El hijo del Coyote / La marca del Cobra (13 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo del Coyote / La marca del Cobra
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Lo único que sacó de aquel baúl fue un magnífico reloj de oro y del bolsillo de uno de los trajes unos billetes de veinticinco dólares que su dueño debió de olvidar en él. En total se encontró en posesión de ciento veinte dólares. No era mucho; pero bastaba para las más apremiantes necesidades.

Aleccionado por su descubrimiento, Manigan ya no trató de forzar los baúles lujosos y desvió su atención hacia unas cajas que vio dirigidas a unos almacenes de San Francisco. En esto tuvo más suerte, pues se trataba de un envío de ropas confeccionadas. Entre cinco cajas que abrió pudo proveerse de unos recios pantalones, ropa interior, una chaqueta, una camisa de franela, pañuelos y otros pantalones y camisa de repuesto. Entre aquellas ropas dejó su uniforme. De otra caja sacó abundantes víveres, eligiendo los que menos abultaban, y con ellos y la ropa que se quería llevar hizo un paquete que metió en un saco de lona lleno de artículos de mercería, que encontró en un rincón.

Como no sabía si podría ir andando o a caballo, prefirió conservar sus botas del penal, despreciando otras mejores. No deseaba exponerse a que el calzado le desollara los pies.

Completó su atavío con el cinturón canana y el revólver del empleado del tren y guardó en los bolsillos el contenido de una de las cajas de cartuchos, metiendo la otra en el saco. Por último cogió el rifle, comprobó que estaba cargado y, colocándoselo en bandolera, acercóse a la puerta lateral del furgón.

La noche era muy oscura y cálida. De trecho en trecho veíanse algunas luces que indicaban casas solitarias. Necesitaba un caballo; pero no podía exponerse a adquirirlo en una población. Por ello, cuando el tren redujo la marcha iniciando la subida de una difícil pendiente, Manigan aseguróse el revólver en la funda, sujetándolo por la trabilla, que se enganchaba en el percutor. Luego esperó a llegar a un sitio desprovisto de árboles y obstáculos, saltó fuera del vagón y quedó, después de un repetido traspiés, sentado en el suelo, viendo alejarse las luces rojas que señalaban la cola del tren.

Mientras se alejaba de la vía férrea,
El Cobra
iba trazando su plan.

Lo importante era escapar de aquellos lugares y dirigirse hacia el Nido del Águila, donde encontraría un seguro refugio. En un buen caballo podría llegar allí en un par de días, y en aquella fortaleza rocosa, con los víveres que poseía y los que podría obtener, se hallaría en condiciones de resistir a todos los ataques. Mas para ello necesitaba urgentemente un caballo.

Pero esto era algo que no iba a poder conseguir todo lo de prisa que a él le interesaba, ya que en ninguna de las tres solitarias granjas que furtivamente visitó aquella noche pudo encontrar un animal capaz de llevarle velozmente sobre su lomo hasta el refugio elegido. Por fin, cuando ya iba a empezar a clarear el día, Manigan se instaló en una hondonada, detrás de unas rocas situadas en una pequeña altura desde donde podía dominar todo el terreno circundante. A los pocos minutos dormía, aunque sin que le pasaran inadvertidos los más leves ruidos.

Uno de estos ruidos le despertó a las cuatro de la tarde, y desde su escondite vio una larga línea de jinetes que recorría el valle, yendo de granja en granja. Cuando la luz del sol se reflejó metálicamente en el pecho del jinete que iba a la cabeza del grupo, Pack comprendió que el
sheriff
de aquel condado le estaba persiguiendo.

Capítulo III: Noticias para
El Coyote

Después de cerrar la puerta de la calle, la india Adelia miró un momento al enmascarado que, dentro del zaguán, acababa de descender de su caballo y lo estaba atando a una de las anillas que pendían de la pared.

—¿Qué ocurre? —preguntó al fin
El Coyote
volviéndose hacia la gruesa mujer, que era una de sus mejores agentes.

—Nada bueno, señor —replicó Adelia—. Nada bueno. Juan se lo contará todo.

La india alejóse y desapareció por una puerta. Al cabo de un momento la puerta volvió a abrirse y Juan Lugones entró en la amplia estancia. El más joven de los cuatro hermanos Lugones estaba visiblemente afectado.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó
El Coyote
.

—Leocadio… —empezó el hombre.

—¿Qué?

—Ha muerto. Le asesinaron por la espalda.

El Coyote
quedó inmóvil y durante unos minutos no pronunció palabra. Se hubiera podido creer que la noticia de la muerte de Leocadio Lugones le dejaba indiferente. Sin embargo, Juan Lugones no lo supuso ni por un momento. Sabía que su jefe no dejaría sin castigo el asesinato de uno de sus más fieles colaboradores.

—¿Sospechas de alguien? —preguntó al fin
El Coyote
.

—No tengo sospechas definidas; pero sé que pensaba ir a espiar en casa de Glenn Durham.

