Más tarde llegó hasta él la noticia de que
El Coyote
andaba por los montes gravemente herido y perseguido por la gente de Teodomiro Mateos. Esta noticia le hizo abrigar nuevas sospechas y el temor de haber ayudado al
Coyote
.
Pero algo más tarde supo que casi al mismo tiempo que él era visitado por aquellos extraños seres,
El Coyote
había asaltado una farmacia, se había aprovisionado de medicinas y elementos para curar heridas y había escapado.
Por último, supo que se había encontrado ropa del
Coyote
y huellas de que se había estado curando junto a una fuente. A su pesar, el doctor Oviedo sintióse defraudado. El haber extraído una bala disparada por un marido celoso le resultaba menos emocionante que la posibilidad de haber curado al
Coyote
.
Pero ¿cómo podía haber curado al
Coyote
si éste se encontraba en plena montañas, acorralado por la gente de Teodomiro Mateos, que, olvidando su afición a vestir con elegancia y a pasear por la plaza, andaba por los alrededores de Los Ángeles, sin afeitar, con el traje sucio de polvo y desgarrado por los zarzales, mientras en su corazón anidaba el deseo de vengarse de aquel tiro que por poco interrumpe definitivamente su carrera policíaca?
Patricio Sorenas no había dormido en toda la noche. Cuando sonaron los primeros disparos dio por muerto al
Coyote
y comenzó a deleitarse con la idea del dinero que iba a llegar a sus manos; pero cuando, casi junto a su puerta, sonaron las imprecaciones de Teodomiro Mateos y sus órdenes de perseguir al
Coyote
, Sorenas sintió como si le hubiesen volcado encima un cubo de agua helada.
Al principio había sentido remordimientos. Al fin y al cabo, como Judas, había vendido la vida de un hombre por unas monedas. Claro que su caso no era el mismo de Judas. Él ni siquiera conocía al hombre a quien vendía. No le tenía que estar agradecido ni le prometió fidelidad.
Tan pronto como la emboscada fracasó y
El Coyote
escapó de la trampa tan alevosamente preparada, Sorenas olvidó los remordimientos y comenzó a alimentar los más intensos temores.
Había oído hablar demasiado de la listeza del
Coyote
, para dudar, ni un momento, de que el misterioso personaje sabría averiguar quién le denunció a Mateos. Alguien le había dicho, mucho tiempo antes, que
El Coyote
había clavado con tres cuchillos, contra una puerta, a un traidor. Uno de los cuchillos atravesaba su mano derecha, el otro la izquierda y el tercero, que había sido el último, le atravesó el corazón. Pero antes de llegar a ese final, el desgraciado había aullado durante dos horas, mientras
El Coyote
, frente a él, se reía de su angustia. Otros le habían dicho que eso era mentira, y que
El Coyote
nunca martirizaba a sus víctimas; pero, en aquellos instantes, Sorenas estaba seguro de que si
El Coyote
llegaba a saber que la denuncia había partido de él, no vacilaría en hacerle morir de la manera más atroz que se le ocurriese.
Así fue llegando el día. El pobre Sorenas estaba bañado en sudor y, aunque se sabía incapaz de hacer nada con ella, sostenía con temblorosa mano una pistola de dos cañones debidamente cargada. La había cogido para confortarse, mas en vez de encontrar alivio en el contacto del arma, había hallado una angustia mayor, la de saberse incapaz de dispararla contra
El Coyote
si éste llegaba a pedirle cuentas de lo que había hecho.
A la mañana siguiente, con los ojos amoratados por la noche en vela, salió de la casa. Doña Fermina fue a su encuentro, anunciando, desolada, que el pobre
Coyote
no había podido cumplir su promesa, porque el
terrible
señor Mateos había averiguado misteriosamente que el enmascarado pensaba ir a verla, y que, con gran desconsideración, había tendido una trampa ante su propia casa.
—Los tiros no me han dejado dormir. Creo que nunca he pasado un susto semejante, señor Sorenas.
Patricio Sorenas replicó que también él había estado muy inquieto. Deseando terminar aquella conversación que ponía al rojo vivo sus inquietudes, alegó que tenía que ir a cuidar su campo y separóse de la mujer.
Pero no fue a su campo. Por nada del mundo se alejaría en mucho tiempo de los lugares habitados, especialmente de aquellos a los que no se atrevía a acudir
El Coyote
.
Pero ¿y si
El Coyote
, bajo su aspecto verdadero, se presentaba ante él y le apuñalaba valiéndose de que él no podría sospechar que tuviese enfrente al terrible enmascarado?
Durante la mañana se fueron sabiendo noticias de la persecución del
Coyote
. Aunque no se había podido culpar a nadie, sabíase con toda certeza que varios campesinos habían ayudado al
Coyote
a escapar de los que le perseguían. Después también se supo que
El Coyote
había estado escondido cerca del rancho de San Antonio, de donde, en cuanto se hubo curado, escapó audazmente, burlando a los hombres apostados casi junto a él, a quienes sorprendió con su inesperada aparición. Las últimas noticias que se recibieron fueron las de que
El Coyote
había comprado vendas y medicinas y que había ido a curarse muy lejos.
