El hijo del Coyote / La marca del Cobra (8 page)

Read El hijo del Coyote / La marca del Cobra Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: El hijo del Coyote / La marca del Cobra
4.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Dame… que lo… guarde… —murmuró.

Y aunque al tomarlo tuvo la impresión de que cogía un hierro candente, el hijo de don César guardó el arma en la funda, se secó las lágrimas y salió del cuarto, evitando rozar el cuerpo que había tendido en el centro de la habitación.

Nadie parecía haber oído los disparos. Durante el resto de la tarde el muchacho permaneció sentado al pie de un árbol con la mirada fija en el cuerpo sin vida que había dejado tras él, en el dormito de su padre… del
Coyote
.

Capítulo IX: Prosigue la caza

Cuando su hijo hubo salido de la habitación, don César miró a Guadalupe y comentó:

—Ha sido demasiado terrible para él. Sin embargo, no podía hacer otra cosa. De poder confiar en ese hombre le hubiera dado lo que me pedía.

—Hubiera sido inútil —murmuró Lupe, cubriendo con una manta el cadáver y cerrando con llave la puerta—. Le hubiese denunciado o le habría estado sacando dinero continuamente.

—¡Pero haber tenido que matar a un hombre delante de mi hijo…! Eso es algo que el muchacho no olvidará mientras viva.

—Es demasiado inteligente y bueno para no comprender y perdonar —murmuró Lupe—. Avisaré a Alberes para que se lo lleve.

Salió del dormitorio y regresó al poco rato acompañada del criado mudo. Éste cargó con el cadáver, después de envolverlo en la manta que lo cubría, y encaminóse al sótano para enterrarlo en el bosque tan pronto como se hiciera de noche. Luego volvió con un cubo lleno de agua y limpió las manchas de sangre.

Al poco rato de haberse marchado Alberes subió fray Jacinto. Había oído los disparos, notó el olor a pólvora quemada; pero no quiso preguntar nada. Por una vez practicaba el sistema del avestruz, que él tanto había criticado. Escondía la cabeza para no ver la verdad y no tener que escandalizarse de ella.

Examinó cuidadosamente la herida, hizo algunos comentarios acerca del buen curso que parecía llevar, y, sin quedarse a charlar, salió de la habitación.

—Ha adivinado algo —murmuró César.

—Era inevitable —replicó Lupe—. Se nota mucho el olor a pólvora. Luego quemaré un poco de incienso chino.

—¿No te produzco horror a veces, Lupe? —preguntó don César.

La mujer movió la cabeza. ¿Cómo podía preguntarle don César aquellas cosas? ¿Es que no se daba cuenta de cuáles eran sus sentimientos hacia él? ¿Cómo podía ser tan ciego? O, ¿lo era realmente? ¿No sería que no quería ver la realidad que comprendía tan bien como la habían comprendido otros?

Lupe sintió deseos de echarse a llorar. ¿Por qué? No hubiese podido explicarlo. Y aunque hubiese podido no habría querido hacerlo. Estaba segura de que las lágrimas la aliviarían. Sin embargo no lloró. Mirando a don César, dijo de pronto:

—Todas las mujeres estamos un poco locas. Unas más, otras menos, pero todas lo estamos.

—¿Por qué dices eso, Lupe? —preguntó César, recostándose contra los mullidos almohadones apilados a su espalda.

—No sé. Tal vez lo digo porque yo también estoy loca. Hace muchos años que no he hecho otra cosa que sentir penas y tratando de no tener en cuenta mis alegrías; pero no me haga caso. Estoy nerviosa. Debe de ser por lo que ha ocurrido… Sí… es por eso… Por el peligro que… que hemos corrido… O, tal vez, por el que aún estamos corriendo. Cuando Mateos eche de menos un agente… ¿le buscará aquí?

