El hijo del Coyote / La marca del Cobra (9 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo del Coyote / La marca del Cobra
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Pero no podía volver a ella como un vencido.

Por eso no contestaba a las cartas que le enviaba la joven. Y para tener el valor suficiente de negarse a responder a ellas, las rompía sin abrirlas y las tiraba al fuego a medida que las iba recibiendo.

Algunas veces iba a Miner's Rock y probaba fortuna en los diversos juegos de azar. Sólo conseguía perder lo poco que tenía ahorrado y alejar cada vez más su regeneración.

En las casas de juego conoció a Pock Ryner y a Jim Talbot. Los dos se habían fijado en su mala suerte y varias veces cambiaron entre sí significativas miradas que para el joven pasaron totalmente inadvertidas.

Pock y Jim tenían dos placeres vecinos. Debían de ser los mejores, pues tanto Pock Ryner como Jim Talbot sacaban grandes cantidades de oro que depositaban en la oficina de la Wells y Fargo.

Un día Bill Himes se vio abordado por Pock.

—Estás pegado a una vena de mala suerte, ¿verdad? —preguntó el minero.

Bill admitió que, en efecto, parecía estar enganchado a la mala fortuna, pues todo cuanto tocaba se estropeaba.

—Tienes que hacer algo para librarte de esa mala fortuna —le dijo Pock—. Lo mejor que puedes hacer es cambiar de sistema. ¿Conoces al viejo Huck?

—¿El que ha encontrado hoy una pepita de seis kilos de peso?

—No es una pepita, es un peñasco —sonrió Pock—. Pues bien, el viejo Huck necesita alguien que le ayude y que cuide de su campamento. Ve a verle esta noche. Le hemos hablado de ti y está dispuesto a aceptarte como socio. Tú te encargarás de los trabajos más molestos y a cambio recibirás la mitad de lo que él encuentre. Y puedes afirmar que no existe minero más afortunado que el viejo Huck.

Bill dio las gracias por el favor. Corrió a su pobre campamento y, cogiendo su rifle, emprendió la marcha hacia el placer del viejo Huck. El llevar consigo aquel arma no fue un gesto casual, sino muy necesario, porque, como en todos los yacimientos de oro, en Miner's Rock abundaban los robos y, últimamente, los asesinatos. Era imprudente pasear de noche por aquellas desoladas tierras y hasta con armas no iba seguro el que lo intentaba. Bill Himes estaba convencido de que nadie le molestaría, porque se conocía su pobreza y ni siquiera el rifle que empuñaba era capaz de despertar la codicia de los bandidos.

El placer del viejo Huck estaba en la parte más alta, en el antiguo lecho de una cascada. Huck fue el primero en llegar a Miner's Rock y, por lo tanto, eligió el mejor sitio. Nadie lo criticaba por ello ni nadie consideraba que hubiera obrado ilegalmente al escoger un lugar tan bueno. El placer de Huck era una especie de enorme taza en la que muchos siglos antes habían caído las aguas de la cascada. Por ello, en un lecho de fina arena, que no ofrecía grandes obstáculos al trabajo de la pala y del pico, el viejo Huck había ido encontrando una fortuna en pepitas, polvo y grandes trozos de oro puro arrastrado por las aguas del primitivo río y que al caer por la cascada, se quedó allí en espera de, como decían todos los mineros, que llegara el viejo Huck a recogerlo.

Bill Himes alcanzó al fin el camino que conducía al campamento de Huck y pasó junto a otros campamentos cuyos dueños o estaban durmiendo o se habían marchado al poblado para distraer su tedio bebiendo, jugando o bailando, únicas cosas que se podían hacer allí.

En el campamento de Huck una hoguera agonizaba. La cafetera se había vertido sobre ella, apagándola casi por completo. En un lado se veía la sartén con unas lonjas de tocino a medio freír. En otro lado aparecía un gran tazón con harina preparada para las tortas.

