El hijo del Coyote / La marca del Cobra (6 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo del Coyote / La marca del Cobra
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—¡Pero…! ¡No es posible…! —exclamó Yesares, resistiéndose a admitir lo que sus ojos estaban viendo, o sea que el hijo de don César llegaba hacia él—. ¿Qué haces en Los Ángeles a estas horas, César? —Preguntó cuando el muchacho se detuvo, jadeando.

—Me envía papá —replicó, con voz entrecortada, el pequeño César—. Ha ocurrido algo muy malo…

—Entra —interrumpió Yesares, quien después de cerrar la puerta fue apagando las luces de la planta baja de la posada y llevó al hijo de don César a su despacho. Una vez dentro de él, preguntó—: ¿Qué es lo que ha ocurrido?

El chiquillo explicó lo que sabía y lo que su padre le había encargado. Yesares le escuchaba nerviosamente. En el tiempo que servía a las órdenes del
Coyote
jamás se había encontrado en una situación tan apurada ni tan difícil de resolver.

—Ante todo, tenemos que llevar allí un médico —dijo al fin—. Y admito que el único de confianza es fray Jacinto, aunque no creo que sea un médico excepcional. Vamos.

—¿Sabe dónde está fray Jacinto? —preguntó el niño.

—Supongo que debe de estar en casa de fray Andrés. Vayamos a comprobarlo.

Cubriéndose la cabeza con un sombrero y el cuerpo con un sarape, ofreció otro al muchacho y por una puerta excusada salió del establecimiento, lanzándose por las desiertas calles en dirección a la casa en que vivía fray Andrés.

Éste, despertado a una hora en que no era corriente que se llamase a su puerta, asomóse a la ventana. No era Los Ángeles una ciudad tan tranquila como para que el fraile no sintiera cierta inquietud; pero al ver que sólo se trataba de un hombre y de un niño, aumentó su alivio.

—Necesitamos hablar con fray Jacinto —dijo Yesares, en respuesta a la pregunta que le dirigió el dueño de la casa, relativa al motivo de su llamada.

Fray Jacinto vistióse apresuradamente y bajó a la calle. Al reconocer al niño no pudo contener su asombro. Como antes Yesares, inquirió qué hacía a aquellas horas y en aquel sitio. Cuando Ricardo le explicó lo que sucedía, el buen franciscano llevóse las manos a la cabeza.

—¡Virgen Santa! ¡Voy en seguida! Esto es algo que tenía que ocurrir. Vayamos por la carretera…

—No, por la carretera, no —dijo Yesares—. Nos encontraríamos a los hombres de Mateos y usted… usted no podría mentirles.

—Claro… —Fray Jacinto se rascó la cabeza—. ¿Y cómo podremos resolver eso?

—Yendo por el mismo sitio por donde ha venido el muchacho. Conozco el camino. Así él podrá quedarse en casa de fray Andrés.

—¡No, no! —protestó, escandalizado, el niño—. Yo no me quedo aquí. El señor Mateos cree que estoy en casa.

—Bien, no discutamos, porque no hay tiempo que perder. Fray Jacinto, temo que sus pies se resientan un poco del camino que le obligaremos a seguir.

—Estoy acostumbrado a los malos caminos —sonrió el franciscano.

Después de despedirse de su huésped, que, prudentemente, no le preguntó a qué obedecía su intempestiva marcha, fray Jacinto partió en compañía de Yesares y del hijo de don César. Éste, dirigiéndose al dueño de la posada del Rey Don Carlos, le recordó:

—Usted no debía ir esta noche.

—Sospecho para qué se me necesita, y cuanto antes lo hagamos, mejor.

En el pequeño campanario de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles daban las tres de la mañana cuando Yesares, fray Jacinto y el pequeño César se adentraban en las tierras que bordeaban la carretera que conducía al rancho de San Antonio. Como fantasmas avanzaron a campo traviesa hasta alcanzar el muro de la hacienda. Yesares fue el primero en escalarlo, y cuando se hubo convencido de que no había peligro alguno ayudó a sus compañeros a pasar al otro lado; después, por la seca acequia, fueron hacia el rancho, sin ver a ningún vigilante ni a los hombres de Mateos.

Por la misma puerta por la que había salido el pequeño César entraron en la casa.

Al oírles, Guadalupe bajó a su encuentro y, después de besar la mano de fray Jacinto, los guió a la habitación de don César.

Éste se hallaba tendido en la cama. Al verle, fray Jacinto, que había asistido a infinitos moribundos, temió hallarse ante uno más.

—Ha perdido mucha sangre —dijo al examinar la herida—. Temo que no podré hacer mucho por él. Este trabajo es más de un cirujano que de un pobre aficionado como yo. Hay que extraer la bala, cosa que yo no me atrevo a intentar. El doctor García Oviedo es el más indicado para ello.

—Pero el doctor nos conoce. Ha estado ya aquí. Si ye a don César herido comprenderá quién es.

Yesares asintió ante las palabras del Guadalupe.

