—¡Pronto, Alberes! —gritó Lupe—. El señor está en peligro. Debemos ayudarle. Puede ocurrirle algo muy grave. Prepara los caballos para que vayamos a su encuentro. No debemos perder ni un minuto. No sé lo que puede suceder; pero temo que le hayan tendido una trampa.
El criado asintió, y seguido de Lupe, bajó al sótano. Ensilló dos caballos y al momento él y Lupe salían por el camino secreto, en dirección al lugar hacia el que había partido
El Coyote
.
Pero cuando aún no habían recorrido ni la tercera parte del camino oyeron a lo lejos, procedentes del caserío en que vivían Sorenas y doña Fermina, una serie de disparos hechos con diferentes armas, cortas y largas, y cuando al fin cesaron, Lupe sintió como si todas las balas disparadas hubieran llegado a su corazón y, por algún milagro, sólo le hubieran causado el horrible dolor de sus heridas, sin acompañarlo de la aliviadora muerte.
Matías Alberes detuvo su caballo y miró, interrogante, a Lupe. Sus ojos parecían decir que era inútil hacer ya nada, pues todo había terminado. Pero Guadalupe, sintiéndose mil veces muerta, movió negativamente la cabeza y gritó:
—¡Adelante! Tenemos que encontrarle.
Al salir se había cubierto con una larga capa cuyo capuchón le ocultaba el rostro. Ciñéndose la capa al cuerpo azuzó a su caballo y lo guió hacia el lugar donde habían sonado los disparos. Aún conservaba una débil esperanza.
Matías Alberes tenía la impresión de estar siguiendo a un fantasma, pues no otra cosa parecía Lupe con su negra capa y con el rostro oculto por el capuchón. Debía la vida a don César, y ni por un momento vaciló en seguir a aquella mujer, aunque en su fuero interno consideraba que era conducido a una muerte cierta.
Durante unos veinte minutos galoparon por la solitaria carretera, bordeada por los ranchitos y granjas que de cuando en cuando se levantaban junto a ella.
Lupe registraba ávidamente con la mirada la solitaria carrera. Cada vez sentía menos esperanza y una mayor convicción de que sus terribles temores se habían convertido en realidad.
De pronto, muy débil, se oyó el batir de los cascos de un caballo. Lupe se detuvo y obligó a Alberes a que la imitase. Temía que aquel galope fuese un eco del de sus caballos. Pero aunque los dos se habían detenido, se continuaba escuchando aquel otro galopar.
Una esperanza y el temor de que se esfumara con la realidad asaltaron a Lupe. Sin embargo obligó a su caballo a reanudar la marcha y durante unos minutos se fue acercando al jinete que avanzaba en dirección opuesta.
Por fin llegó a un puente de madera que cruzaba el seco cauce de un arroyo, invadido por una reseca y densa masa de agostada vegetación. En el otro lado del puente apareció al mismo tiempo un jinete doblado sobre el cuello de su montura.
Antes que sus ojos, su corazón le dijo a Lupe quién era aquel hombre. En dos segundos estuvo junto a él, llamándole, angustiada, por su nombre:
—¡César! ¡César!
No recibió contestación, y su mano izquierda quedó manchada por un líquido caliente y viscoso.
Lupe sintió deseos de gritar, de expresar su horror, su angustia, su miedo. Y el comprender que no podía hacer nada de esto aumentó su agonía. Tenía que ser valiente, que conservar la serenidad en unos momentos en que hubiese querido traspasar a otro todas aquellas obligaciones.
—¡César! ¡Por Dios, contesta!
Alberes estaba junto a ella y la miraba, comprendiendo por primera vez los sentimientos de Guadalupe.
—¡César! ¡César! ¡Háblame!
Con un hilo de voz, César de Echagüe logró responder.
—Hola… Lupi… ta. Estoy… estoy… herido… Casi… alcanzaron al…
Co… yo… te
.
Una ráfaga de viento trajo hasta allí el retemblar de las tierras batidas por numerosos caballos. Los perseguidores estaban cerca. ¡Había que interponer entre ellos y
El Coyote
una barrera!…
—¡Pronto! Matías, prende fuego a esa maleza —ordenó Lupe, señalando la que crecía debajo del puente.
El mudo comprendió en seguida lo que intentaba hacer Lupe. Saltó al fondo del arroyo y comenzó a romper arbustos resinosos. Con ellos hizo unas cuantas antorchas que encendió y fue tirando a su alrededor, sobre todo debajo del puente.
El viento colaboró con él, en tanto que Lupe, montando a caballo y tomando las riendas del que montaba
El Coyote
, emprendió el regreso al rancho de San Antonio. Cuando llegó al primer recodo de la carretera volvióse y vio que el arroyo encauzaba un río de llamas que estaban ya prendiendo en el puente. Entretanto, Alberes había montado a caballo y galopaba hacia el Este, incendiando la vegetación de más arriba, cuyas llamas eran empujadas hacia el Oeste por el viento.
