El Coyote
sonrió, estrechando la mano que el hombre le tendía.
Luego el juez preguntó a los presentes si les parecía bien que a Bill Himes se le regalara la enorme pepita de oro como compensación por el susto sufrido.
Todos se mostraron conformes, y Bill se encontró con treinta mil dólares ganados en una afortunada racha, más aquel pedrusco de oro que valía una verdadera fortuna.
—Ahora —le dijo
El Coyote
—, vuelve a Los Ángeles sin gastar un centavo. Allí te espera, medio muerta, Pilar. Involuntariamente has sido la causa de muchos males… No aumentes tus culpas retardando el cumplimiento de la promesa que le hiciste.
Embozándose de nuevo con su sarape,
El Coyote
saludó con la mano a los mineros y salió de la taberna. En seguida montó a caballo y se perdió en la oscuridad de la que parecía haber surgido para salvar la vida a un inocente y aplicar su recta justicia a dos culpables.
Patricio Sorenas temía la llegada de la noche. Durante el día estaba casi seguro de que no se vería frente al
Coyote
; pero en cuanto se ocultaba el sol, mil temores y angustias se ceñían a su cerebro, haciéndole ver peligros por doquier, oír pasos a su espalda, escuchar voces que sólo sonaban en su imaginación.
A medida que pasaba el tiempo, aumentaba su seguridad de que
El Coyote
no podía dejar de vengarse. ¿Cómo lo haría? Sin duda de alguna manera terrible…
Como había imaginado, la venganza llegó en el momento en que menos la aguardaba. Cuando empezaba a creer que
El Coyote
le había olvidado, le vio aparecer ante él a corta distancia del rancho de San Antonio, mientras regresaba de recoger los víveres que don César le hacía entregar.
El Coyote
surgió de detrás de unos arbustos cuando la carretera estaba totalmente desierta.
—¡Oh! —gimió Sorenas—. ¡Por favor, no me mate!
Cayó de rodillas sin que
El Coyote
hubiese desenfundado sus revólveres ni le hubiera amenazado.
—Levántate —le ordenó el enmascarado. Sorenas obedeció y, sin hacer ninguna resistencia, se dejó vendar los ojos y atar las manos. Se sabía en manos del
Coyote
y comprendía que todo cuanto hiciese no le serviría de nada. Por lo tanto, era preferible no irritar a aquel terrible personaje, a quien no faltaban motivos de ira contra él.
Cogiéndole de un brazo,
El Coyote
llevó a Sorenas por un difícil sendero y al cabo de un rato le advirtió que inclinase la cabeza si no quería pegarse un buen golpe.
Obedeció Sorenas y comprendió, por el súbito enfriamiento del aire, que entraban en una cueva.
De haber tenido los ojos descubiertos hubiese visto que la advertencia de que bajara la cabeza era superflua, ya que la entrada de la cueva era capaz de admitir el paso de un hombre no muy alto montado en un caballo normal.
Durante unos diez minutos Sorenas avanzó por el subterráneo hasta llegar a un punto donde el suelo era ya de losas de piedra. Poco después,
El Coyote
le ordenó que se detuviera y le oyó abrir con llave una puerta. Un empujón le precipitó dentro de un cuarto o celda y mientras recobraba el equilibrio oyó cómo la puerta era cerrada tras él.
Jamás había sentido Sorenas un terror comparable al que experimentaba en aquellos momentos. No se atrevía a moverse, por miedo a caer en alguna trampa. Con los ojos vendados y las manos atadas a la espalda, sentíase perdido y desvalido.
Los minutos transcurrieron con la lentitud de las horas, y éstas se convirtieron en días. Con el terror atenazándole la garganta, Patricio Sorenas perdió la noción del tiempo y al cabo de tres horas de estar allí ya no sabía si habían transcurrido veinticuatro o cien. Por fin tuvo que dejarse caer al suelo, y allí, temblando de miedo y también de frío, aguardó que llegara el momento de su muerte.
Por fin oyó abrir la puerta y escuchó unos pasos. Todos sus sentidos quedaron en tensión, aguardando el disparo o la cuchillada que debía terminar con su vida. Como si comprendiese sus terrores, el que había entrado permanecía inmóvil y Sorenas sólo oía su respiración, aunque de pronto se dio cuenta de que la respiración que escuchaba no era la del
Coyote
, sino la suya propia.
De pronto una recia mano le obligó a levantarse y a salir de la celda.
Después de caminar un rato por un suelo cubierto de losas de piedra, Sorenas fue librado de su venda. La luz de vanas lámparas le hirió en los ojos, obligándole a cerrarlos.
