—Pero si yo le hubiese amado como me sé capaz de amar, no hubiera podido resistir la impresión de su muerte —murmuró, mientras ataba una gran brazada de leña.
Cuando estuvo de nuevo en el interior de la casa, acercóse al lecho del herido. Éste continuaba inmóvil, pero se advertía a simple vista que respiraba acompasadamente. Elissa contempló el rostro de aquel hombre. En los días que vivió fuera de la cárcel, Manigan recuperó gran parte del bronceado que había perdido durante su encierro; pero en aquellos momentos estaba lívido, como si unas horas hubieran bastado para borrar su broncíneo tinte, transformándolo en aquel enfermizo color.
¿Quién era realmente aquel hombre? ¿Por qué le llamaban
Cobra
? Este apodo estaba plagado de amenazadoras sugerencias.
Cobra
…, serpiente… Sin embargo, su aspecto físico no recordaba en nada al de un reptil. Era fuerte…, más debía de parecerse a un tigre…
El galope de un caballo interrumpió sus meditaciones y, arrancándola de junto al lecho del
Cobra
, la llevó de nuevo hacia la puerta. Cuando la abrió empuñaba el revólver que fue de su padre.
Al reconocer, en el crepúsculo, al jinete, colgó el arma y abrió de par en par la puerta.
—Buenas tardes, señorita O'Leary —saludó el recién llegado.
—Buenas tardes, don
Coyote
—sonrió la joven.
—¿Cómo sigue nuestro herido?
Elissa explicó lo que el médico había contado. No era una explicación muy clara; pero
El Coyote
se dio por satisfecho.
—Lo único lamentable es que no pueda hablar —comentó—. ¡Necesitamos tanto sus informes! ¿Sabe ya lo ocurrido?
—¿Qué? —preguntó Elissa.
—Esta madrugada asesinaron a Glenn Durham.
—¿Durham?… —Elissa palideció—. ¿Cómo?…
—Le dispararon un tiro que le atravesó el corazón. La muerte fue instantánea. Luego le ataron una correa al cuello y se llevaron una gran suma de dinero.
—¿Quién le asesinó?
—No lo sé. Pero en todo el valle se da un nombre como seguro al criminal: ¡
El Cobra
!
La mirada de Elissa se volvió hacia el herido.
—¿Él? —preguntó.
—Sí.
—¿Fue él el asesino? —insistió la joven.
—Así lo sospecha todo el valle. No saben aún que
El Cobra
está aquí, y menos que se encuentra en esta casa; pero le achacan el asesinato de Durham.
—Si él le mató no hizo más que cumplir una venganza muy lógica.
—Es que yo no creo que
El Cobra
haya matado a Glenn Durham —murmuró
El Coyote
.
—¿Por qué? ¿Es que no coinciden las horas?
—Parece que sí; pero eso no quiere decir nada. Una coincidencia de unas horas puede ser casual o buscada. El mismo que disparó sobre
El Cobra
pudo hacerlo contra Durham.
—¡Dios mío! Entonces… hay alguien interesado en dirigir las sospechas sobre
El Cobra
.
—Un detalle sospechoso es el de la desaparición del dinero que Durham había recibido. Se supone que le robaron más de doce mil dólares. Ese dinero no lo robó
El Cobra
, porque en sus bolsillos no encontré más que unos sesenta dólares y un reloj de oro.
—Pero el lazo de cuero al cuello… es su marca.
—Una marca así la puede hacer cualquiera. No es una firma infalsificable. Si al menos supiéramos a quién deseaba castigar
El Cobra
.
—A Durham —dijo Elissa.
—Tal vez —replicó
El Coyote
—. Pero acaso no.
—Todo el mundo sabía que Durham era el culpable de la detención de Kelton —dijo Elissa O'Leary.
—Lo que todo el mundo cree no es siempre la verdad. ¿Qué opinión le merece el reverendo Barker?
—Mi familia es irlandesa y, por lo tanto, católica —replicó Elissa—. Él reverendo Hunt Barker pertenece a una secta muy religiosa que nada tiene que ver con mi religión.
—Eso quiere decir que no simpatiza usted con él.
—Tal vez no simpatice con sus creencias. De todas formas le creo un hombre bastante honrado o, mejor dicho, no sé nada de él que me faculte para opinar que no lo es.
—Por el valle de San Arcadio circula el rumor de que Glenn Durham nombró al reverendo Hunt Barker heredero de todos sus bienes.
—¿Y qué?
—Pues que ése podría ser un motivo para cometer un crimen y cargarlo sobre las espaldas de un hombre que ya tiene otros y que tal vez no advierta ese nuevo peso.
—¡Imposible!… No puedo creer que el reverendo Barker sea capaz de cometer un delito así.
—¿Y qué opina de Guy Pierce?
—Que es un hombre honrado a carta cabal —aseguró, en seguida, Elissa.
—¿No le cree capaz de cometer un crimen?
—No. Es hombre demasiado pacífico.