—Es verdad —dijo—; pero se le podría traer con los ojos vendados.

—Los guardas de Mateos están por la carretera —dijo Lupe—. Le verían llegar…

—Tengo ya pensado un medio para librarnos de ellos —dijo Yesares—. Tendré que ocupar nuevamente el puesto del
Coyote
, pero supongo que eso era lo que don César deseaba. ¿Dónde está su traje?

Guadalupe le acompañó hasta el sótano, donde Yesares recogió la chaquetilla del
Coyote
, que estaba completamente; manchada de sangre, e hizo un lío con ella y con las restantes prendas, después de asegurarse de que no contenían nada comprometedor. Se puso luego el sombrero y el antifaz del
Coyote
y montando a caballo se dirigió hacia la salida, después de decir a Lupe:

—Me haré perseguir por la gente de Mateos. Entretanto, usted y Alberes disfrácense y vayan a buscar al médico. Tráiganlo con los ojos vendados, y no se los descubran hasta que se encuentre en la habitación de don César. Tomen todas las precauciones para que no pueda saber dónde está, ni con quién está. Adiós.

Capítulo VII: A la caza del
Coyote

Fue tan inesperada la aparición del jinete, que hasta que se hubo perdido entre los árboles los centinelas no se dieron cuenta de que acababa de pasar ante ellos
El Coyote
.

Como no podían hacer otra cosa, dispararon sus armas al aire para advertir a sus compañeros lo que estaba sucediendo.

Los disparos atrajeron la atención de los hombres a quienes Mateo había diseminado por los alrededores del rancho de San Antonio; pero ninguno de ellos esperaba ver aparecer al
Coyote
por la carretera, y todos se habían situado algo apartados de ella. Además, comenzaba a clarear, y la mezcla de las tinieblas y de las livideces de la aurora creaba tal confusión a la vista, que a todos les fue imposible distinguir al jinete que cruzaba, como una exhalación, ante ellos.

Se hicieron algunos disparos y un momento después los hombres apostados en el rancho se lanzaron en pos del
Coyote
.

Los tres centinelas que cerraban el camino hacia Los Ángeles, y de quienes se habían olvidado los que perseguían al
Coyote
, no pudieron hacer otra cosa que refugiarse detrás de unas rocas y dejar pasar sobre sus cabezas el huracán de plomo que disparaban, al azar, los otros.

En cuanto pasaron
El Coyote
y los demás, también ellos se unieron a la persecución, dejando el campo enteramente libre.

Pero hubo uno que, por no tener el caballo a mano, optó por quedarse donde estaba, o sea tendido detrás de un olivo; lugar desde donde dominaba todo el rancho.

Gracias al caballo en que montaba, Ricardo Yesares fue dejando atrás a sus perseguidores, aunque no lo suficiente para poderse considerar libre de ellos. Descendiendo al fondo de un cañón, galopó por él, salvó la cumbre de una colina y desde allí dirigióse a Los Ángeles. Aún no había salido el sol y los comercios estaban todos cerrados. Yesares galopó hacia una de las pocas farmacias de la población y llamó a la puerta. Cuando el propietario acudió a abrir vióse frente a un enmascarado que le apuntaba con un revólver y que le exigía algodón, hilas y todo lo necesario para curar unas heridas.

Cuando se lo hubo entregado recibió una moneda de veinte dólares y el anuncio de que podía quedarse con el cambio; luego el jinete partió por donde había llegado y en aquel día no se supo ya nada más de él. Á mediodía, los que le iban buscando hallaron junto a una fuente la chaquetilla que usaba
El Coyote
. Estaba manchada de sangre y junto a ella había unos trapos empapados también en sangre. Se dio por descontado que
El Coyote
había curado allí sus heridas.

*****

El doctor García Oviedo era el decano de los médicos de Los Ángeles.

—No sé por qué sigo aquí —decía muy a menudo—. Cualquier día me marcharé a San Francisco o a Nueva York.

Pero esto lo venía diciendo desde antes de que los norteamericanos llegaran a California. Entretanto atendía a los más ricos de la ciudad y también a los más pobres. Según él mismo decía, no admitía términos medios. O se le pagaba bien, o no cobraba nada.

Aquella mañana estaba durmiendo apaciblemente cuando sonaron unos fuertes golpes en la puerta de su casa. Sabiendo que nadie le deseaba ningún daño, el viejo doctor fue a abrir, encontrándose frente a la desagradable mirada de dos revólveres empuñados por dos fantasmones vestidos de negro, cubiertos con capas que les llegaban a los pies y que ocultaban sus figuras con la misma eficacia con que ocultaban su rostro los antifaces y capuchones que llevaban.

—Buenos días, señores —saludó el médico—. ¿En qué puedo servirles?

—Vuélvase de espaldas —ordenó uno de los enmascarados, agregando—: No queremos causarle ningún daño; pero no haga resistencia.