Cuando los perseguidores del
Coyote
, a cuyo frente galopaba Teodomiro Mateos, llegaron cerca del arroyo, el puente aún resistía; pero cuando uno de los jinetes lo quiso cruzar, un disparo hecho por Alberes mató a su caballo, frenando así el impulso de los demás y dando tiempo a que todo el puente se derrumbase en medio de un surtidor de chispas.
Mas aquella barrera sólo podía durar unos minutos, que hubiesen sido suficientes si
El Coyote
se hubiera encontrado en condiciones de poder galopar a toda la velocidad que podía desarrollar su caballo; pero Lupe se daba cuenta de que don César no resistiría el violento galope. Por ello, cuando Alberes les alcanzó le cedió el cuidado de don César galopando hacia una de las casas solitarias llamó a la puerta y, sin desmontar del caballo, gritó:
—Amigos; persiguen al
Coyote
. Detenedles el tiempo que podáis.
Abrióse en seguida la puerta y un hombre apareció en el umbral. Vio en él a una figura envuelta en una larga capa y con el rostro oculto por un capuchón. Esto le hizo dudar un momento de sus sospechas primeras. Había creído e cuchar la voz de una mujer…
—¿Qué dice del
Coyote
? —preguntó el hombre, uno de los muchos que debía grandes favores al famoso enmascarado.
—Le están persiguiendo —replicó Lupe tratando de disimular su voz—. Ahora no pueden pasar a causa del incendio del arroyo; pero pronto llegarán al galope.
El Coyote
necesita tiempo para poder huir. Detened como podáis a los que lo persiguen. Pero no matéis a nadie,
El Coyote
sólo necesita tiempo.
—Tengo siete hijos a quienes he podido criar gracias al
Coyote
—replicó el hombre—. El me conservó el ranchito. Enviaré a mis hijos a buscar a los otros campesinos. Les detendremos.
Mientras Lupe galopaba hacia otra pequeña hacienda, el hombre llamó a sus hijos y con gran rapidez comenzó a dictar órdenes. Ante todo, era necesario detener a los que llegaban.
—¡Cuerdas! —ordenó—. Todas las que haya en casa.
Arrastrando un montón de recias cuerdas, el campesino, acompañado de sus hijos, corrió a la carretera, junto a cual crecían numerosos árboles. Mientras él tendía una cuerda a través del camino, sus hijos fueron tendiendo otras lateralmente, de árbol en árbol, para evitar que si se veía a tiempo el obstáculo los jinetes pudieran salvarlo con una desviación.
Entretanto, Lupe siguió dando la alarma, atrayendo hacia la carretera a todos los campesinos de aquellos lugares. No eran muchos; pero iban animados de un ardiente deseo de devolver los favores que
El Coyote
les había hecho. Sus esposas, algunas de ellas, quisieron contenerlos haciéndoles ver que si
El Coyote
estaba en peligro también lo estaban ellos. Pero se dirigían a oídos californianos y ninguna consiguió la tranquilidad de ver a su marido apartado de aquello.
Utilizando sus herramientas, hicieron caer desde las laderas de los montes que bordeaban la carretera grandes peñascos que obstaculizaron el camino, y que le hubiese sido imposible al más hábil de los jinetes galopar por allí. Otro puente que se levantaba más adelante fue casi derribado en cuanto
El Coyote
lo hubo cruzado. En todo momento los campesinos vitoreaban a su amigo.
El Coyote
apenas oía nada. La bala de Teodomiro Mateos le había penetrado en el costado derecho, y aunque no había destrozado ningún hueso la herida producida era lo bastante grave y dolorosa para que sufriera mil angustias a cada paso del caballo en que iba montado. Se daba vagamente cuenta de que Lupe estaba cerca de él, y de que aún no se encontraba a salvo. También oía gritos y voces que pronunciaban su nombre; pero todo esto era confuso y como si ocurriese en un mundo muy lejano.
—Ánimo —dijo Lupe—. Todo se arreglará. Esta gente nos protege.
César hubiese querido preguntar qué gente era aquélla; pero de nuevo sintióse hundido en un abismo de negruras y perdió totalmente la noción de las cosas.
*****
Teodomiro Mateos, después de buscar inútilmente un punto por donde cruzar la barrera de llamas que le cerraba el paso, decidió que sería más práctico aguardar a que los arbustos se consumieran, cosa que no podía tardar mucho en suceder. En cuanto se abriera un resquicio en la llameante sabana, todos cruzarían por allí y alcanzarían al
Coyote
, que no podía estar muy lejos.
Habían sido unos idiotas al precipitarse y dar el alto al
Coyote
cuando éste se encontraba aún a caballo. Si hubiesen esperado a que desmontara y entrase en la casa de doña Fermina, todo habría salido como se había previsto; pero él había sido el primero en no poder contener su alegría y, sabiendo que un círculo de hombres rodeaba ya al
Coyote
, le ordenó que se entregara.
