Por fin se vieron brillar las luces del rancho de San Antonio, y Lupe sintió, por segunda vez, un gran alivio al verlas. Desviándose del camino, marcharon hacia la puerta secreta, y cinco minutos más tarde estaban los tres en el sótano.
Lupe, ayudada por Alberes, despojó a don César de su traje y, en el sótano, a la luz de tres lámparas de aceite de ballena, hizo una primera y tosca cura, encaminada, principalmente, a lograr atajar la hemorragia. Una vez conseguido esto, puso a César el traje que se había quitado para la expedición y, con la ayuda de Alberes, lo llevó hasta el salón, dejándole en una butaca, donde quedó sentado, sin sentido, pálido como un muerto.
—¡Dios mío, inspírame! —suplicó Guadalupe.
Mas en lugar de una inspiración apareció un nuevo temor. Mateos y su gente no tardarían mucho en llegar cerca del rancho y era muy probable que entrasen para averiguar si alguien había visto al
Coyote
. Se sabía en Los Ángeles que don César no sentía ninguna admiración por el famoso enmascarado, y Mateos podría solicitar su ayuda o la de sus hombres para dar una batida por aquellos lugares. Si encontraban al dueño del rancho herido, las sospechas que ya varias veces se habían despertado resucitarían con aquella prueba tan tangible.
Corriendo a su cuarto, Lupe cogió colorete del que usaban las damas que visitaban el rancho en los días de recibo y se dispuso a volver a la planta baja. Cuando iba a hacerlo, vio salir de su cuarto al hijo de don César.
—¿Qué ocurre, Lupe? —preguntó el muchacho.
—Nada —replicó, nerviosamente, Guadalupe—. Nada. Métete en tu cuarto. —Una idea súbita le asaltó. Si el muchacho decía…—. Vístete en seguida. Coge tus libros, sobre todo aquellos en que estén las lecciones que conozcas mejor, y baja salón. Papá está en peligro. Si alguien pregunta qué has hecho esta noche, dí que estuviste con él recitando la lección.
—¿Qué le ocurre? —preguntó, asustado César.
—Está herido. Date prisa.
Lupe bajó de dos en dos los escalones, entró en el salón y con ayuda de unas fuertes sales inglesas logró que don César recobrara el conocimiento. Durante unos segundos sus ojos miraron, imprecisos, a su alrededor, pero al fin, con un violento esfuerzo, logró conservar el sentido.
—Hola —murmuró—. Creí que me habían… matado.
—Está herido gravemente —replicó Lupe—. Temo que Mateos y los suyos lleguen de un momento a otro. ¿Qué haremos?
—No podemos hacer nada —murmuró César de Echagüe—. No me siento con fuerzas para nada. Y mucho menos para luchar.
—Está usted muy pálido. Hay que evitar que vean…
Mientras hablaba, Lupe había sacado el colorete y lo aplicó cuidadosamente a las mejillas de don César. En un par de minutos logró devolver a su rostro el aspecto habitual. Luego, llenando una copa de coñac, se la tendió a César, que la vació en un par de tragos.
—Puede que sea veneno —comentó—, pero de momento reconforta.
En aquel instante se oyó lo que tanto temía Lupe. Un grupo de jinetes acababa de entrar en el rancho deteniéndose frente a la puerta.
—Ya están aquí —murmuró César.
Su hijo llegó en aquel momento con los libros. Su rostro expresaba un profundo terror.
—¿Por qué has bajado? —preguntó don César.
Llamaban ya a la puerta, y Lupe, antes de dar la orden de que se abriese, advirtió a su amo:
—Diga que ha estado tomando la lección a su hijo durante todo el rato. Tú, abre el libro y, por lo que más quieras, no digas otra cosa que aquello que te dije. Explica que has estado dando la lección con tu padre.
—Pero… es que yo no entiendo… —empezó el muchacho.
—Abre la puerta, Alberes —ordenó Lupe.
El mudo marchó a obedecer la orden, mientras Guadalupe se sentaba en un sillón inmediato al de don César y cogía una olvidada labor de costura.
Cuando Teodomiro Mateos entró en el salón vio a don César cómodamente sentado en un sillón, teniendo en frente a su hijo y al lado a Guadalupe.
—¿Qué ocurre? —preguntó el dueño del rancho, sin que su voz traicionara la menor debilidad.
Pero su hijo, que, de espaldas a Mateos, le observaba, advirtió la dolorosa crispación de su mano derecha.
Mas la respuesta de Teodomiro Mateos provocó en el muchacho la más angustiosa de las sorpresas. Todo giró a su alrededor y sintióse débil y cobarde, en tanto que en sus oídos, en su cerebro y en su corazón resonaban, insistentes, las palabras del jefe de policía de Los Ángeles.
—Estamos persiguiendo al
Coyote
, don César. Le tenemos herido y pensé que podría haberse escondido aquí. Tal vez usted o alguno de sus peones pueda decirnos algo. No debe de estar muy lejos. Iba herido…
Durante casi un minuto el hijo de don César se halló incapaz de hacer el menor movimiento. El nombre del
Coyote
parecía machacarle las sienes. Y no sólo el nombre, sino la identidad del misterioso enmascarado. La voz de su padre quebró el hechizo.
