El hijo del Coyote / La marca del Cobra (19 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo del Coyote / La marca del Cobra
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—¿Que si he visto alguna vez un billete…? Claro que he visto billetes de mil dólares.

—¿Incluso de éstos? —y López mostró, dobladas, las dos mitades del billete que encontró en su bolsillo y en el del bandido que fue muerto por Juan Lugones.

El tabernero lo miró un momento. En seguida inclinóse hacia debajo del mostrador, abrió la caja de caudales y al incorporarse mostró a López nueve billetes de mil dólares.

—Si no me equivoco muchísimo, ese billete debe de ser el ciento veinte mil cuatrocientos ochenta y tres o cuatrocientos noventa y tres, o sea el anterior a éstos o el posterior.

—Es el ochenta y tres —respondió César de Echagüe—. ¿Cómo lo sabe?

—Creo que yo era el único del valle que tenía diez billetes de mil dólares. Sus numeraciones eran correlativas. Un día alguien me pidió que le cambiase un billete de los míos por mil dólares en otros billetes. Pensé que se trataba de un capricho y lo cambié.

—¿Quién necesitaba un billete completo de mil dólares? —preguntó López.

—El reverendo Hunt Barker. Dijo que quería enviar dinero a cierto pueblo o ciudad. No sé. Me pidió un billete de mil para hacer un envío. A cambio me dio mil dólares en toda clase de billetes. ¿Ocurre algo?

Don César, bajo su aspecto de José López, movió negativamente la cabeza. Y volviéndose hacia el anuncio de los rifles Winchester, preguntó, señalando:

—¿Recuerda lo que hice esta noche?

—Sí —contestó el tabernero—. Una hermosa demostración de tiro al blanco.

—Bien. Pues no lo olvide. Y en cambio olvídese de todo lo que le he preguntado.

—¡Oh! —El tabernero tragó saliva con mucha dificultad—. Claro… Desde luego.

—Esta noche —siguió don César—, alguien metió un papel en mi bolsillo. ¿Se fijó en quién lo hacía?

El tabernero vaciló visiblemente. Al fin pudo tartamudear:

—No… no me fijé.

—El reverendo estaba en la taberna —comentó López—. ¿Fue él?

Minúsculas gotas de sudor comenzaron a perlar la frente del tabernero. Inclinándose hacia López, susurró:

—¡Por Dios… no me pregunte nada!

Como sin oírle, López siguió:

—De una cosa estoy seguro, amigo mío. Y es de que usted, de todos, era el único que no estaba en condiciones de meterme la mano en el bolsillo. El que hizo eso —prosiguió— me entregó una nota firmada con sólo una «C».

—¿
El Cobra
?

—No.
El Cobra
no ha cometido ninguno de los asesinatos que se le achacan. Quien los está cometiendo es el hombre que metió su mano en mi bolsillo y a quien usted conoce. Si me dice su nombre le inutilizaré antes de que siga causando más daños; si no quiere decírmelo se expondrá a seguir el mismo camino que siguieron Burton, Emerson, Peters y otros.

—No me atrevo —jadeó el tabernero—. Si es él… me encontraría desamparado ante su venganza… Nadie me apoyaría…

—Se olvida usted de un amigo que le ayudará con todas sus fuerzas, que son muchísimas.

—¿Quién?


El Coyote
—dijo en voz baja César.

—¿
El Coyote
? Tal… vez. Pero
El Coyote
no ha podido, aún, vencer al
Cobra

—Ya le he dicho que
El Cobra
no ha cometido ninguno de esos asesinatos. La serpiente contra quien tenemos que luchar no es una cobra, es una víbora…

—Sí que lo es. Una víbora maldita. Si yo pudiera hablar con
El Coyote
y él me convenciese de que me ayudaría…

—Puede hablar con él cuando quiera… —empezó César. Iba a agregar que él era
El Coyote
, pero en el mismo instante tuvo la impresión de que alguien le miraba fijamente a la espalda. Sin que su propia voluntad influyera en el movimiento, saltó a un lado, yendo a caer de rodillas en el suelo, de espaldas al mostrador.

Pero el peligro del que había huido no le amenazaba directamente. Se oyó un disparo de rifle y un anaranjado fogonazo brilló en la puerta de la taberna.

Sin pronunciar ni un grito, el tabernero desplomóse de bruces sobre el mostrador. Sus manos intentaron, en vano, aferrarse a la resbaladiza superficie de caoba; en seguida perdieron su fuerza y todo el cuerpo resbaló hacia atrás, quedando oculto.

César había empuñado su revólver y estaba parapetado tras el grueso tablero de una de las mesas. Pero su situación no tenía nada de agradable. Cierto que podía impedir la entrada al asesino, pero también era cierto que tan pronto como intentara salir de detrás de su barricada quedaría expuesto a los disparos de su enemigo, ya que seis lámparas de petróleo alumbraban aún la sala. Con aquella iluminación sería un suicidio intentar salir de allí, pues en cuanto cruzara la puerta de la calle quedaría silueteado contra el luminoso fondo y convertido en fácil blanco para un adversario protegido por la oscuridad exterior. Claro que era muy posible que el primer disparo de su enemigo fallara y que entonces él saliendo fuera pudiese vencerle antes de darle tiempo a repetir el disparo. Sin embargo, un paso así sólo debía darse cuando no quedaba otra probabilidad de salvación. Y en aquellos momentos aún quedaban muchas.

