—¿Es verdad lo que me ha dicho fray Jacinto acerca de tu admiración por
El Coyote
?
El niño miró, escandalizado, al fraile, como si le reprochara haber violado un secreto de confesión. Sin embargo, contentó con voz firme:
—Es verdad que
El Coyote
me parece un hombre valiente.
—No se puede negar que es valiente —admitió César, sonriendo—. ¿Te gustaría encontrarte en su lugar?
—Sí.
—No podrías vivir como ahora vives —dijo César.
—Esta vida no es bonita —replicó el niño—. Yo me aburro mucho.
—Eso quiere decir que estudias muy poco —reprendió fray Jacinto.
—Estudia demasiado —dijo Lupe—. Y el tiempo que le queda libre lo emplea en leer libros de toda clase.
—Malo —intervino fray Jacinto—. Los libros de toda clase no son los más apropiados para un niño. Tendremos que revisar tus lecturas.
—Ya lo hará en otra ocasión, fray Jacinto —dijo Lupe, que sabía que muchas de las lecturas del pequeño César hubieran merecido la desaprobación del fraile.
—Si fueras
El Coyote
, tendrías que llevar una doble vida —comentó César de Echagüe.
—¿Por qué? —preguntó, desafiador, su hijo.
—Porque si fueras siempre vestido como
El Coyote
todo el mundo te conocería y entonces no podrías hacer lo que él hace. ¿No es cierto, fray Jacinto?
—Sí, es cierto —replicó el franciscano—.
El Coyote
, a quien yo conozco íntimamente, no es en la vida normal idéntico a cuando viste su disfraz.
—¿Cómo es de verdad? —preguntó el hijo de don César.
—Tan distinto de como tú te lo imaginas que no puede serlo más.
Lupe dirigió una inquieta mirada a César de Echagüe. Éste, comprendiendo sus temores, la tranquilizó con una sonrisa.
—¿Es malo? —siguió preguntando el pequeño.
—No; pero tampoco es un héroe. Los que lo conocen bajo su apariencia de hombre normal le creen incapaz de realizar heroicidades.
—Y así tendrías que ser tú —dijo César a su hijo—. Tendrías que parecer tímido, casi cobarde. ¿Te gustaría?
—Claro —contestó, no muy convencido, el niño.
—Me parece que no te gustaría —siguió su padre—. Piensa que para poder ser verdaderamente
El Coyote
tendrías que no parecerlo. Y si cuando te vieran con el antifaz y tu traje, todos te alabarían, en cambio cuando aparecieses bajo tu otro aspecto, se reirían de ti. Y no podrías decir que tú eras
El Coyote
, porque entonces, como se ofrecen veinticinco mil dólares por su cabeza, todos se apresurarían a detenerte para cobrar el premio. O sea que cuando escucharas alabanzas dirigidas al
Coyote
no podrías hacerlas tuyas. Y cuando oyeses que se burlaban de ti, no podrías abrumarles con la declaración de que tú eres nada menos que
El Coyote
.
El chiquillo miraba a su padre como si no pudiera dar crédito a lo que le decía.
—Así es, hijito —intervino fray Jacinto—. No es que yo apruebe todo cuando hace
El Coyote
; pero en cambio sí le admiro por el desinterés con que lo hace. No saca ningún beneficio material, y tampoco saca ninguno de vanidad satisfecha. Los seres humanos, o sea tú, yo, tu padre, y todo el mundo en general, hacemos el bien con la esperanza de que nos lo premie Dios; pero también con el deseo de que los hombres nos lo agradezcan un poco. Son raros los casos en que un hombre se pone a hacer el bien sin preocuparse de los beneficios que puede obtener en este mundo.
—No se esfuerce, fray Jacinto —dijo César de Echagüe—. Es demasiado pequeño para comprender esas cosas. A su edad se tiene una visión muy equivocada del mundo.
El hijo de César de Echagüe miró a su padre y sintió unos irresistibles deseos de gritarle que era él quien tenía una visión equivocada del mundo, que insistía en verlo como un lugar al que sólo se ha venido a vivir bien en vez de portarse como se portaba
El Coyote
, ayudando a todo el mundo sin esperar ningún beneficio ni agradecimiento.
Durante la comida, el muchacho siguió sumido en sus meditaciones. Sabía que a su padre le respetaban mucho por su dinero; pero en cambio nunca había oído referir de él hechos heroicos. Algunos de sus amigos le habían dicho que en Los Ángeles le llamaban don César el Prudente, que desmentía la leyenda de su escudo, que rezaba así: DE VALOR SIEMPRE HIZO ALARDE, LA CASA DE LOS ECHAGÜE.
Cuando terminó de comer, despidióse de fray Jacinto y subió a sus habitaciones a estudiar. En el comedor quedaron el fraile y don César, bebiendo el café que les sirvió Guadalupe.
—¿Cuándo regresa a Capistrano? —preguntó César.
—Mañana, si no ocurre nada anormal o inesperado. Me gustaría pasar más tiempo aquí; pero me reclaman muchas obligaciones en la misión.
