener alguien a quien contarle todo, y poder desahogarse. Por eso él se fue encariñando conmigo.
—¿Y vos?
—Yo lo adoré cada vez más, pero él no dejó que yo hiciera nada por él.
—¿Qué ibas a hacer por él?
—Yo quería convencerlo de que todavía estaba a tiempo de ponerse a estudiar, y recibirse de algo. Porque hay otra cosa que me olvidé decirte: la mujer ganaba más que él. Ella se había hecho de secretaria de una empresa a casi medio ejecutiva, y eso a él lo tenía mal.
—¿'Vos llegaste a conocer a la mujer?
—No, él me la quería presentar, pero yo en el fondo la odiaba con toda el alma. De pensar no más que dormía toda la noche al lado de ella me moría de celos.
—¿Ahora ya no?
—Es raro, pero no…
—¿De veras?
—Sí, mirá, no sé… estoy contento de que ella esté con él, así él no está solo, ahora que yo no le puedo ir a conversar un poco, en esas horas del restaurant que no hay nada que hacer y él se aburre tanto, y no hace más que fumar.
—¿Y él sabe lo que vos sentís por él?
—Claro que sí, yo se lo dije todo, cuando tenía la esperanza de convencerlo de que entre nosotros dos… pasara algo… Pero nunca, nunca pasó nada, no hubo modo de convencerlo. Yo se lo rogué, que aunque fuera una sola vez en la vida…, pero nunca quiso. Y ya después me daba vergüenza insistirle, y con la amistad de él me conformé.
—Pero según me dijiste con la mujer no andaba muy bien.
—Tuvieron una temporada medio peleados, pero él en el fondo la quiere, y lo que es peor todavía, le tiene admiración porque gana más que él. Y un día me dijo una cosa que casi lo mato, era el día del padre, y yo le quería regalar algo, porque él es muy padre de su hijo, y me pareció lindo aprovechar la excusa de ese día para regalarle algo, y le pregunté si quería un piyama, y ahí fue el desastre…
—No te calles, no me dejes en suspenso.
—Me dijo que no usaba piyama, que siempre dormía desnudo. Y con la mujer tienen cama grande. Eso me mató. Pero hubo un momento en que parecía que se iban a separar,
y
ahí me ilusioné, ¡las ilusiones que me hice!, ni te imaginás…
—¿Qué tipo de ilusiones?
—De que viniera a vivir conmigo, con mi mamá y yo. Y ayudarlo, y hacerlo estudiar. Y no ocuparme más que de él, todo el santo día nada más que pendiente de que tenga todo listo, su ropa, comprarle los libros, inscribirlo en los cursos, y poco a poco convencerlo de que lo que tiene que hacer es una cosa: no trabajar más. Y que yo le paso la plata mínima que le tiene que dar a la mujer para el mantenimiento del hijo, y que no piense más que en una cosa: en él mismo. Hasta que se reciba de lo que quiere y la termine con su tristeza, ¿no te parecía lindo?
—Sí, pero irreal. Mirá, hay una cosa: él podría seguir siendo mozo y no sentirse disminuido, ni nada por el estilo. Porque por más humilde que sea tu trabajo siempre existe una salida, la lucha sindical.
—¿Te parece?
—Claro, hombre. Qué duda te queda…
—Pero él por ese lado no entiende nada.
—¿Tiene alguna idea política?
—No, es muy ignorante. Pero me contaba pestes del sindicato, y a lo mejor tenía razón.
—¡Qué razón! El sindicato si no está bien hay que luchar para cambiarlo, para que esté bien.
—Yo ya tengo un poco de sueño, ¿y vos?
—No, yo nada. ¿No me contarías un poco más de película?
—No sé… Pero vos no sabés qué lindo para mí era pensar que podía hacer algo por él. Vos sabés todo el día de vidrierista, por divertido que sea, cuando se terminaba el día a veces te viene una sensación de que todo para qué, y que tenés un vacío adentro. Mientras que si podía hacer algo por él era tan lindo… Darle un poco de alegría, ¿no? ¿Vos qué pensás de todo esto?
—No sé, tendría que analizarlo un poco, ahora no podría decirte nada, ¿no me contarías un poco más de la película y mañana yo te digo del mozo?
—Bueno…
—Nos apagan la luz tan temprano, y esas velas echan tan feo olor, y te arruinan la vista.
—Y quitan el oxígeno, Valentín.
—No puedo dormirme sin leer.
—Si querés te cuento un poco más. Pero la macana es que me voy a desvelar yo después.
—Un rato no más, Molina.
—Bueno. ¿En qué está…bamos?
—No bosteces así, qué dormilón.
—Qué le voy a hacer, si tengo sueño.
—A… ahora me ha…acés bostezar a mí también.
—Si vos también tenés sueño.
—¿Vos creés que po…odré dormirme?
—Sí, y si te desvelás pensá en el asunto de Gabriel.
—¿Quién es Gabriel?
—El mozo, se me escapó.
—Bueno, hasta mañana entonces.
—Hasta mañana.
—Mirá lo que es la vida, voy a estar desvelado y pensando en tu novio.
—Mañana me decís qué te parece.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
—Y ése es el principio del romance entre Leni y el oficial. Se empiezan a querer con locura. Ella todas las noches le dedica sus canciones desde el escenario, sobre todo una. Es una habanera, se va levantando el telón y entre las palmeras hechas de papel plateado, como el de los cigarrillos, ¿viste?, bueno, detrás de las palmeras se ve la luna llena bordada en lentejuelas que se refleja en el mar hecho de una tela sedosa, el reflejo de la luna también en lentejuelas. Es un muelle tropical, un muelle de una isla, y lo único que se oye es el vaivén de las olas, que lo simula la orquesta con maracas. Y hay un velero a todo lujo, fingido en cartón, pero que parece de verdad. Un hombre de sienes canosas muy buen mozo en el timón, con gorra de capitán y fumando una pipa, y un foco fuertísimo de golpe ilumina al lado de él la puer- tita abierta que va a las cabinas y ahí aparece ella, muy seria que mira al cielo. Él le hace una caricia pero ella se la esquiva. Ella está con el pelo suelto, raya al medio, un traje largo de encaje negro, pero no transparente, sin mangas, dos breteles finitos y nada más, pollera vaporosa. Ahí empieza la orquesta una especie de introducción y ella ve a un muchacho isleño que en la playa arranca una flor a una planta de orquídeas salvajes, y que se sonríe y medio le guiña el ojo a la chica isleña que se le acerca. Él le pone la flor en el pelo y la besa, se abrazan y se van a la oscuridad de la selva, sin darse cuenta que la flor se le ha caído del pelo a la isleña. Y hay un primer plano de esa orquídea salvaje pero finísima, caída en la arena, y sobre la orquídea va apareciendo esfumada la cara de Leni, como si la flor se transformase en mujer. Entonces se levanta un viento medio de tormenta pero los mari-