Como era muy escasa la distancia que le separaba del mostrador, César decidió ir a averiguar qué había sido del tabernero. Dos saltos de mono le condujeron junto al dueño del establecimiento, que estaba tendido en el húmedo suelo. Su boca había sido cerrada para siempre.

Viendo un revólver colocado sobre un estante, César lo empuñó y, después de asegurarse de que estaba cargado, empezó a disparar contra las seis lámparas. Cada disparo destrozaba una de ellas, apagándolas, y al sexto el interior de la taberna quedó en la más completa oscuridad. Saliendo de detrás del mostrador, César fue, dando un rodeo, hacia la salida. Había dejado el revólver del tabernero y ahora empuñaba el suyo.

Con la mano movió la puerta de la taberna, entreabriéndola. Como esperaba, no sonó ningún disparo. Si el asesino estaba fuera, debía de haber previsto aquello. En la oscuridad brillaron los blancos dientes de don César, al sonreír. Lo que iba a hacer a continuación no lo esperaba el criminal. Éste prevería otro movimiento de la puerta para atraer algún disparo que denunciase su presencia, pero en cambio…

De un salto César se encontró en el exterior, marchando pegado a la pared de la taberna y protegido por los postes que sostenían el tejadillo que daba sombra y protección al porche.

Inmediatamente don César comprendió que el asesino había huido en seguida, pues ni un disparo fue dirigido contra él. Durante cinco minutos aguardó, protegido por la oscuridad. Luego, admitiendo que otra vez había sido burlado por su enemigo se dispuso a entrar de nuevo en el local; pero lo retrasó un momento al oír aproximarse a un jinete. La luna, que hasta entonces había estado oculta por densas nubes, asomóse lo suficiente para revelar la identidad del que se aproximaba. Era Evelio Lugones.

Cuando éste reconoció a López lanzó un suspiro de alivio.

—¡Me alegro de encontrarte! —exclamó, agregando en voz baja—:
El Cobra
está delirando y pronunciando una serie de nombres. Tal vez convendría que
El Coyote
lo supiese.

—Antes tenemos que hacer algo más importante —dijo López—. Desmonta y entremos en la taberna. Han asesinado al dueño.

Entraron y Evelio encendió una lámpara que aún estaba entera. Con ella en la mano siguió a su compañero hasta detrás del mostrador. Cuando la luz de la lámpara cayó sobre el cuerpo del tabernero, César de Echagüe sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo. En torno al cuello del muerto se veía una correa atada fuertemente.

—¡
El Cobra
! —exclamó Lugones.

—No seas imbécil —replicó López—.
El Cobra
no ha hecho esto.

—¿Cómo es posible que exista un canalla como el que hace todo esto?

—Bástenos con que exista, no busquemos explicaciones que nada aclaran.

De pronto, don César recordó algo. El tabernero le había mostrado nueve billetes de mil dólares que luego guardó en un bolsillo del pantalón. Mentalmente revivió la escena. En seguida arrodillóse junto al cadáver y le registró los bolsillos. ¡Estaban vacíos! ¡Y también estaba vacía de dinero la caja de caudales que el tabernero debió de dejar abierta al sacar de ella los billetes!

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Lugones.

—Continúa el juego —murmuró López—. Pero el asesino cometió un error. Debía haberme matado a mí y luego al tabernero. Pudo hacerlo; pero se equivocó.

—¿Cómo le ató la correa al cuello? —preguntó Evelio.

—Entrando por la puerta trasera mientras yo le creía esperándome en la calle. Debe de conocer muy bien todo el interior de la taberna y pudo trabajar a oscuras. En cuanto hubo atado la correa y tuvo en su poder el dinero, escapó por donde había entrado.

—Timoteo me contó lo ocurrido en casa de Connor —dijo Evelio—. Os librasteis por verdadero milagro.

—Sí, fue un milagro que Connor no nos matase y que luego no muriese él a consecuencia de la trampa que le fue tendida. Es la única ocasión en que los planes de ese asesino han fallado.

—Cuando se enteren de que también el tabernero ha sido asesinado por
El Cobra
va a haber una desbandada general —dijo Lugones—. Ningún campesino querrá quedarse aquí.

—No les criticaré si se van —dijo López—. Salgamos. Vuelve a casa de Elissa O'Leary y pídele que anote todos los nombres que pronuncie Manigan. Tal vez observando los que pronuncie más veces averigüemos algo. Yo voy a ver al
Coyote
.

Cuando montaban a caballo escucharon, a no muy lejana distancia, cuatro disparos de revólver. Espoleando sus caballos, dirigiéronse los dos hacia el lugar donde parecían haber sonado los disparos. Al llegar ante la casa de Guy Pierce vieron a éste en camisa de dormir, de pie en el umbral de la puerta y empuñando un arma. En el aire se notaba aún el irritante, olor de la pólvora quemada.