Todo estaba sin hacer o medio hecho, y la hora no era la más indicada para ello. Bill, algo extrañado, buscó con la mirada a Huck y, no viéndole por parte alguna, fue hacia la tienda de campaña del minero.

No necesitó entrar en ella. El viejo Huck estaba tendido al otro lado de la tienda, donde no alcanzaba la escasa luz de la hoguera, y su inmovilidad era tan significativa que Bill comprendió en seguida que el hombre estaba muerto. Se arrodilló junto a él, y, de momento, creyó que la muerte le había llegado a Huck a causa de sus muchos años; pero al ir a comprobar si, efectivamente, Huck estaba muerto o desmayado, Bill sintió que la mano se le manchaba de un líquido pegajoso, ya casi frío, y comprendió, horrorizado, que el viejo había sido asesinado.

Poniéndose en pie de un brinco, Bill secóse la mano en la lona de la tienda y recogiendo su rifle escapó de allí. Regresó a su campamento y, sin detenerse más que el tiempo justo para recoger un poco de oro, siguió hasta Miner's Rock, entró en una taberna y pidió una copa de whisky.

El tabernero colocó ante él una botella y un vasito. Al ir a llenarlo, Bill derramó parte del líquido.

—Estás muy nervioso —comentó el dueño del establecimiento, tomando nota, mentalmente, del licor que se había derramado.

Bill Himes no contestó y de un trago vació el vaso, volviendo a llenarlo y a vaciarlo un par de veces sin hallar el alivio que esperaba.

Como llevado por una súbita inspiración, Bill fue a sentarse a la mesa de la ruleta y apostó todo el oro que le quedaba a un número. Era un pleno y la bolita, que tantas veces le había burlado, ahora le favoreció. Y volvió a favorecerle con débiles interrupciones durante las dos horas que siguieron.

Un mejicano sentado en un extremo del local y que se cubría casi todo el cuerpo, especialmente la cara, con un sarape de varios colores, seguía, curiosamente, la inconcebible buena racha de Bill Himes, que tenía ya ante él un montón de, por lo menos, treinta mil dólares.

Siguió Bill con su buena suerte y no advirtió la llegada de un grupo de mineros de rojas camisas que entraron en la taberna y, tras dirigir una escrutadora mirada a su alrededor, como si esperasen encontrar a alguien, al ver a Bill cambiaron significativas miradas y, con mayor seguridad, avanzaron hacia el centro del local, colocándose de forma que nadie pudiera salir sin tropezar con ellos.

Bill acababa de aumentar en dos mil doscientos dólares más su montón cuando uno de los mineros apoyó fuertemente una mano en su hombro.

—¿Qué…? —empezó Bill, volviéndose—. ¿Qué quieres?

—Tenemos que hablar contigo, Bill —replicó el minero—. Recoge tu oro y déjalo al cuidado del dueño. Él lo guardará.

—Pero ¿qué sucede? ¿Por qué queréis…?

—¿Estuviste en el campamento del viejo Huck? —preguntó el minero.

La pregunta turbó visiblemente a Bill. Por un momento pensó en decir la verdad; pero al fin movió negativamente la cabeza.

—No… No he estado.

Los mineros se miraron. La respuesta de Bill Himes era una confesión de culpabilidad.

—Te vieron allí —dijo el minero que le había hecho levantar de la mesa de juego—. Y en tu campamento se ha encontrado la gran pepita de oro que ayer consiguió el viejo Huck. ¿Dónde escondiste el resto del oro robado?

El asombro hizo enmudecer a Bill. ¿Qué significaba…? ¿Por qué le acusaban de algo que no había hecho?

En un momento quedó constituido el tribunal minero. En la misma taberna se preparó todo y a los quince minutos estaban elegidos jueces, jurados, acusador y defensor. Sobre los espectadores recaería la tarea de ejecutar la sentencia.