Don César se levantó y dirigiéndose a un antiguo buró lo abrió y de uno de los cajones sacó una gran cantidad de billetes de banco. Retiró una parte del dinero y el resto se lo entregó a fray Jacinto.
—Tome, para sus indios —dijo—. Le daría el total, pero esta noche he de entregar cierta suma a una pobre mujer que la necesita mucho.
—Lo acepto sin protestar porque sé que, de lo contrario, usted se sentiría ofendido, don César —dijo el fraile—; pero realmente hace usted demasiado. Es usted muy bueno.
—Lo dice usted con una convicción que aunque sólo fuese por oírselo repetir le daría otros tres mil pesos.
—Mi reconocimiento de su buen corazón es el único premio que yo puedo darle —sonrió el franciscano—. El Señor le premiará, en su día, como usted merece. Adiós, don César. Señorita Lupe, ha sido un placer verla de nuevo.
Guadalupe y César acompañaron al franciscano hasta el patio, donde aguardaba ya el carruaje que Lupe había hecho preparar para el fraile.
Cuando fray Jacinto se hubo perdido de vista, Guadalupe anunció:
—He hecho que le lleven a Pilar Sorenas lo que usted me encargó. Ahora iré a visitarla.
—Gracias, Lupita. ¿Sabes que fray Jacinto me ha hablado mucho de ti?
—Es un verdadero santo —replicó Lupe, bajando la mirada, sin atreverse a inquirir el motivo que había movido al fraile a hablar de ella.
César estuvo a punto de seguir hablando; pero se contuvo y, variando el tema mentalmente iniciado, declaró:
—También me ha hablado del pequeño. Parece que yo no he sido un gran padre.
—Tal vez no —dijo, inesperadamente, Lupe.
—¿Qué he hecho de malo?
—No ha ganado la amistad del muchacho. César es menos niño de lo que usted se imagina. Tiene hondas inquietudes y preocupaciones que parecen impropias de él. Y, sobre todo, tiene un temor que me ha expuesto una sola vez, pero del que creo que no se ha visto nunca libre.
—¿Cuál?
—No sé si debo decírselo.
—Por favor, Lupe, no me compliques la existencia con esos misterios. Estoy temiendo que he sido un padre desastroso. ¿Qué temor tiene mi hijo?
—El de que usted le odie.
—¿Qué yo le odie? No comprendo… ¿Por qué iba a odiar a mi hijo?
—Él sabe que su nacimiento costó la vida a la señora. Y sabe que usted la amaba y cree que usted le hace culpable de su muerte.
César miró, horrorizado, a Lupe.
—¿Es posible que ese crío piense esas cosas?
—Las piensa.
—¡Caramba! ¿Y qué puedo hacer yo?
—Ganar su cariño.
—¿No lo he ganado dándole cuantos caprichos ha podido tener?
—Supongo que no. Y ahora adiós, don César. Debo ir a ver a Pilar.
—Adiós, Lupita.
Al marcharse Lupe, César regresó lentamente al rancho. La vida era más complicada de lo que la gente se imaginaba. Súbitamente se hallaba ante dos terribles problemas: el de su hijo y el de Lupe. Comprendiendo que el segundo sería de más difícil solución que el primero, lo reservó para otra ocasión y decidió ocuparse del de su hijo. ¿Qué podría hacer él para que el niño le quisiera? Era necesario hacer algo en seguida. Una vez hubiese empezado le sería fácil continuar. Pero el principio debía ser muy eficaz.
Entró en su despacho y, con las manos a la espalda, comenzó a pasear lentamente. Trataba de recordar qué cosa le hubiese hecho a él muy feliz cuando tenía la edad de su hijo.
Cuando ya desistía de hallar la respuesta, ésta le llegó inesperadamente. Cinco minutos más tarde César de Echagüe subía a la habitación de su hijo. Su entrada fue tan inesperada que el muchacho no tuvo tiempo de ocultar el libro que estaba leyendo, logrando, con su azoramiento, que César se fijara más en él. Era una de las novelas de capa y espada, tan en boga en aquellos tiempos.
Haciendo como que no se fijaba en que su hijo
estudiaba
en aquel libro, César se sentó frente a él y anunció:
—Eres ya un hombre, pequeño. Hoy he estado pensando en ti y me he preguntado si, además de ser un hombre, tú te considerabas ya mayor. No basta tener edad de hombre; para serlo hay que sentirse hombre.
—Yo me siento hombre —replicó el muchacho.
—Entonces quizá ya sea tiempo de que empieces a practicar con esto —y César de Echagüe dejó sobre la mesa un revólver de seis tiros, calibre 32, enfundado en una elegante pistolera mejicana que pendía de un cinturón canana en el que había unos cincuenta cartuchos.
La alegría que llenó los ojos del chiquillo hizo comprender a su padre que su elección del regalo había sido plenamente acertada. Por un momento el niño vaciló; pero cuando su padre le tendió la mano la estrechó fortísimamente y en seguida desenfundó el arma y la contempló, extasiado. Era un revólver de acción simple, con toda la superficie llena de incrustaciones en plata y cachas de marfil con una cabeza de cornilargo en cada una.
