»—En nuestro bosque no hay monos —le dije yo—, y sobre todo encadenados. Confiésame de dónde lo ha venido eso.
Benedetto confesó su mentira y la acompañó de detalles que hacían más honor a su imaginación que a su veracidad. Me irrité, y se echó a reír. Le amenacé y se retiró dos pasos.
—Tú no puedes pegarme, no tienes derecho a ello, no eres mi padre.
Siempre ignoramos quién le reveló ese fatal secreto, que con tanto cuidado le habíamos ocultado. En fin, de todos modos, esta repuesta en la cual el muchacho se rebelaba abiertamente, me espantó. Mi brazo casi levantado, volvió a caer sin tocar al culpable. El muchacho salió victorioso y esta victoria le dio tal audacia, que desde aquel momento todo el dinero de Assunta, cuyo amor hacia él parecía aumentarse a medida que era menos digno de él, se gastó en caprichos. Cuando yo estaba en Rogliano, las cosas iban bastante bien, pero apenas hube partido, Benedetto quedó dueño de la casa, y todo empezó a ir de mal en peor. De edad de once años escasos, todos sus camaradas los había elegido entre jóvenes de dieciocho a veinte años, lo más calaveras de Bastia; por algunos incidentes, la justicia nos había avisado repetidas veces.
Yo estaba asustado. Cualquier informe podía tener fatales consecuencias. Precisamente pronto me iba a ver obligado a salir de Córcega para una expedición importante. Reflexioné largo tiempo, y con el pensamiento de evitar grandes desgracias, me decidí a llevar conmigo a Benedetto. Esperaba que la vida activa y laboriosa del contrabandista, la disciplina severa del Norte, cambiarían este carácter pronto a corromperse, si es que ya no lo estaba del todo.
»Llamé, pues, aparte a Benedetto y le hice la proposición de seguirme, rodeando esta proposición de todas las promesas que pueden seducir a un niño de doce años.
Me dejó hablar hasta el fin, y cuando hube acabado, soltó una carcajada diciendo:
»—¿Estáis loco, tío? —pues así me llamaba cuando estaba de buen humor—. ¿Yo cambiar la vida que llevo con la que vos lleváis, mi excelente holgazanería por el horrible trabajo que os tenéis impuesto? ¿Pasar la noche al frío, el día al calor, ocultarse sin cesar, recibir tiros sin cesar y todo esto por ganar un poco de dinero? Dinero tengo yo cuanto quiero; madre Assunta me da todo lo que le pido, bien veis que sería un imbécil si aceptase lo que me proponéis.
»Me quedé estupefacto ante esta audacia y este razonamiento; Benedetto siguió jugando con sus camaradas, y lo vi a lo lejos señalándome a ellos como si yo fuera un idiota.
—¡Oh! ¡Niño encantador! —murmuró Montecristo.
—¡Ah!, si hubiese sido mío —respondió Bertuccio—, si hubiese sido mi hijo, o por lo menos mi sobrino, yo le hubiese corregido sus vicios, pero la idea de que había matado al padre me hacía imposible toda corrección. Di buenos consejos a mi hermana, que siempre salía en defensa del desgraciado, y como me confesó que muchas veces le habían faltado sumas considerables, le indiqué un lugar donde podría ocultar nuestro pequeño tesoro.
»En cuanto a mí, mi resolución estaba tomada. Benedetto sabía leer, escribir y contar perfectamente, porque cuando por casualidad quería dedicarse al trabajo, aprendía en un día lo que otros en una semana. Mi resolución, como digo, estaba tomada. Yo pensaba emplearle de secretario en algún buque, y sin avisarle, hacerle venir conmigo una mañana y llevarlo a bordo; de este modo, recomendándole al capitán, todo su porvenir dependía de él.
»Una vez dispuesto este plan, partí para Francia.
»Aquella vez debían efectuarse todas estas operaciones en el golfo de Lyón, y eran cada vez más difíciles, porque estábamos en 1829. La tranquilidad reinaba por doquier, y por consiguiente el servicio de las costas era entonces más regular y más severo que nunca. Esta vigilancia estaba aún aumentada momentáneamente por la feria de Beaucaire que acababa de empezar.