Como en sueños, Bill Himes escuchó los cargos que se hacían contra él. Se le acusaba, en primer lugar, de haber robado al viejo Huck la enorme pepita de oro encontrada por él. Como el robo no había podido realizarse sin recurrir a la violencia, también se acusaba a Bill del asesinato de Huck, y se exhibía un cuchillo que Bill reconoció ser suyo y que, manchado de sangre, fue hallado entre unos matorrales próximos a su campamento.

Indio Joe, perito en huellas, reconoció que varias de las encontradas en el campamento de Huck sólo podían proceder de los zapatones que calzaba Bill Himes.

Pock Ryner habló para afirmar que consideraba a Bill incapaz de cometer semejante asesinato; pero admitió que él había aconsejado al joven que fuese a ver a Huck, pues tenía la seguridad de que el viejo minero le hubiera ayudado.

Desfilaron otros testigos que aseguraron haber visto a Bill Himes dirigirse al campamento de Huck, aunque todos agregaron que no habían oído ningún grito de agonía.

Ante una sugerencia del acusador, le fueron examinadas las manos a Bill y en la derecha se encontraron, sobre todo en las uñas, huellas de sangre.

—¡Yo se lo explicaré todo! —gritó Bill—. Sí, estuve en el campamento del señor Huck; pero no lo maté. Fui allí a verle porque el señor Ryner me lo aconsejó. ¿Por qué iba a matarle?

—La respuesta es fácil —replicó el fornido minero que hacía de juez, apoyando significativamente la mano en la enorme masa de oro.

Bill se tambaleó. En los ojos del juez y en los del jurado vio cuál iba a ser la sentencia. En el tiempo que llevaba en Miner's Rock había presenciado varias ejecuciones cuyo recuerdo no se borraría en muchos años de su memoria. Sabía que era inútil suplicar, hacer protestas de inocencia, tratar de convencer a todos de que se estaba cometiendo un tremendo error. Aquella gente creía, honradamente, obrar bien, y no retrocedería un paso. Vivían en una tierra sin ley, y en cuanto demostraran alguna debilidad, los enemigos de la justicia se impondrían arrolladoramente. Por eso tenían que ser implacables. Aunque muchos habían sentido simpatía por Bill Himes, ahora le consideraban no sólo culpable de la muerte del viejo Huck, sino también de otros muchos asesinatos y robos que se habían cometido en los últimos meses.

Exigiendo silencio, el juez dirigióse a los jurados para preguntarles cuál era su veredicto en aquel caso. Uno a uno, los mineros pronunciaron la palabra «culpable». El juez se disponía a dictar ya sentencia de muerte en la horca, cuando una voz pronunció con gran fuerza la palabra:

—¡Inocente!

—¿Qué… significa esto? —preguntó el minero que hacía las veces de juez—. ¿Quién ha hablado?

—Yo —respondió la misma voz. Y el mejicano que había estado sentado en un rincón de la taberna se abrió paso por entre la masa de espectadores y llegó hasta donde estaba Bill.

Era un hombre alto, delgado, de movimientos ágiles, casi felinos. Se cubría la cabeza con un sombrero mejicano y llevaba un rico sarape a modo de embozo que no dejaba al descubierto más que la parte correspondiente a los ojos, que quedaban velados por la sombra que proyectaba el sombrero.

Todos observaron que de su cintura pendían dos revólveres cuyas fundas llevaba sujetas a las piernas.

De pronto, sus manos, que hasta entonces habían estado vacías, aparecieron armadas con los dos revólveres. Hubo un movimiento general de alarma; pero, ante el asombro de todos, el mejicano avanzó hacia Pock Ryner y Jim Talbot, a quienes obligó a volverse hacia el juez, previniendo:

—Y no sean locos, si no quieren sufrir un disgusto antes de tiempo.