—Sin embargo, ayer noche yo le vi a punto de enfrentarse con Karl Peters cuando éste asesinó a Rex Burton. Fue el único que demostró cierto valor cívico. Tal vez lo tuvo porque sabía que Peters no dispararía sobre él. Ahora dígame qué opinión le merece Breed Connor.
—Buena.
—¿Por qué contesta así? ¿Tiene algún resentimiento contra Connor?
—No…, pero hace tiempo me pidió que me casara con él.
—¿Y qué?
—Le rechacé. Me ofreció su amistad. Eso es todo. Prefiero no hablar de él. Creo que es honrado.
—¿Es rico?
—Sí.
—¿De dónde le viene la riqueza?
—Él le podrá contestar mejor que yo.
—Otra vez tiene razón. Hablaré con él. Ahora me marcho. Evite que se enteren de la presencia de ese hombre en esta casa. Si se llegara a descubrir, le matarían acusándole de la muerte de Durham y jamás sabríamos de quién quería vengarse. No olvide que la marca del
Cobra
acusa al
Cobra
.
—Haré cuanto pueda —prometió Elissa.
Cuando
El Coyote
se hubo marchado y la joven volvió al interior de la casa vio sobre la mesa un fajo de billetes de cinco dólares que había dejado
El Coyote
sin que ella lo advirtiese.
Elissa los guardó y preguntóse de nuevo quién podía ser aquel misterioso enmascarado cuyo nombre era famoso en toda California. ¿A qué habría ido allí? ¿Qué beneficios esperaba obtener de su intervención?
Un ligero quejido de Manigan la llevó junto al lecho, haciéndole olvidar todo lo relativo al
Coyote
y a su misterio.
*****
A falta de local mejor, la reunión se celebró en la taberna de San Arcadio. Los principales habitantes del valle fueron citados por el reverendo Hunt Barker. Y en aquellos momentos casi todos estaban ya reunidos allí. Entre los presentes veíase a Guy Pierce, a Breed Connor, a los que estuvieron presentes en el asesinato de Burton, a los tres Lugones, al llamado José López y a numerosos campesinos que habían acudido en respuesta a la llamada del reverendo Barker.
Éste, de pie detrás de una mesa colocada sobre una tarima, los contempló un momento a todos.
—Faltan algunos —dijo—; pero creo que ya es hora de que empecemos a discutir nuestros asuntos.
Hubo un murmullo de asentimiento y al fin el pastor empezó:
—Ayer noche un hombre fue asesinado en este mismo lugar. Esta madrugada un querido amigo nuestro ha sido también asesinado. Ni uno ni otro son los primeros crímenes que se cometen en estos lugares; pero si la muerte de Rex Burton pertenece de lleno a lo que era costumbre que ocurriese aquí, en cambio, el asesinato de Glenn Durham señala la aparición de un nuevo asesino contra quien, como ya previne, tendremos que unirnos.
—¿Por qué? —preguntó Connor.
—Porque nuestras vidas van a correr nuevo peligro —replicó Barker.
—No opino yo igual —declaró Breed Connor—.
El Cobra
vino a matar al hombre que hizo posible la detención de Glenn Kelton. ¿Por qué ha de seguir cometiendo asesinatos? Lo lógico es que después de haber matado al hombre a quien tenía elegido, siga su camino.
—O se una a los bandidos que durante tanto tiempo han estado en guerra con nosotros —interrumpió Barker—.
El Cobra
es un hombre cruel en cuyo corazón anida el ansia de matar. Volverá y elegirá nuevas víctimas para saciar sus malos instintos.
—Yo opino que no —insistió Breed Connor—. Estoy seguro de que se halla ya muy lejos de aquí.
—Yo presiento que se halla muy cerca —replicó Barker—. Y creo que todos sabemos ya quién es
El Cobra
, aunque hasta ayer noche no le hubiéramos visto nunca.
Advirtiendo un murmullo de expectación entre los que le escuchaban, Barker hizo una teatral pausa y luego agregó:
—El hombre que ayer noche se nos presentó bajo el disfraz de Charles Daly era
El Cobra
. No tengo pruebas, pero sé que era él. ¿Dónde está? ¿Adónde se dirigió después de salir de aquí? Estad seguros de que se marchó a casa del pobre Durham y le asesinó, robándole luego su dinero…
Un creciente vocear en el exterior interrumpió al reverendo Barker, quien, como todos, miró hacia la puerta de la taberna, por la que entraban varios hombres trayendo en unas improvisadas angarillas el cuerpo de otro hombre.
—Es Fay Emerson —dijo uno de los que llegaban.
Y en el asombrado silencio, sus próximas palabras resonaron con estremecedora claridad:
—¡Le ha matado
El Cobra
!
La mano del que hablaba señalaba la garganta del muerto, en torno a la cual se veía atada una delgada correa.
Evelio Lugones buscó la mirada de José López y leyó en sus ojos, a la vez que asombro y disgusto, cierto alivio, como si aquel nuevo crimen le librara de una terrible sospecha.