—¿Qué has descubierto en San Arcadio?

—Nada importante que usted no supiese ya. Leocadio sabía algo más; pero no quiso revelarlo. Tan sólo explicó que las sospechas que tenía acusaban a alguien tan fuera de toda sospecha que no podía decir nada sin antes confirmar dichas sospechas.

El Coyote
no replicó y durante unos instantes repasó, mentalmente, todo lo relativo a la misión que había llevado a los dos hermanos Lugones al valle de San Arcadio.

La ley no había entrado jamás en aquella región de la Baja California. San Arcadio había sido en primer lugar tierra de pastos, donde algunos ganaderos establecieron sus ranchos. La llegada de los buscadores de oro y con ellos la de numerosos elementos maleantes de todo el mundo, causó la ruina de los rancheros, que se vieron despojados de sus reses y al fin tuvieron que escapar del valle para salvar sus vidas. San Arcadio quedó despoblado y en los años siguientes se convirtió en refugio de cuatreros. Nadie se atrevía a ir allí y nadie molestó a los bandidos refugiados en las magníficas tierras del valle; pero en los últimos tres años, un grupo de emigrantes de Nueva Inglaterra había llegado a California y, utilizando los informes de unos tramperos, estableciéronse en el valle de San Arcadio, reconstruyendo la arruinada población del mismo nombre. Una parte de los emigrantes instaló granjas y acotó tierras para labor. Una minoría fundó ranchos. Como todo esto se hizo en un extremo del valle, los bandidos refugiados en él no opusieron resistencia ni molestaron a los campesinos; pero al cabo de algún tiempo éstos fueron aumentando y del Este llegaron numerosas expediciones de emigrantes que amenazaban con apoderarse de todas las tierras y convertirlas no sólo en campos de cultivo, sino también, y esto era lo más importante, en inhabitables para los bandidos que se habían refugiado en ellas.

Los bandidos no eran ya muy numerosos; pero en cuanto se dieron cuenta del peligro que corrían lanzáronse al ataque contra los campesinos, matando a varios de ellos y frenando su expansión por el valle. Durante mucho tiempo se combatió en el valle, y numerosos campesinos empezaron a emigrar de allí, no atreviéndose a vivir en un sitio donde sus vidas corrían tanto peligro. Seguían llegando nuevos colonos; pero los que se marchaban eran muchos más y todo parecía indicar que al fin San Arcadio sería nuevamente abandonado.

Lion O'Leary, propietario de unas tierras situadas en la confluencia de los llamados Río Alto y Río Bajo, había tratado de agrupar a todos los campesinos y de reunir el dinero suficiente para levantar una presa que permitiera llevar las aguas de los ríos a todo el valle, por medio de un sistema de acequias. Si se hubiera conseguido eso, las tierras hubieran aumentado considerablemente su valor, ya que habríanse convertido en un vergel donde, gracias al benigno clima se hubiera podido cultivar cuanto se hubiese querido. O'Leary fue asesinado y el proyecto se abandonó.

Desde Sacramento, la capital de California, se envió a un
sheriff
con el encargo de imponer la ley. A las veinticuatro horas de haber llegado allí, el
sheriff
fue hallado muerto. Su sucesor no quiso ni tomar posesión del cargo, y el valle de San Arcadio continuó en plena guerra, con ventaja para los enemigos de los colonos, con lo cual aumentó el éxodo de éstos.

El Coyote
había enviado a dos de sus hombres a investigar lo que ocurría allí. Necesitaba informes que completasen los que ya poseía. El resultado de la expedición había sido el asesinato de uno de sus mejores colaboradores.

—¿Os atrevéis a ir de nuevo a San Arcadio? —preguntó de pronto el enmascarado.

Juan Lugones le miró, sobresaltado. El largo silencio de su jefe le había impulsado a dejar vagar su pensamiento por los recuerdos de su infancia y de toda la existencia vivida en compañía de sus tres hermanos, que ahora se habían reducido a dos.

Acaso interpretando mal su sobresalto,
El Coyote
advirtió:

—No tienes ninguna obligación de aceptar, Juan. Si tienes algún reparo, dímelo y enviaré a otros.

—Quiero vengar a mi hermano —replicó, con temblorosa voz, Lugones—. Timoteo y Evelio también desean hacerlo. Pensábamos volver allá por nuestra propia voluntad.

—Perfectamente. Iréis a San Arcadio, y os pondréis en contacto con José López. Es uno de mis hombres de confianza. No le conocéis, pero él, en cambio, os conoce perfectamente y se pondrá en contacto con vosotros en cuanto lo juzgue conveniente. Seguid sus órdenes. Dentro de poco yo me trasladaré también allí y os reuniré cuando lo juzgue oportuno para conocer vuestros informes. No os presentéis como hermanos, sino como campesinos californianos que quieren aprovecharse de las tierras libres que allí se encuentran. No os alejéis del pueblo, a fin de que yo os pueda encontrar. Toma quinientos dólares. No te doy más porque no conviene que os vean con demasiado dinero. Partid esta misma noche hacia San Arcadio, pero no os deis demasiada prisa en llegar allí.