A eso de las doce se encaminó hacia el rancho de San Antonio para recoger lo que don César le había ofrecido. Le recibió una de las criadas, que fue a consultar a Guadalupe acerca de lo que se debía dar a Sorenas.
Lupe estuvo a punto de estallar en improperios contra aquel sinvergüenza, que, después de traicionar a su bienhechor, aún tenía la desfachatez de ir a mendigar allí. Luego, recordando que Sorenas no podía ni remotamente imaginar quién era, realmente,
El Coyote
, ordenó que le sirvieran determinados alimentos.
Cuando Sorenas salía del rancho, cargado con un cesto lleno de víveres, oyó unos disparos. Al volver la cabeza vio al hijo de don César practicando con un revólver contra una tapia.
El pequeño César de Echagüe estaba muy satisfecho de los progresos que había hecho desde que empezó a disparar el día antes. Poseía ese instinto esencial que es el que ha formado a los buenos tiradores, o sea el de apuntar mentalmente, sin necesidad de utilizar los ojos, de forma que casi sea el cerebro el que dirija las balas a su destino.
Había consumido ya una caja entera de cartuchos y empezaba la segunda, cuando una voz, tras él, comentó:
—¡Magnífica puntería, muchacho!
César volvióse y vio ante él a un desconocido. Nada, en su aspecto ni en su vestimenta, le distinguía de los yanquis que vivían en California. De su cintura pendía un revólver de gran calibre, que iba en una funda mejicana.
—Estoy aprendiendo —respondió el muchacho.
—Pues cuando sepas no habrá quien se ponga delante de ti. ¿Quién te ha enseñado a tirar tan bien?
—Mi padre.
—¿Eres hijo de don César?
—Sí.
—Déjame ver tu revólver, Parece un juguete; pero ya sé que es capaz de matar tan eficazmente como cualquier otro.
César prestó su revólver al desconocido, que lo examinó con fingida atención, preguntando luego:
—¿Me permites probarlo?
Sin esperar la respuesta del muchacho hizo un par de disparos contra el blanco que el hijo de don César había pintado en la pared y falló exageradamente.
—No me encuentro con este revólver —dijo, devolviéndolo—. Cuando seas mayor tú tampoco podrás utilizarlo y preferirás uno de mayor calibre. ¿Hay alguien enfermo?
Lo inesperado de la pregunta desconcertó al muchacho, que se encontró con una afirmación a flor de labios. Pudo contenerla con un esfuerzo y, negando con la cabeza, declaró:
—No… Nadie. ¿Por qué vamos a estar enfermos?
—Me había parecido ver al doctor García Oviedo. Pero debí de equivocarme. Estaba de vigilancia por orden de don Teodomiro Mateos. Luego iré a Los Ángeles e interrogaré al doctor. Quizá él pueda aclararme el misterio.
El muchacho estaba deseando poder entrar en la casa para anunciar el peligro. Cuando el centinela de Mateos se despidió de él con un: «Hasta la vista», no aguardó más que el tiempo necesario para verle doblar un recodo del jardín y casi corriendo entró en su casa, subió al cuarto donde estaban su padre y Lupe y entrando anunció, con voz temblorosa:
—¡Papá! Había un centinela que vio llegar al doctor. Me lo ha dicho hace un momento y me ha preguntado si alguien en casa estaba enfermo.
Don César se hallaba tendido en la cama y una gran palidez inundaba su rostro, viva señal de los sufrimientos pasados. Las palabras de su hijo acentuaron aquella palidez, y también la de Guadalupe, que se puso en pie, tirando al suelo la labor que tenía entre las manos.
—¡Dios mío! —exclamó Lupe—. ¡Es horrible! ¿Qué va a ocurrir?
El muchacho explicó todo lo que le había dicho el hombre a quien encontró en el jardín, a la vez que preguntaba:
—¿Puede pasar algo malo?
La respuesta no llegó de su padre, sino de la puerta hacia la que estaba vuelto de espaldas. Fue afirmativa.
—Sí, pequeño, pueden ocurrir muchas cosas malas si yo hablo.
El pequeño César lanzó un grito de terror que hizo comprender a su padre y a Lupe quién era el hombre que estaba en la puerta con un revólver en la mano y la mirada irónicamente fija en don César.
—Está usted en un mal atolladero, don César de Echagüe —siguió el hombre—. Desde aquí veo casi la herida que le causó nuestro jefe. Esta vez le será muy difícil convencernos de que no es usted
El Coyote
, don César.
Mientras hablaba, el hombre había entrado en la habitación, desprovista ya de las sábanas que habían encubierto su aspecto, tan conocido del doctor Oviedo, y cerró la puerta, explicando:
—Así, sin que nadie pueda oírnos, hablaremos con más confianza y tranquilidad. Si alguien me oyese estaría usted perdido, don César.