—¿Qué sucede? —preguntó López.

—¡
El Cobra
! —gritó Pierce—. Iba a entrar y disparé sobre él. Le vi huir y seguí disparando. Estoy seguro de que le herí, porque cayó al suelo; pero otro que iba con él le ayudó a montar a caballo y a escapar.

—¿Cómo sabe que era
El Cobra
? —preguntó López.

Por toda respuesta señaló el suelo, junto a una ventana. Allí se veía, como una serpiente enroscada, una larga tira de cuero.

—La destinaba a mi cuello —tartamudeó Pierce—. ¡Es horrible!

Capítulo VIII: Días de calma

Ocho familias más abandonaron el valle de San Arcadio cuando se conoció la noticia de la muerte del tabernero y del ataque contra Pierce. Fueron inútiles los esfuerzos del reverendo Barker, los de Connor y los del mismo Pierce. Los fugitivos estaban aterrados y no sólo cedieron el campo, sino que vendieron por unas cantidades ínfimas sus tierras. Breed Connor compró la mayor parte y Pierce se quedó con otras.

Después de la marcha de los campesinos el valle quedó en paz, y aunque las inquietudes de sus habitantes eran muy grandes, fueron transcurriendo los días y las noches sin que ocurriese nada anormal ni se cometiera ningún otro asesinato. El mejicano Ribera se hizo cargo de la taberna. Poco a poco la calma fue volviendo, después de la terrible racha de muertes violentas.

Juan y Timoteo Lugones seguían trabajando en las tierras de la viuda Emerson. Evelio se pasaba todo el día en casa de Elissa O'Leary, adonde algunas noches iba
El Coyote
con la esperanza de que el herido hubiese recobrado el conocimiento y pudiera pronunciar el nombre que él necesitaba; pero aunque en su febril desvarío, Manigan pronunciaba muchos nombres, algunos pertenecientes a los habitantes del valle, otros completamente desconocidos, ninguno de ellos ofrecía una pista clara.

—No comprendo cómo puede resistir tanto —comentó Elissa, una noche en que ella y
El Coyote
estaban sentados junto al lecho del herido—. Sólo bebe agua y un poco de caldo. ¡Pobre hombre!

El Coyote
la miró interrogadoramente.

—¿Por qué le compadece? —preguntó.

—Debe de haber sufrido mucho. A veces nombra a su madre…

—La perdió cuando tenía nueve años, o sea demasiado pronto —explicó
El Coyote
.

—¿Cómo lo sabe?

—Sé muchas cosas, aunque no todas las que quisiera saber —sonrió el enmascarado.

—¿Qué sabe de él?

César sonrió. Sin que ella se diera cuenta, Elissa se estaba interesando cada vez más por el herido que estaba a su cargo. Su femenina debilidad se transformaba en anhelada energía en comparación con la forzada invalidez del herido. Aquel hombre fuerte era como un niño en sus manos, y el maternal instinto que es parte integrante y fundamental de toda mujer se estaba desarrollando vigorosamente en ella. El día en que Manigan quedase curado, Elissa O'Leary se sentiría autora del milagro de su salvación. ¿Qué transformación sufriría entonces el instinto maternal? Si no podía sentirse dominadora del hombre que ya estaría lejos del peligro, ¿qué sentimientos anidarían entonces en su alma?

—¿Qué sabe de él? —repitió Elissa.

—Su historia no es agradable. Su padre murió cuando él tenía dos años y medio. Cuando cumplió los cinco años, su madre volvió a casarse. Lo hizo por no saber cómo salir adelante. Necesitaba el apoyo de alguien. Para el niño fue una tragedia que se acrecentó cuando murió su madre. Su padrastro no sentía ninguna simpatía por él y sólo le conservó en su casa para explotarlo en los trabajos agrícolas. Cuando el padrastro se casó de nuevo, las cosas cambiaron. La nueva mujer sintió piedad del huérfano y durante dos años, con sus cuidados, le hizo olvidar sus pesares y le dejó entrever una nueva vida. Un día su padrastro le echó de casa.

—¿Por qué?

—Por celos. Sospechaba o temía que el chico le arrebatara el cariño de su mujer. Aquello destrozó la vida y la moral de Manigan. Fue dando tumbos por el mundo y no siempre marchó bien encaminado. Un día mató a dos hombres, fue juzgado y, aunque no tenía amigos, el jurado sólo le declaró culpable de homicidio. El juez le condenó a la pena máxima que se admitía para el delito y amonestó al jurado. Si no hubiera huido de la prisión, se hubiese revisado su causa.

—¿Le habrían condenado a muerte? —preguntó, asustada, Elissa.

El Coyote
negó con la cabeza.

—No. A lo más que se puede llegar en una revisión es a confirmar la condena anterior. No se puede condenar a una pena más grave; pero yo sé que de la revisión hubiera salido libre.

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