Todos se agruparon en torno al cadáver de Emerson. La muerte se había producido por estrangulación. El que antes había hablado, explicó:
—Lo encontramos junto al camino, tal como está. Como ya estaba helado, no intentamos hacer nada por reanimarle. Es el muerto más muerto que he visto.
—¡Otra vez
El Cobra
! —exclamó Barker.
—¡Era lo que nos faltaba! —gritó otro campesino—. Yo no aguanto más en este maldito lugar. Me marcho mañana por la mañana.
—¡Y yo también! —gritó otro—. Si nos quedamos aquí terminaremos asesinados. Fay Emerson deja mujer y cuatro hijos. ¿Qué será de ellos?
—Podemos ayudarles —dijo Breed Connor—. Yo ofrezco el dinero que necesiten para salir adelante hasta que puedan sacarle provecho a sus tierras.
—¿De qué le pueden servir sus tierras a una mujer cargada de hijos pequeños? —preguntó el que había mencionado a Fay Emerson—. No podrá hacer nada con ellas hasta que sus hijos estén en edad de cuidarlas, o sea, dentro de diez años por lo menos.
*****
A la mañana siguiente se escuchó en las calles de San Arcadio el chirriar de las ruedas de dos pesadas galeras arrastradas cada una por cuatro caballos. Dos familias más renunciaban a la lucha contra el terror que imperaba en el valle. Los Gaymer y los Ross huían de la muerte; pero antes se detuvieron en casa de la viuda de Emerson.
—Si quiere, la aguardaremos hasta después del entierro —dijo Gaymer.
La señora Emerson, vestida ya de negro, movió negativamente la cabeza.
—No —contestó—. Fay tenía puestas muchas ilusiones en estas tierras. Decía que algún día serían un paraíso para nuestros hijos. Si huyera me haría el efecto de que le traicionaba.
—Existen otras tierras —dijo Ross—. Lugares más seguros. Venda sus propiedades y acompáñenos. Breed Connor se las comprará.
—Ya lo sé —contestó la mujer, cuyos enrojecidos ojos parecían mirar muy lejos—. Me ha ofrecido dinero; pero no un hogar para mis hijos. Yo seguiré aquí.
—Piense en el peligro que corre.
—¡Ojalá pudiera estar junto a Fay!
—¿Y quién cuidará sus tierras? —insistid Ross.
—Dos hombres se han ofrecido a hacerlo.
Al decir esto, la viuda señaló a Timoteo y a Evelio Lugones, que estaban trabajando en la continuación de las tareas que Fay Emerson había interrumpido la noche anterior para marchar hacia muerte.
—Piden muy poco y me dan mucho —siguió la mujer—. Dios me los ha enviado.
Ross y Gaymer inclinaron la cabeza. El valor que demostraba aquella mujer les humillaba; pero ya no podían volver atrás. La noche anterior habían vendido sus tierras a Breed Connor, a quien desde hacía tiempo le interesaban por estar cerca de las suyas. No les había pagad todo su valor; pero era mejor perder un poco que perderlo todo.
Cuando las galeras reanudaron la marcha, la viuda de Emerson entró de nuevo en la propiedad y se acercó a los Lugones.
—¿Están seguros de que desean hacer esto? —les preguntó.
—Segurísimos —contestaron los dos.
—Es que tengo tan poco dinero que no podré pagarles lo que merecen.
—Ya le dijimos que no se apurase por el pago —sonrieron los dos hermanos—. En realidad nos hace un favor permitiendo que la ayudemos.
Un jinete llegaba en aquellos momentos en dirección a la casa, y la mujer fue a su encuentro. Era Guy Pierce.
—Hola, Clara —saludó el campesino—. Ross me ha dicho que piensas quedarte aquí.
—Es verdad —contestó la señora Emerson.
—Es una locura —declaró Pierce—. Te expones a que ese bandido haga contigo lo mismo que hizo con Fay.
—En el fondo de mi alma yo se lo agradecería —replicó la mujer.
—Vende tus tierras y trasládate a San Francisco. Allí podrás abrir una casa de huéspedes y ganarte la vida con menos dificultades.
—Ya te debió de decir Ross cuáles eran mis motivos para quedarme. Desde que los expuse no he variado en ningún momento de opinión. Ahora te agradeceré que me acompañes al pueblo. Si no fuese por los niños, no me habría movido de allí. Pero tenía la obligación de cuidarlos.
Cuando en una vieja carretela la viuda y sus hijos, acompañados por Guy Pierce, partieron hacia San Arcadio, los Lugones abandonaron sus herramientas agrícolas y cogiendo sus fusiles entraron en la casa. Apostados en lugares opuestos, vigilaron atentamente los solitarios campos que se extendían alrededor de la casa. La noche anterior habían recibido órdenes del
Coyote
y las estaban cumpliendo.
El reverendo Barker estaba vuelto de espaldas al improvisado altar de lo que él llamaba su capilla. Sólo un crucifijo identificaba la santidad del lugar. Frente a él se hallaba el sencillo ataúd que guardaba los restos mortales de Fay Emerson, cuyas honras fúnebres estaban celebrando.