—¿Por qué ha de buscarlo aquí? Creerá que se ha marchado a otro lugar, o que ha sufrido un accidente. Lupe… quiero cambiar de habitación. Ésta la cerraremos. Así el pequeño podrá entrar a verme cuando quiera. Aquí no lo haría sin tener siempre la impresión de que el fantasma del primer hombre a quien ha visto matar iba a lanzarse sobre él. Estoy seguro de que se considera algo culpable de su muerte.

—Bien… así lo haré —dijo Lupe.

Estaba muy nerviosa y cuando se acercó a la cama para arreglar el embozo las manos le temblaban convulsivamente. Tanto, que el herido las cogió entre las suyas y, mirándola a los ojos, le preguntó:

—¿Qué te está ocurriendo, Lupe?

—¡Por favor, no me haga caso! —suplicó Lupe, saliendo a toda prisa del cuarto.

Al quedarse solo, don César pensó una vez más en las palabras de fray Jacinto. ¡Demonio de hombre! ¿Habría estado acertado en lo que había dicho? Pero él no veía en Lupe más que a la niña que conociera antes de salir de California para ir a completar sus estudios. Una niña que siempre le había mirado como a un dios, cosa que a él le había complacido muchísimo. Pero había pasado ya tiempo más que suficiente para que Lupe dejara de ser una niña, aunque a veces aún le seguía mirando como a un dios o, por lo menos, siempre se demostraba dispuesta a obedecer el menor y más arbitrario de sus caprichos.

Haciendo un esfuerzo recordó algunos detalles de lo ocurrido la noche anterior. Lupe había acudido a su encuentro, para salvarle, y cuando le encontró le habló como nunca le había hablado…

Lanzando un suspiro, don César decidió no seguir pensando en aquellos problemas. Eran demasiado complicados para un hombre a quien unas quince horas antes le habían extraído del cuerpo una bala de plomo del calibre 44, que, de haber sido disparada con un poco más de puntería, hubiese representado el final de una vida de emociones y aventuras.

Pero ¿qué le había dicho Lupe al encontrarle en la carretera? Cada vez le interesaba más saberlo; mas cuando, al cabo de media hora, Guadalupe regresó a la habitación, César no le preguntó nada. Estaba seguro de que ella no le querría decir la verdad.

*****

Durante casi todo el día los habitantes de Los Ángeles pudieron ver a Ricardo Yesares frente a su establecimiento o dentro de él atendiendo a los clientes. Se le vio vestido con su habitual corrección, y en mangas de camisa, ayudando a descargar barriles de vino que llegaban después de doblar el Cabo de Hornos. Incluso se le vio subido a una alta escalera limpiando la muestra de la posada del Rey Don Carlos.

Y a nadie se le ocurrió pensar que Ricardo Yesares estuviese herido. Por lo tanto, tampoco se le ocurrió a nadie que al limpiar con unos algodones y trapos blancos la sangre de unos conejos que debían ser guisados, estuviera preparando las huellas que debían marcar el paso del
Coyote
por Santa Mónica.

Mientras Teodomiro Mateos rondaba por los alrededores de la fuente donde se encontró la chaqueta del
Coyote
, algunos rancheros de Santa Mónica vieron al
Coyote
con el brazo derecho en cabestrillo, y uno de ellos encontró nuevas vendas manchadas de sangre.

Al día siguiente, Teodomiro Mateos trasladó su campo hacia Santa Mónica. Cada vez más aferrado a la idea de detener vivo o muerto al
Coyote
, no quiso hacer caso de los consejos de quienes suponían que
El Coyote
sólo deseaba burlarse de él y hacerle ir de un lado a otro, entreteniéndole para impedirle realizar algunas gestiones más provechosas.

—Mientras persiga al
Coyote
no se le ocurrirá visitar a don César de Echagüe —comentó César, dirigiéndose a fray Jacinto—. Es una estrategia muy sensata. Mientras la liebre corre, el cazador no piensa en buscar su madriguera; pero cuando la liebre se esconde, el cazador empieza a buscar su escondite, utiliza perros de buen olfato y escucha hasta el menor ruido.