Cuando al fin se acostumbró a aquella claridad, vio de nuevo al
Coyote
. Detrás de una mesa, sobre la que había tres lámparas, provistas de potentes reflectores, que impedían ver nada de lo que se ocultaba al otro lado, se oía un débil ruido que indicaba la presencia de una o más personas.
—¿Sabes lo que te aguarda, Sorenas? —preguntó
El Coyote
, que paseaba ante él.
—¡Perdón! —gimió el infeliz—. ¡Por favor, no me mate, señor
Coyote
!
—Por tu culpa me hirieron gravemente.
—No sabía lo que me hacía, señor.
—Fuiste a Los Ángeles, hablaste con Mateos; entre tú y él lo preparasteis todo.
—¡Él fue quien tendió la trampa!
—En Teodomiro Mateos no es ningún pecado el perseguirme —replicó
El Coyote
—. Al hacerlo cumple con su obligación. Pero tú, en cambio, al denunciarme faltaste a una ley que todos respetan. He sido siempre vuestro amigo. Y la vida es poco para pagar esas traiciones.
—Le juro que no sabía lo que me hacía… —repitió Sorenas—. No lo sabía. Además, usted nunca me había ayudado. Mi hija estaba enferma… yo quería aliviar sus penas.
—¿Vendiendo la vida de un hombre? Bonita manera. ¿Sabes cómo se venga
El Coyote
de los que le traicionan?
—Tenga piedad de mí…
—¿Es que tú la tuviste de mí? En estos momentos sólo lamentas que el disparo de Teodomiro Mateos no fuese más certero. De haberme matado, ahora tendrías diez o quince mil dólares y serías feliz.
—¡Le juro que me arrepentí en seguida! En cuanto lo hube hecho.
—¿Por qué no procuraste avisarme de que me esperaba una trampa?
—No sabía cómo hacerlo…
—Ni lo intentaste. Sorenas, te voy a castigar porque lo mereces. Y mi castigo te va a doler mucho. Vuelve a tu casa y cuando veas lo que allí te espera comprenderás cuál es mi venganza.
El Coyote
cogió el trapo con que había vendado los ojos a Sorenas y lo volvió a colocar en su sitio; luego, tomando del brazo al hombre, lo llevó, pasillo adelante, hasta la cueva que salía al campo. Desde allí lo condujo hasta la carretera y, cortándole las cuerdas que le ataban las manos, le quitó también la venda.
Era de noche y Sorenas no hubiese podido decir si era la noche del mismo día en que había sido detenido por
El Coyote
u otra posterior.
—Sigue adelante, sin volver la cabeza. Si lo haces, tropezarás con una bala.
Sorenas no se hizo repetir la orden y echó a andar apresuradamente. En media hora llegó a la vista de su casa. Durante todo el rato sólo pensó en qué venganza emplearía contra él
El Coyote
.
Cuando vio su casa, el corazón se le paralizó. La luz se filtraba por todas las ventanas y aquella exagerada iluminación le hizo temer que hubiera ocurrido alguna terrible desgracia.
Tardó casi diez minutos en decidirse a entrar. Sólo lo hizo cuando hasta sus oídos llegó, inconfundible y casi increíble, la risa de Pilar. Sí, ella reía…
Empujó la puerta y entró. En casa se encontraba su hija, doña Fermina y… Bill Himes, vestido con una elegancia extraordinaria y sosteniendo entre sus manos la de Pilar, en cuyo dedo anular brillaba un hermoso anillo.
—¡Papá! —gritó Pilar, corriendo hacia él—. ¡Oh, papaíto! Ha ganado una fortuna.
Con voz entrecortada por la emoción y por la alegría, que había hecho de ella una mujer nueva, Pilar fue contando todo lo ocurrido a su novio.
—… Y
El Coyote
, llegando a tiempo, le salvó cuando ya le iban a ahorcar acusándole de asesinar al pobre minero…
Patricio Sorenas sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. ¿Sería posible que aquella fuese la venganza del
Coyote
? ¿Cómo podía aquel misterioso hombre pagarle con un bien tan grande su infame traición?
«Vuelve a tu casa y, cuando veas lo que allí te espera, comprenderás cuál es mi venganza».
Las palabras del
Coyote
resonaron de nuevo en sus oídos. Y de pronto se dio cuenta de que no se atrevía a mirar a los ojos a su hija, ni al que debería ser su yerno, ni a la mujer cuya indiscreción le dio la base para tender la trampa contra
El Coyote
.
Aquella era la venganza, porque con su acción
El Coyote
le obligaba a sentirse avergonzado de sí mismo, a maldecir su locura y su canallada y a desear, fuera como fuese, devolver el inmenso favor recibido, porque nada podía haberle hecho tan dichoso como ver, por fin, feliz a su hija.