—¿Otra vez
El Coyote
? —preguntó, como aburrido, don César—. No le hemos oído, ¿verdad, pequeño?
El muchacho se maldijo por tardar tanto en responder, pero en realidad lo hizo mucho antes de lo que él imaginaba. Volviéndose hacia Teodomiro Mateos, replicó:
—Yo no he oído nada.
—No creo que haya entrado en el rancho —intervino Guadalupe, guardando la costura—. Pero si usted quiere recorrer los terrenos, Matías le acompañará.
—Con su permiso, don César, prefiero registrar un poco el rancho. No la casa, desde luego; pero sí los corrales y los sembrados.
El Coyote
sabe que le tenemos muchas consideraciones a usted y puede haber elegido esta hacienda para ocultarse.
—¿Y no puede haber seguido hasta Los Ángeles? —preguntó César de Echagüe, sintiéndose a punto de perder otra vez el sentido.
—No, porque más abajo de San Antonio establecí un puesto de vigilancia en previsión de que se nos escapara. Mis hombres dicen que creyeron oír cómo un caballo abandonaba la carretera cerca del rancho. No están seguros, porque se hallaban demasiado lejos; pero, en cambio, tienen la certidumbre de que
El Coyote
no siguió hacia Los Ángeles, pues hubiera pasado ante ellos.
—¿Y no podría haberse escondido en los otros campos? —preguntó Lupe.
—Iba herido, señorita —respondió Mateos—. Tenía que buscar un sitio donde pudieran atenderle. Y aunque usted, don César, no ha sido nunca muy amigo del
Coyote
, él, por su parte, le ha salvado en un par de ocasiones.
—¿Y qué? —preguntó César, borrando la forzada sonrisa de sus labios—. ¿Es que sospecha que he acogido en mi casa a ese bandido?
—No, por Dios, no creo eso —se apresuró a decir Mateos—; pero él podría confiar en su buen corazón.
El pequeño César había abierto el frasco de sales y vertiendo unas gotas en su pañuelo, sin que lo viera el jefe de policía, acercóse a su padre y le preguntó, como si no le importara nada de cuanto allí ocurría:
—¿A qué huele esto, papá? —y le aplicó a la nariz el pañuelo.
César aspiró profundamente el penetrante aroma de las sales, hasta que las lágrimas llenaron sus ojos; luego, tirando lejos el lienzo, gruñó:
—A nada bueno. No me molestes con esas tonterías.
Pero de buena gana hubiese abrazado a su hijo, cuya ayuda le había sido providencial, ya que sentía que de nuevo iba a desmayarse… En seguida, dirigiéndose a Mateos, dijo:
—Registre el rancho, mis tierras, mis corrales y mis graneros. Si encuentra en ellos al
Coyote
, se lo regalo. —Después, volviéndose hacia Guadalupe le ordenó—: Lleva a la cama a César. Ha dado ya su lección y no es hora de que ande por el mundo.
—¡Oh, papá! —protestó el niño—. Quiero estar despierto para ver cómo detienen al
Coyote
.
—¡Acuéstate! —ordenó su padre.
Refunfuñando, el muchacho empezó a recoger sus libros. Teodomiro Mateos aprovechó la oportunidad para salir del salón. Los que quedaron allí le oyeron ordenar a sus hombres, otro grupo de los cuales acababa de llegar.
—Rodead el rancho y disparad sobre el que intente huir…
—De momento estamos salvados —suspiró Lupe, abrazando fuertemente al muchacho—. Luego, separándose de él, miró a don César, que se había recostado contra el respaldo del sillón y había entornado los ojos, acusando en su rostro el dolor de la herida.
Esto hizo recordar a Lupe que un peligro mucho más grave estaba aún por pasar.
—¡Necesitamos un médico! —exclamó.
Don César abrió los ojos y murmuró:
—Lo necesito; pero no puede venir.
—¿Por qué? —preguntó Guadalupe.
—El rancho está rodeado, hay centinelas en la carretera y, oficialmente, don César de Echagüe no necesita ningún médico.
El pequeño César acercóse a su padre y, mirándole con los ojos muy abiertos, preguntó:
—¿De veras eres tú
El Coyote
?
César miró a Guadalupe, que asintió con la cabeza.
—Sí —contestó entonces—. Yo soy
El Coyote
.
—¿Y no me lo dijiste porque tenías miedo de que yo no supiera guardar el secreto?
—Es que no te conocía, hijo mío —replicó César—. Ahora ya sé que puedo confiar en ti.
—Pero ¿cómo traeremos un médico?, —preguntó Lupe—. Lo iré a buscar…
—No. Si te viesen a estas horas en Los. Ángeles, la gente se extrañaría. No es; propio de una mujer salir a la una y media de la madrugada. Además, el rancho está vigilado.