Juan Lugones guardó el dinero que le entregaba
El Coyote
, mientras éste desataba su caballo y montaba en él. Desde su montura, el enmascarado insistió:

—No toméis ninguna venganza antes de que yo hable con vosotros. Lo que descubráis guardadlo para mí o, en el caso de que lo supierais antes de mi llegada, comunicádselo a José López. No olvidéis el nombre: José López.

Juan Lugones dio su conformidad y a una señal del
Coyote
abrió la puerta y se asomó a la calle para asegurarse de que nadie podía asistir a la partida del
Coyote
; luego se volvió hacia su jefe e hizo una señal con la mano. El camino estaba libre.

*****

Guadalupe escuchó atentamente las explicaciones de don César. Una nueva aventura en la cual
El Coyote
iba a correr un riesgo enorme. Sin embargo, no expresó sus inquietudes y limitóse a prometer que para el día siguiente estaría arreglado todo el equipaje.

—Marcharé en uno de mis coches —siguió don César—. Tú y el niño me acompañaréis. Matías Alberes actuará de cochero. Para todo el mundo iremos a mi rancho de San Francisco, desde donde es posible que tengamos que dirigirnos hacia el Este en el ferrocarril. Ésta es la explicación para la gente. Yesares se reunirá con vosotros en el rancho y me reemplazará a vuestro lado en el viaje a Chicago y a Nueva York. Así nadie sospechará.

*****

Los Ángeles era todavía una población bastante tranquila, donde un acontecimiento como el dé la partida de don César de Echagüe hacia el otro extremo del continente era una noticia que merecía la atención de todos los habitantes del lugar. Cuando el coche del dueño del rancho de San Antonio se detuvo ante la posada del Rey Don Carlos, un numeroso grupo se reunió en torno al vehículo. Todos querían ver a los viajeros.

—Vayan prevenidos —recomendó Teodomiro Mateos, el jefe de la policía local—. Dicen que los indios suelen atacar los trenes.

—También dicen que los trenes van bien protegidos —sonrió César de Echagüe—. Supongo que habrá soldados y que ellos nos librarán de la desagradable necesidad de pelear con los pieles rojas.

Todos cuantos escucharon estas palabras sonrieron. Don César confirmaba una vez más su escasa combatividad y su afición a que fueran otros quienes le librasen de las obligaciones molestas.

Un par de damas de la buena sociedad local encargaron a don César la adquisición de determinadas prendas femeninas.

—Traspasen el encargo a Lupe —replicó don César—. Ella las entenderá mejor que yo.

A las once de la mañana, el carruaje arrancó dejando tras él una densa polvareda que disolvió, como por ensalmo, a la gente. Cada cual volvió a su trabajo o a su descanso y media hora después nadie se acordaba ya del viajero ni de su viaje. Hasta pasado Santa Bárbara, don César viajó en el coche. Allí una ligera avería retuvo en Gaviota al vehículo, que sólo pudo reanudar su viaje veintidós horas más tarde. Aunque en el interior del carruaje seguían viajando una mujer, un hombre y un niño, don César ya no iba allí, aunque nadie advirtió el cambio.

Poco después de la llegada, desde Los Ángeles, de Ricardo Yesares, un jinete montado en un buen caballo y llevando tras él una mula muy cargada, partía hacia Caliente, o, con más exactitud, hacia el valle de San Arcadio.

El nombre de aquel jinete, que vestía como los peones californianos, era el del José López. Por lo menos así dijo llamarse en las distintas posadas en que se fue deteniendo.

Capítulo IV: Un hombre llega a San Arcadio

San Arcadio no era, todavía, una ciudad. No era, tampoco, un pueblo. Pero era algo más que un caserío. Tenía una taberna donde se podía beber de todo, menos agua o leche; un almacén donde se podían adquirir toda clase de productos, desde cartuchos hasta armas de fuego, pasando por artículos de mercería, muebles caseros, jabón, etc. Además de estos dos importantes establecimientos, San Arcadio poseía unas cuantas casas que casi eran granjas, pues en ellas se guardaban balas de alfalfa, sacos de trigo o de cebada y avena, aperos de labranza, caballos y carros. Allí habitaban los principales agricultores. Los otros estaban desperdigados por los alrededores inmediatos a San Arcadio, ya que nadie se atrevía a vivir muy apartado de allí, pues la mayor parte del valle se encontraba en poder de los bandidos refugiados en aquellos lugares.

El forastero desmontó pausadamente, ató su caballo ante la puerta de la taberna, arreglóse el revólver, soltando la trabilla que lo mantenía sujeto dentro de la funda, y respiró hondo. Por fin se decidió a entrar en el local.

Cuando empujó la puerta ya sabía que dentro de la taberna se estaba desarrollando una violenta pelea.

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