—Es cierto: pero ese hombre que ocupa su puesto se expone mucho.

—Se juega la vida como yo me la jugaría en su favor —respondió César—. Lo importante es que Mateos no abandone la caza antes de que yo esté en condiciones de moverme.

—¿Qué hará cuando pueda salir de casa? —preguntó el franciscano.

—Un viaje. Y luego llevaré a cabo una venganza.

—¿Contra quién?

—Contra el hombre que quiso ganar el premio que se ofrece por mi cabeza.

—¿Cree que hará bien vengándose? —preguntó el fraile.

—Haré justicia.

Fray Jacinto inclinó la cabeza. No dijo nada; pero cuando se levantó tenía en los ojos una expresión de profunda tristeza.

*****

Durante una semana, Teodomiro Mateos anduvo jugando a la gallina ciega con
El Coyote
. Desde Santa Mónica pasó a San Gabriel, donde se había visto al
Coyote
. Luego se le vio en San Bernardino, donde asaltó a mano armada una farmacia, de la que se llevó hilas, gasas, algodones y otras medicinas. La descripción que el farmacéutico hizo del hombre que le robó, correspondía, punto por punto, a la del
Coyote
.

—De día se esconde —dijo Mateos a sus subordinados—. Busca un escondrijo seguro y allí permanece descansando. Luego, al llegar la noche, reemprende el camino.

A la noche siguiente, casi de madrugada, se vio al
Coyote
en San Fernando, y hacia allí cabalgó Mateos, que lucía ya una abundante barba. Fueron registradas la misión y las casas del pueblo, y no se halló otro rastro que unos trapos manchados de sangre abandonados, junto con algunas medicinas, al pie de una fuente.

La última vez que se vio al
Coyote
fue en San Gabriel. Como durante dos noches no apareciera en ningún otro sitio, Mateos batió con más intensidad aquellos lugares, seguro de que tenía acorralado al
Coyote
.

Pero, al fin, cuando ya no recibió ninguna noticia, el abatido jefe de policía tuvo que regresar a Los Ángeles y para desquitarse de las penalidades sufridas mientras anduvo persiguiendo al enmascarado, aquella noche cenó en la posada del Rey Don Carlos. Concedióse un opíparo banquete y, a la hora de pagarlo, fue sorprendido con la agradable noticia de que don César de Echagüe, antes de marcharse, había abonado todo el gasto del jefe de policía.

—¿Dónde está don César? —preguntó Mateos a Yesares.

—Cenó en su reservado y al marcharse le vio a usted y me encargó que anotara todo el gasto a su cuenta —respondió Yesares.

Nadie había visto a don César en Los Ángeles y mucho menos en la posada; pero si don César hubiese querido presentar un testigo de su estancia en aquel lugar, hubiera podido recurrir a Teodomiro Mateos, que hubiese jurado haber visto a don César allí, afirmando, incluso, haber hablado con él.

Entretanto, por todo Los Ángeles y alrededores corría la noticia de que
El Coyote
se había burlado de nuevo de Teodomiro Mateos.

Otra noticia corría también por Los Ángeles. Se refería a la identidad del que había denunciado al
Coyote
. Los californianos, que se estaban contagiando de las costumbres americanas, comenzaron a cambiar apuestas acerca de los días que le quedaban de vida a Patricio Sorenas Ni por casualidad hubo nadie que no apostara a que
El Coyote
haría pedazos al traidor.

Patricio Sorenas, enterado de lo que se decía y con motivos sobrados para creer que
El Coyote
no le perdonaría, vivía encerrado en su casa, sin salir ni a comprar tabaco ni a buscar lo que don César le había ofrecido. Se pasaba la noche y el día temiendo oír el galope del caballo del
Coyote
y presintiendo su presencia en todos los rincones de su casa. El pavor de Patricio hizo olvidar a Pilar Sorenas sus propias amarguras, y ella, que tanto consuelo necesitaba, tuvo que consolar y esforzarse en tranquilizar a su padre.