—¡Fray Jacinto! —exclamó Lupe—. Él es medio médico. En la misión curaba a los heridos… Él podría venir…
—Se marcha mañana —dijo don César—. Cuando se llegue a Los Ángeles ya se habrá ido y yo quizá ya no necesite de ningún médico.
—Alberes lo puede ir a buscar —dijo Lupe.
—Le detendrían, o por lo menos ése es el peligro que existe —dijo don César—. Para que pudiera transmitir algún mensaje tendríamos que dárselo por escrito. Y un documento escrito que cayera en poder de Mateos sería nuestra perdición.
El problema se hacía cada vez más grave. Lupe se daba cuenta de que don César conservaba el sentido merced a un violento esfuerzo de voluntad; pero ya se advertían señales de que ni la voluntad podría seguirle sosteniendo durante mucho rato.
—Yo podría ir a buscar a fray Jacinto —dijo, de pronto, el hijo de don César—. Yo soy pequeño, conozco todos estos lugares y pasaré sin que nadie me vea. Avisaré a fray Jacinto…
—No, eso no —dijo Lupe.
César de Echagüe la atajó con un ademán.
—Sí —dijo—. Él puede hacerlo.
La alegría brilló en los ojos del niño.
—¿De veras? —preguntó, como si no pudiera creer en lo que escuchaba decir a su padre.
—Sí. Ve a Los Ángeles y procura que no te vean. Ante todo, busca a Ricardo Yesares, el dueño de la posada del Rey Don Carlos. Cuéntale lo que ha ocurrido. Dile que necesito verle lo antes posible; pero que no podrá venir antes de la mañana, pues el rancho está vigilado. Dile que avise a fray Jacinto y que le advierta que le necesito como médico. ¿Te acordarás de todo?
—Sí, papá.
—Piensa que en tus manos tienes la vida del
Coyote
—terminó César, tendiendo la mano a su hijo, que se la estrechó fuertemente.
En seguida el muchacho subió a su cuarto y se ciñó a la cintura el revólver que le había entregado su padre. Intuitivamente comprendía que de poco podía servirle aquel arma; pero con ella encima sentíase más hombre.
Cuando bajó, Lupe le cogió de las manos, como si no se atreviera a dejarle marchar; pero él tiró con suave firmeza y al fin soltó sus manos. Dirigiéndose a una puerta trasera, salió de la casa.
Durante unos segundos permaneció pegado al muro, habituando sus ojos a la oscuridad. No se divisaba a nadie; pero a lo lejos se veía ir de un lado a otro unos puntos luminosos que eran las linternas que llevaban los hombres de Mateos, que registraban el campo.
Muchas veces el muchacho había vivido en los terrenos adyacentes a la casa las aventuras que leía en los libros. Conocía palmo a palmo todos aquellos lugares y sin perder un momento dirigióse hacia una abandonada acequia que en muchos años no había sido utilizada y cuyo cauce estaba completamente seco. A ambos lados crecían cañas y laureles, y era muy fácil pasar por ella sin que nadie se diese cuenta.
Con grandes precauciones, el muchacho avanzó por allí, viendo a derecha e izquierda, a través de las cañas, las linternas de los hombres de Mateos. Procuraba no hacer ningún ruido, y así consiguió llegar, sin ser descubierto, hasta el final de la acequia, o sea hasta el muro que rodeaba la finca. Aunque la acequia seguía al otro lado, el paso estaba cerrado por una vieja, pero aún muy fuerte, reja de hierro.
El pequeño César ya contaba con aquel obstáculo, que pensaba anular escalando el muro, en el que había los suficientes agujeros para que el salvarlo fuera cuestión de pocos momentos para un muchacho tan ágil como él. Pero con lo que no contaba el hijo de don César era con que al otro lado de la pared de ladrillos se paseara un centinela que por fortuna o era muy sordo o no había oído al que ahora se encontraba encima del muro, mirándole con ojos llenos de sobresalto.
En un momento el chiquillo abandonó su puesto y volvió a encontrarse en el suelo, con el cuerpo bañado en sudor, horrorizado de haber saltado sin antes comprobar si el terreno estaba libre.
Aquél era el punto extremo de la hacienda, por el que el muchacho había confiado en poder pasar hacia el bosque sin ser visto por nadie. Más abajo estaba la carretera, o sea el punto más vigilado. Como no le quedaba otra solución, fue descendiendo pegado al muro y unos trescientos metros más abajo escaló la tapia y miró durante varios minutos a derecha e izquierda, hasta convencerse de que aquel lugar estaba completamente solitario. Ágilmente saltó al otro lado y avanzó inclinado hacia el suelo, pero atento al menor ruido. A su derecha tenía el bosque, y a la izquierda la carretera, hacia la cual fue descendiendo, alcanzándola muy por debajo del punto donde estaban apostados los centinelas de Mateos. Una vez en ella, echó a correr hacia Los Ángeles, envuelto, a aquellas horas, en una casi absoluta oscuridad.
Habiendo despedido a los últimos huéspedes, Ricardo Yesares se disponía a cerrar las puertas de su posada cuando algo le contuvo. Ese algo fue la visión de un chiquillo que corría hacia el edificio, atravesando la plaza.