Después de quitarse el traje de
Coyote
, don César abandonó el sótano acompañado de su hijo. Éste miraba orgullosamente a su padre. Le había visto matar a un hombre en un momento en que no podía hacer otra cosa, pues su vida y la seguridad de todos los suyos estaban en peligro. Luego, cuando pudo castigar a un traidor, lo hizo utilizando la más honrosa de las venganzas: el perdón.
Guadalupe los vio llegar. La aventura había terminado. El peligro había quedado atrás. Ahora se presentaban unos días de paz y de esperanza, de ocultar sus sentimientos en espera de que llegara un día en que el hombre que para ella lo era todo se diese cuenta de esta realidad.
César de Echagüe apartóse de su hijo y fue hacia la terraza donde estaba Guadalupe.
—Ya le he dejado en libertad —explicó—. Se fue con un buen susto.
—Ahora bendecirá su nombre.
—No estoy tan seguro de eso, Lupita —replicó don César—. El ser humano tiene la terrible condición de pagar con odio los favores que se le hacen. Pero si no podemos cambiar a los demás, al menos podemos intentar no ser nosotros iguales que ellos. Yo he sido, también, muy ingrato.
—No… —musitó Lupe.
—Sí, Lupita. He sido muy ingrato. Y lo he sido contigo especialmente. Toda tu vida la has dedicado a servirme, a hacer lo que yo he querido, aliviar mis tristezas y a soportar mis malos humores. ¿Qué pago te he dado a cambio de todo eso?
—Yo no exigía ninguno.
—¿Ni lo exiges ahora?
Sintiendo una dolorosa opresión en el pecho, que de tan dolorosa casi era embriagadora, Lupe contestó:
—Ni ahora.
—¿Prefieres dar a que te den?
Con mirada fija en las estrellas que había en el firmamento, Lupe contestó:
—De mí depende el dar. De mí no depende el que me den. Por eso prefiero dar.
César también clavó la vista en las estrellas. Eran muchos los que creían que en el firmamento está escrito con letras de plata el pasado y el porvenir de cada uno. El pasado de Lupe y el de él los conocía. ¿Cuál sería su porvenir? ¿Marcharían los dos unidos o se separarían violentamente, como aquellas dos estrellas que un momento antes parecían brillar juntas y una de las cuales descendía en aquel instante, dejando tras sí una cola de plateadas llamas?
Cuando el sol se ocultara tras las montañas, las autoridades del penal harían colgar a Glenn Kelton por el cuello hasta que, según la frase de ritual, le llegara la muerte. Así lo había dispuesto el juez después de oír el veredicto del jurado, que, a su vez, había escuchado atentamente las declaraciones de los testigos, la acusación del fiscal y la defensa del abogado de Kelton. A la puesta del sol de aquel día de verano, Kelton moriría y dejaría saldada su deuda con la sociedad.
Entretanto, el alcaide de la prisión, de acuerdo también con la costumbre en tales casos, permitiría a Glenn que encargase lo que quisiera para su última comida. Se la servirían con la mayor atención, acompañándola de buen café, de vino, si lo deseaba, o de licor, no en cantidad excesiva, y de cigarros de los mejores. Luego le ahorcarían.
Glenn Kelton sabía esto. Tenía plena conciencia de lo que le aguardaba y había estado empleando aquellas últimas horas de vida en trazar un plan de venganza contra el hombre que debiera haberle acompañado en aquel paseo hasta el cadalso.
Kelton deseaba vengarse. Pero ¿cómo? Había empezado ya la tarde. Estaba encerrado en la celda de los condenados a muerte. No podía salir de allí, a menos que ocurriera un milagro en el cual no creía. No tenía cómplices fuera ni dentro de la cárcel. Sin embargo, estaba seguro de poder vengarse si se le permitía tener a su lado durante una hora, a un hombre. Al Hombre Que Necesitaba.
De pronto, Glenn Kelton sonrió. Y los carceleros que le observaban a través de los barrotes de la celda se asombraron de que pudiera sonreír de aquella manera.
—¡Ya está! —musitó—. Le mataré después de muerto. Le aguardaré en el infierno para decirle que he sido yo quien le ha hecho llegar hasta allí.
El reo se puso en pie y acercóse a la puerta de su celda. Miró a los vigilantes. Tenían los nervios a punto de estallar. No le extrañaba. Todos, en la cárcel, sentíanse igual. Tremendamente nerviosos. Y sólo porque él iba a morir. Cuando en las celdas se proyectara el rojo intenso del ocaso, los demás prisioneros comenzarían a gritar, a golpear las puertas de sus celdas, a hacer cuanto hacían cuando uno de sus compañeros era llevado a la muerte.