Sin embargo, nada ni nadie podía salvarle de la venganza del
Coyote
, y esto lo sabían todos, hasta Patricio Sorenas, que estaba viviendo una terrible agonía.

Capítulo X: La justicia del
Coyote

Transcurrieron los días sin que se produjera la venganza. Patricio Sorenas comenzó a alimentar la esperanza de que
El Coyote
no se hubiese enterado del nombre de su denunciante. Doña Fermina recibió un día un mensaje de Sacramento. Se trataba de un grueso sobre traído por la diligencia y en su interior la mujer encontró seis mil dólares y una tarjeta en la que iba, tan sólo el dibujo de una cabeza de coyote. En aquella ocasión la señora fue más prudente y no dijo nada a nadie, aunque todos supusieron que
El Coyote
le había enviado el dinero que estaba invirtiendo en levantar de nuevo su hacienda.

Patricio Sorenas consiguió averiguar de dónde procedía el dinero y, ya seguro de que
El Coyote
se había olvidado de él, comenzó a vivir su vida normal. Al principio había creído observar que Guadalupe le trataba con marcado desprecio; pero pronto advirtió que la mujer le recibía siempre igual y le entregaba lo que don César había ordenado que se le diese.

Pilar Sorenas seguía su vida de monótono trabajo, cada vez más pálida, con la sonrisa cada día menos espontánea, hasta que desapareció por completo y ya no volvió a florecer más.

Durante muchas semanas el hijo de don César revivió, en sueños, el drama que había presenciado. Casi todas las noches le despertaban los disparos que hizo su padre, y siempre, al despertar, registraba con la mirada el suelo, temiendo ver en él aquel cadáver que había sido el primero que sus ojos contemplaran.

Una vez su padre le llamó. Don César ya salía a pasear y parecía restablecido.

—Debo marcharme por unos días —le dijo—. Volveré pronto.

—¿Adónde vas? —preguntó el muchacho.

—Voy en busca de un hombre que me servirá para vengarme del que traicionó al
Coyote
.

El hijo de don César hubiera querido hacer más preguntas, pero su padre le interrumpió con un ademán y una sonrisa.

—¿Qué quieres que te traiga de San Francisco? —preguntó.

Y sin esperar a que el niño le respondiese, César subió a su nueva habitación, se cambió de ropa y aquella misma noche partió hacia San Francisco.

*****

Bill Himes no había hallado lo que buscaba. Fue a Miner's Rock con la esperanza de que, como tantos otros, se haría rico en pocas horas. Todos los buenos placeres estaban ya ocupados, y el joven se tuvo que conformar con la explotación de los que ya habían sido abandonados por poco productivos. Encontró oro; pero en tan reducida cantidad, que en dos meses no había ahorrado ni lo necesario, para pagarse el viaje de regreso a Los Ángeles.

Por eso, Bill Himes había decidido ya no volver nunca más a la población que había abandonado con la esperanza de poder regresar a ella cargado de riquezas.

No es que no pensara en Pilar. Durante las noches, mientras fumaba sentado frente a la hoguera las llamas dibujaban su rostro. Cuando iba al arroyo a buscar agua, veía en el líquido cristal, junto al suyo, el reflejo de la cara de Pilar. En las horas de intenso sol, cuando de la tierra parecía elevarse una temblorosa neblina, entre los destellos de luces veía a Pilar.

Other books

No Romance Required by Cari Quinn
The Cornish Affair by Lockington, Laura
Elizabeth Mansfield by A Very Dutiful Daughter
Death Sentences by Kawamata Chiaki
The Shining Ones by David Eddings
The Wooden Shepherdess by Richard Hughes
The Demolishers by Donald Hamilton