El médico obedeció y al momento un recio trapo negro le cubrió los ojos, cegándole. Después, y siempre obedeciendo las órdenes que le iba dando el desconocido, salió de su casa, montó a caballo, se dejó atar las manos a la silla, y luego, durante una hora y cuarto estuvo galopando por el campo, sin la menor idea del lugar al que le llevaban. Por fin le dijeron que desmontase, saltó al suelo, entró en una casa, recorrió pasillos, corredores, subió unas escaleras, bajó otras, volvió a subir unos cuantos escalones más, y al fin entró en un cuarto cuya puerta se cerró tras él. Transcurrieron todavía unos minutos antes de que le fuese quitada la venda.

El doctor encontróse frente a los dos misteriosos enmascarados que le habían ido a buscar; pero esto ya no le produjo ningún asombro. En cambio se lo causó la habitación en que se hallaba, cuyas características estaban disfrazadas con grandes sábanas que colgaban de las paredes, en tanto que otras cubrían el techo y las puertas. Otro detalle sorprendente era el hombre que se encontraba tendido sobre una improvisada mesa de operaciones. Todo su rostro quedaba oculto dentro de una especie de saco negro en el que se había abierto sólo un agujero para la respiración y otros dos para los ojos.

—¿Quién es? —preguntó el médico, volviéndose hacia los que le habían conducido allí.

—Un herido —replicó uno de los enmascarados—. Tiene una bala en el cuerpo y es preciso que se la extraiga. Se le pagará bien su trabajo.

—Necesito saber a quién opero. Además, no tengo mis instrumentos.

—Los trajimos nosotros. Empiece en seguida.

—¿Quién es este hombre? —insistió el médico.

—Su nombre son cinco mil dólares para usted —replicó el enmascarado que hasta entonces había llevado la voz cantante—. ¿Le interesa?

—No.

—Entonces, le haremos matar como a un perro.

El doctor García Oviedo sonrió burlonamente. Había captado la inquietud que vibraba en aquella voz.

—Si me matan, nadie curará a su herido —dijo.

—Si usted no le cura, doctor, le prometo que le haré matar.

Esta vez no se advertía inquietud, sólo amenaza y un comienzo de odio.

—Bien, operaré —dijo el médico—. El precio es tentador.

—No intente averiguar a quién opera —advirtió el enmascarado que siempre había hablado.

—No tema, no lo haré, señorita —replicó el doctor—. Su novio está seguro, a menos que me tiemble la mano y lo mate.

El enmascarado se estremeció, pero no hizo nada para protestar del nombre que le había dado el doctor. Éste comprendió que no se había engañado; pero llevaba tanto tiempo de vida apacible y desprovista de emociones, que el hecho de ir a operar a un hombre que no deseaba ser reconocido le producía el efecto de un potente licor cuyos efectos se extendían hasta los más apartados rincones de su cuerpo.

En un cuarto de hora tuvo dispuestos los instrumentos para extraer la bala, y mientras realizaba la dolorosa operación sintió una admiración enorme por el hombre a quien estaba operando, quien ni por un momento acusó los dolorosos efectos de la intervención.

«Sin duda se trata de un asunto amoroso —pensó el médico—. La presencia de una mujer lo indica. Probablemente el hombre estará casado o será muy conocido en Los Ángeles…».

Media hora después la operación estaba terminada, la herida quedaba limpia y sobre un platito de porcelana reposaba la bala extraída.

—Dentro de una semana ya estará curado —anunció, mientras se bajaba las mangas de la camisa, después de haberse lavado las manos—. Cualquier médico podrá atenderle.

—Muchas gracias, doctor —replicó el enmascarado a quien el médico había llamado «señorita»—. Aquí tiene el dinero prometido.

El doctor guardó en un bolsillo los cinco mil dólares.

—Ahora tendremos que volverle a vendar los ojos. Evítenos el tener que recurrir a la violencia.

—Hagan lo que les convenga.

De nuevo el trapo negro cubrió los ojos de García Oviedo, que fue sacado de la habitación y luego del rancho y ayudado a montar a caballo. Cuando se puso en marcha advirtió que sólo un jinete cabalgaba junto a él, y después de varios rodeos, de escalar cuestas, de descender por difíciles laderas, el médico comprendió que se hallaba solo. Sin embargo acercó lentamente las manos a su venda, esperando oír de un momento a otro la orden de que bajara las manos. Pero la orden no llegó y García Oviedo pudo quitarse la venda y comprobar que se encontraba solo, a la salida de un cañón que daba frente a la parte alta de la ciudad.

Guardando el trapo, el médico comprobó que no le habían quitado los cinco mil dólares. Durante unos segundos trató de identificar el tórax, que era casi lo único que había visto del herido, al que, muy probablemente, había ayudado a venir al mundo; pero al fin se encogió de hombros y, dirigiéndose a su casa, entró en ella y echándose sobre la cama quiso recuperar el sueño perdido; pero el suave sol que penetraba por la ventana se lo impidió y al cabo de una hora se levantó sin haber podido dormir ni identificar al misterioso herido ni a la enigmática mujer que trataba de dar a su voz acento masculino.

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