La respuesta del
Coyote
fue muy desagradable para él, pues de un balazo le arrancó de la cabeza el sombrero, gracias a que, instintivamente, después de conminarle, habíase inclinado un poco, pues de lo contrario la bala le hubiera vaciado la cabeza.
En seguida
El Coyote
cargó contra los que le rodeaban, quienes, de haber tenido enfrente a otro enemigo, hubiesen obrado con mayor serenidad, en vez de apresurarse a abrir camino a su adversario. Sólo algunos dispararon sin ton ni son sus armas, con lo cual crearon una gran confusión y nada más. Pero él no perdió tan por completo la serenidad y, aprovechando la claridad que generaban los fogonazos de los disparos, apuntó al
Coyote
y tuvo la seguridad de que su bala le había alcanzado, pues un segundo antes de desaparecer de su vista le vio estremecerse y vacilar, cayendo luego sobre el cuello de su caballo.
No estaba muerto, porque aún hizo otros cinco disparos contra los hombres de Mateos, aumentando así la confusión y retardando el momento de que se reunieran para perseguirle.
A gritos, alaridos e imprecaciones, Teodomiro Mateos consiguió reorganizar sus huestes y pronto estuvo en pos del
Coyote
, seguido con no demasiado entusiasmo por su gente, de forma que se vio obligado a marchar a la velocidad que ellos querían y no a la que él deseaba, ya que por su parte tampoco se atrevía a acercarse demasiado al
Coyote
, de cuya buena puntería aún conservaba un recientísimo recuerdo.
Comenzaron a decaer las llamas por falta de combustible, pero el lecho de rescoldos impedía aún el paso a los caballos. Sin embargo, a los doce minutos de haber llegado allí los perseguidores del
Coyote
pudieron reanudar la caza. Cruzaron en tromba el arroyo, escalaron la otra orilla y al galope tendido se lanzaron carretera adelante.
Teodomiro Mateos espoleaba continuamente a su caballo mientras con la mirada buscaba al fugitivo. Sabía que jamás volvería a presentársele una oportunidad como aquélla, y que si
El Coyote
se le escurría de entre las manos podía abandonar toda esperanza de volverlo a cazar. Además, si
El Coyote
conseguía huir, averiguaría fácilmente quién había llevado la denuncia a la policía y tomaría tal venganza que nadie más intentaría repetir su acción.
Estos pensamientos de Teodomiro Mateos se vieron interrumpidos bruscamente por un inesperado obstáculo contra el que tropezó su pecho y que le lanzó hacia atrás con extraordinaria violencia. Quiso la suerte que el jefe de Policía fuera a parar a un lado de la carretera y no debajo de los caballos de sus hombres, que al momento se encontraron todos en tierra.
Algunos, que vieron a tiempo el obstáculo contra el que se lanzaban sus compañeros, quisieron salvarlo dirigiendo sus monturas hacia el lado de la carretera; pero también allí encontraron las cuerdas tendidas de árbol en árbol y se vieron desmontados y en confuso montón.
El desorden aumentó en proporciones indescriptibles cuando a ambos lados del camino empezaron a sonar gritos y alaridos, acompañados de los ladridos de los perros, todo lo cual se unió para enloquecer a los caballos y desbandarlos en todas direcciones.
Una vez conseguido esto, cuando los hombres de Mateos se rehicieron de su desconcierto, los caballos andaban ya lejos. Y lo más asombroso era que habían desaparecido todos los campesinos que un momento antes aullaban en torno a los hombres de Mateos.
Cumplida su obra, los amigos del
Coyote
habían regresado a sus hogares, dejando en la carretera a los perseguidores de su bienhechor.
Teodomiro Mateos, hecho una furia, dictaba orden tras orden, jurando que haría pedazos a toda su gente si no se recuperaban pronto los animales para reanudar la persecución de su encarnizado enemigo.
Pero hubo de transcurrir media hora antes de que los primeros caballos llegasen a la carretera.
Teodomiro Mateos, dejando que sus demás hombres continuaran reuniendo los caballos, montó en uno de los que se habían recuperado y, seguido por siete policías, reanudó la persecución.
—No le cazaremos —dijo uno de sus compañeros.
—Estaba herido —replicó Mateos—. No puede galopar como otras veces; por lo tanto, es posible que le demos alcance. ¡Vamos!
Pero durante la siguiente media hora Mateos y sus hombres tuvieron que marchar al paso, evitando cuidadosamente todos los infinitos obstáculos que habían sido sembrados en la carretera. Su progreso se redujo a menos de media legua.
*****
Guadalupe hubiera querido encontrar un medio de acelerar la marcha; pero comprendía que era imposible ir más de prisa, so pena de provocar en César una peligrosa hemorragia.
Aquel marchar al paso, temiendo oír de un momento a otro el galope de sus perseguidores, era capaz de alterar los nervios mejor templados y, sin duda alguna, esta alteración estaba ya obrando en Alberes, que continuamente miraba a su amo y volvía la cabeza hacia la carretera.