—¿Vamos a probar tu puntería? —preguntó luego César—. Hace años yo utilizaba un cobertizo en el cual me pasaba varías horas quemando pólvora.
Media hora más tarde el viejo cobertizo temblaba a causa de los disparos que se hacían dentro de él, y el pequeño César de Echagüe se llevaba la mayor sorpresa de su vida viendo cómo disparaba su padre, al que jamás hubiera creído capaz de apagar seis velas de otros tantos disparos.
Guadalupe llegó a casa de Sorenas mucho más tarde de lo que había imaginado. Diversos encuentros con personas a las que no veía en mucho tiempo la entretuvieron, y eran casi las ocho de la noche cuando Pilar Sorenas le abrió la puerta de su hogar.
A las nueve, después de escuchar las palabras de agradecimiento de la joven y de haberle encargado una abundante colección de trabajos de bolillos, Lupe se disponía a marcharse; pero en aquel momento llegó Patricio Sorenas.
—Buenas noches, señorita Lupe —saludó.
Estaba de muy buen humor, lo que extrañó tanto a Pilar como a Guadalupe, ya que en los últimos tiempos Sorenas había extremado su actitud de rencor contra el mundo entero.
—Ya no será preciso que nos traiga nada más —agregó el hombre—. Pronto tendré yo lo necesario.
—Me alegro por usted, Sorenas —dijo Lupe—. ¿Algún buen trabajo?
—Sí, uno muy bueno… muy bueno. Dígale a don César que le estoy muy reconocido por todo. Y no se entretenga usted mucho por aquí, señorita. Son malos lugares. Sobre todo esta noche.
—¿Por qué esta noche, papá? —Preguntó Pilar—. Nunca ha ocurrido aquí nada anormal. La señorita Lupe va a creer que vivimos rodeados de bandidos.
—Esta noche ocurrirá algo, señorita —replicó Patricio Sorenas—. Le aconsejo que vuelva al rancho antes de que lleguen los cazadores.
—¿Qué cazadores? —preguntó Lupe.
—Unos cazadores —respondió Sorenas—. Pronto llegarán. Pronto.
Lupe se puso en pie y, después de despedirse de Pilar y de su padre, salió de la casa y subió al cochecillo en que había ido hasta allí.
Durante la primera mitad del camino tuvo el pensamiento ocupado en otros asuntos; pero a medida que se iba acercando al rancho empezó a recordar con más insistencia lo que había dicho Patricio Sorenas. Cuando al fin vio las luces del rancho de San Antonio obligó al caballo a marchar más de prisa y en cuanto estuvo en el patio saltó al suelo y corrió al interior de la casa. Subió de dos en dos los escalones y dirigióse al cuarto de César de Echagüe. Llamó con los nudillos a la puerta, anunciando:
—Soy Lupe, don César. Abra en seguida.
Nadie contestó. Lupe llamó de nuevo y, al fin, trató de abrir la puerta. Estaba cerrada por dentro; pero el silencio con que era acogida su llamada indicaba que don César estaba fuera del rancho. Y si a aquellas horas don César no estaba en su casa, lo más probable era que
El Coyote
anduviese por el mundo.
Sin esperar más, Lupe fue a su cuarto, cogió una llave, y volviendo a salir, bajó a los sótanos, abrió la puerta que comunicaba con la parte de los mismos que sólo utilizaba
El Coyote
y después de cerrar dirigióse al arcón donde éste tenía sus ropas. Allí estaban, perfectamente dobladas, las de don César, pero faltaban las del
Coyote
. También faltaba el caballo que solía utilizar.
Saliendo del sótano, Lupe subió de nuevo a la casa y buscó a Matías Alberes, el criado mudo de César.
—Tengo que hablarte —le dijo Lupe, llevándoselo a un lugar donde nadie podía escucharles—. ¿Dónde está don César?
El mudo permaneció impasible. Lupe comprendió que de aquella forma no podría averiguar nada.
—¿Sabes adonde ha ido? —preguntó.
Alberes asintió con la cabeza.
—¿A Los Ángeles?
Alberes respondió negativamente.
—¿Conoces a Patricio Sorenas?
La respuesta del criado fue afirmativa.
—¿Sabes si don César tenía que ir cerca de su casa?
De nuevo asintió el mudo.
Lupe trató de recordar los nombres de los que vivían cerca de Sorenas y los fue nombrando, inquiriendo si don César había visitado a alguno de ellos. Al nombrar a doña Fermina, Alberes asintió.
Lupe quedó silenciosa, y por su cerebro cruzaron las palabras de Patricio Sorenas. Cazadores… aquella noche… ¿Qué podía haber querido decir aquel hombre? ¿Qué peligro podría reinar allí?
Patricio Sorenas era un hombre pobre. No se le conocían parientes de los que pudiese esperar una ayuda importante. Sin embargo, él había dicho que no necesitaría más auxilio de don César. Por la cabeza del
Coyote
se ofrecían más de veinte mil pesos. Si aquel hombre había averiguado que
El Coyote
pensaba ir aquella noche a casa de doña Fermina, y para resolver su situación había denunciado el hecho, sin sospechar que
El Coyote
era su protector…