—No sé de qué está hablando, ni comprendo lo que hace en esta casa —replicó César de Echagüe—. Le agradeceré que se marche sin obligarme a ordenar a mis criados que le echen a puntapiés.
—Bien, don César, bien. Es usted hombre de nervio. No le gusta reconocerse vencido y aún cree tener algunos triunfos en la mano; pero esta vez los triunfos están todos en mi poder. Si quisiera podría hacerle detener dentro de un momento.
—¿Qué ventajas le reportaría eso? —preguntó, fríamente, César.
—Veinticinco mil dólares. Para mí es mucho.
—Para mí no. Le doblaré la cantidad si promete marcharse a China por algún tiempo y olvidar lo que ha averiguado.
El pequeño César había retrocedido hasta su padre y, de súbito, notó que una mano de éste tropezaba con la culata de su revólver.
—Triplíquela y quizá podamos entendernos. Me interesa más el dinero que la suerte del
Coyote
.
—Cincuenta mil es lo más que puedo dar —respondió don César.
Guadalupe vio cómo su mano se había cerrado en torno de la culata del revólver que llevaba el muchacho. Comprendió la vacilación que demostraba
El Coyote
. Temía que sus fuerzas le traicionaran, o que alguna de las balas que se disparasen hiriera al niño. Al mismo tiempo se daba cuenta de lo peligroso de su posición al no poder justificar de ninguna manera una herida de bala en los momentos en que se perseguía encarnizadamente al
Coyote
y en que se le sabía mal herido.
—Ponga sesenta mil y desaparezco de California —propuso el hombre—. Nunca más volverá a saber de mí y le prometo que no le molestaré. Para usted sesenta mil dólares no es nada en comparación con lo que perdería.
César y Lupe, que no apartaban la vista del rostro de aquel hombre, leyeron en él que su intención era la de correr a denunciar a don César tan pronto como hubiera recibido el pago de su silencio.
Durante unos segundos, cada uno de los reunidos en el cuarto de Don César se esforzaba por conocer las intenciones de los otros. Este estado de cosas se truncó cuando, súbitamente, el agente de Teodomiro Mateos recordó que el muchacho llevaba encima un revólver que en aquellos momentos podía estar al alcance de la mano de su padre.
—¡Apártate de ahí! —ordenó, dirigiéndose al hijo de don César.
El muchacho obedeció, tembloroso; pero cuando él se apartó de su padre, lo hizo dejando en su mano el pequeño revólver del 32, con el que don César empezó en seguida a disparar contra su adversario, que sólo tuvo tiempo de apretar el gatillo una vez, enviando la bala a perderse contra el suelo.
El momento más terrible de la vida del pequeño César de Echagüe había sido aquel en que vio a su padre herido de una gravedad que él desconocía, pero que intuía como mucho mayor de lo que era en realidad. Pero aquel momento quedó olvidado ante el horrible espectáculo de la muerte de un hombre que unos segundos antes había estado ante él lleno de vida, de malos deseos, con voz que ahora se había convertido en un gorgoteo ininteligible… Por los ojos de su mente pasaron hasta los más nimios detalles de aquella tragedia. Vio cómo el hombre se inclinaba hacia delante, cómo se disponía a disparar, cómo en su garganta cobraba forma una imprecación que se transformaba en un gemido de agonía.
Pero, sobre todo, quedaría para siempre en su recuerdo el erizante choque de las balas contra la carne. A pesar de que las detonaciones le habían ensordecido, entre ellas oyó cómo los proyectiles de plomo se abrían camino hacia el corazón de un hombre que ahora estaba caído en el suelo, con los ojos muy abiertos, pero ya ciegos, y el pecho cubierto de sangre.
Al fin, no pudiendo soportar más aquella tensión que le parecía estar durando varias horas, cuando apenas habían transcurrido unos pocos segundos, el muchacho, con la garganta irritada por el humo de la pólvora, corrió hacia Guadalupe y se refugió en sus brazos, rompiendo en convulsivos sollozos.
Lupe le dejó desahogarse unos minutos; luego, obligándole a levantar la cabeza, le dijo:
—Por favor, César, debes ayudarnos.
Ese hombre quería hacernos daño a todos. A tu padre, a mí y también a ti. Si alguien te pregunta si has escuchado unos disparos, di que se te disparó tu revólver.
El rostro del muchacho estaba mojado por las lágrimas, que se habían repartido por toda la cara. Sollozaba convulsivamente, y al mirar otra vez el cadáver del agente de Mateos, empezó a lanzar un histérico gemido. Don César inclinó la cabeza. Estaba temiendo que su hijo, en adelante, viera en él a un asesino; pero la raza del muchacho era de las mejores, y ahogando el gemido y tragándose los sollozos, fue hacia su padre y tendió la mano hacia el revólver que don César aún empuñaba.