Demasiado sorprendidos para reaccionar, Pock y Jim obedecieron. El mejicano enfundó el revólver que sostenía con la mano izquierda y con ella desarmó a los dos hombres, tirando sus revólveres sobre la mesa del juez. Entonces, quitándose el sarape, dejó ver la máscara que cubría su rostro.

—¡
El Coyote
…! —exclamó el juez. Y tuvo que sentarse, porque las piernas se negaron a sostenerle.

El nombre del famoso enmascarado corrió por todos los labios. También Pock y Jim tuvieron que sentarse, porque sus piernas parecían haberse vuelto de agua.

—Ya sé que me expongo mucho al venir aquí —siguió
El Coyote
, que volvía la espalda a la mayoría de los mineros—; pero sé que sois honrados y que os alegraréis de que os evite el cometer una injusticia. Ese muchacho es inocente. Os lo demostraré con sólo un detalle. Que uno de vosotros coja un hacha y descargue un hachazo contra ese oro.

Tras una breve vacilación, uno de los mineros empuñó un hacha y descargó un fortísimo hachazo contra el enorme pedrusco.

—Ya está —anunció.

—Examinad el corte —dijo el enmascarado—. ¿Es todo oro?

Pock y Jim hicieron un movimiento como para huir; pero
El Coyote
, que había vuelto a empuñar sus revólveres, los hundió significativamente en los riñones de los dos hombres.

—¡Debajo hay plomo! —exclamó el juez—. ¿Cómo es posible…?

—Creo que el dueño del almacén de Miner's Rock nos podrá decir quién le compró esta mañana varios kilos de plomo —dijo
El Coyote
.

El aludido se abrió paso, anunciando:

—Es verdad. Ryner y Talbot me compraron todos los lingotes de plomo que yo tenía. No comprendo por qué lo hicieron…

—Es muy fácil fundir el plomo, verterlo en un molde de arcilla ya preparado con la forma más o menos parecida a la de la pepita que halló el viejo Huck —siguió
El Coyote
—. Luego es aún más fácil fundir medio kilo de oro e irlo vertiendo sobre el plomo hasta darle un baño bastante grueso de oro legítimo. Una vez hecho esto, sólo era necesario llevar a Bill Himes al campamento del viejo Huck para que se le viese allí. Antes ellos asesinaron al viejo y le quitaron todo el oro que tenía escondido en algún lugar de su campamento. Guardaron la gran pepita de oro y colocaron la falsa en el campamento de Bill Himes, a quien antes le habían quitado el cuchillo con el cual cometieron el crimen. Registrad bien el campamento de estos dos canallas y encontraréis toda la fortuna del viejo.

Pock Ryner y Jim Talbot lanzaron una imprecación y quisieron precipitarse sobre sus armas, que estaban ante el juez, pero
El Coyote
, como si hubiese adivinado sus intenciones, levantó las manos y con los revólveres golpeó a la vez a los dos hombres, haciéndoles caer sin sentido. Luego fue a sentarse en la mesa del juez y esperó a que regresaran los que habían ido a comprobar si las palabras del
Coyote
eran ciertas.

Cuando el juez los vio regresar cargados de saquitos de oro y uno de ellos trayendo la legítima pepita de oro, sólo tuvo que mirar a los jurados, que aún permanecían en sus puestos, para declarar inocente a Bill Himes, con derecho a una indemnización por el susto sufrido, y culpables a los dos hombres, que al recobrar el conocimiento se habían encontrado sólidamente maniatados.

La sentencia sólo podía ser una y se cumplió en menos de diez minutos, a pesar de los alaridos y maldiciones de Pock y Jim, que sólo callaron cuando las cuerdas ceñidas a sus cuellos ahogaron su voz y su vida para siempre.

—Muchas gracias por habernos salvado de condenar a un inocente —dijo el improvisado juez, dirigiéndose al
Coyote
—. Aquellos bandidos lo habían planeado todo muy bien.

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