»Nuestra primera expedición se efectuó sin ningún tropiezo. Amarramos nuestra barca, que tenía un doble fondo, en el que ocultábamos nuestras mercancías de contrabando, en medio de una cantidad de bateles que bordeaban ambas orillas del Ródano desde Beaucaire hasta Arlés. Llegados allí, empezamos a descargar nuestras mercancías prohibidas, y a hacerlas pasar por medio de las personas que estaban en relaciones con nosotros, o de posaderos, en casa de los cuales las íbamos depositando. Ya fuese que el buen éxito nos hubiese hecho imprudentes, ya que fuimos delatados, una tarde, a las cinco y media, cuando volvíamos a reanudar nuestro trabajo, uno de nuestros espías llegó azorado, diciendo que había visto un grupo de aduaneros dirigirse hacia este lado. No era precisamente el grupo lo que nos daba miedo. A cada instante, sobre todo a la sazón, compañías enteras rondaban por las orillas del Ródano, pero eran las precauciones que según decía el muchacho tomaban para no ser vistos. En seguida estuvimos alerta, pero era ya muy tarde. Nuestra barca era evidentemente el objeto de las pesquisas; estaba rodeada. Entre los aduaneros vi algunos gendarmes, y tan tímido a la vista de éstos, como valiente era de ordinario a la vista de cualquier otro cuerpo militar, deslizándome por una tonelera, me dejé caer en el río, después nadé entre dos aguas, no respirando sino a largos intervalos, de suerte que sin ser visto llegué al canal que va de Beaucaire a Aigues Mortes. Una vez aquí, me había salvado, porque podía seguir este canal sin ser visto. No era por casualidad y sin premeditación por lo que seguí este camino. Ya he hablado a vuestra excelencia de un posadero de Nimes que había establecido una posada en el camino de Bellegarde a Beaucaire.
—Sí —dijo Montecristo—, lo recuerdo; ese hombre era también, si no me engaño, vuestro asociado.
—Eso es —respondió Bertuccio—, pero después de siete a ocho años había cedido su establecimiento a un antiguo sastre de Marsella, que, luego de arruinarse en su oficio, quiso probar fortuna en otro. Además, las relaciones que teníamos con el primero siguieron con el segundo. A este hombre fue a quien yo iba pedir asilo.
—¿Y cómo se llamaba? —inquirió el conde, que parecía volver a tomar algún interés en la relación de Bertuccio.
—Llamábase Gaspar Caderousse, casado con una de Carconte, y que nosotros no conocemos bajo otro nombre que el de su pueblo. Era una pobre mujer atacada de una penosa enfermedad que la iba llevando al sepulcro. En cuanto al hombre, era un sujeto robusto, de cuarenta a cuarenta y cinco años de edad, que más de una vez nos había dado pruebas, en circunstancias apuradas, de su presencia de espíritu y de su valor.
—¿Y decís —preguntó Montecristo—, que esas cosas sucedían en el año…?
—Mil ochocientos veintinueve, señor conde.
—¿En qué mes?
—En el mes de junio.
—¿Al principio o al fin?
—El día tres, por la noche.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, el tres de junio de 1829… Bien, proseguid.
—A Caderousse, pues, era a quien tenía que pedir asilo, pero como por lo regular no entrábamos en su casa por la puerta que daba al camino, decidí no alterar las costumbres, salté el vallado del jardín, me escurrí por entre los olivos y las higueras, y entré temiendo que Caderousse tuviese algún viajero en su posada, en una especie de caramanchón, en el que más de una vez había pasado la noche tan bien como en la mejor cama. Este caramanchón no estaba separado de la sala común del piso bajo más que por un tabique de tablas un poco entreabiertas a propósito, a fin de poder avisar que estábamos allí.
Mi intención era, si Caderousse se hallaba solo, avisarle de mi llegada, cenar con él y aprovecharme de la tempestad que se avecina. Iba, para llegar a las orillas del Ródano y cerciorarme de lo que había sido de la barca y de los que iban en ella. Me deslicé, pues, en el caramanchón y me alegré de no haber dado la señal, pues en el mismo momento vi a Caderousse que entraba en su casa con un desconocido.
Me agazapé allí y esperé, no con la intención de sorprender los secretos de mi huésped, sino porque no podía hacer otra cosa; además, diez veces había ya sucedido un caso semejante.
El hombre que iba con Caderousse era evidentemente extranjero en el Mediodía de Francia; era uno de esos negociantes que vienen a vender joyas a la feria de Beaucaire, y que, en un mes que dura la feria, donde se reúnen mercaderes de todas partes de Europa, hacen algunas veces negocios de ciento cincuenta mil francos.
Caderousse entró el primero.
Al ver la sala vacía como de costumbre, guardada sólo por el perro, llamó a su mujer.
—¡Eh…! Carconte —dijo—, el buen sacerdote no nos había engañado, el diamante era bueno.
Una exclamación de alegría se oyó, y casi al mismo tiempo la escalera crujió bajo un paso vacilante y pesado.
—¿Qué dices? —preguntó más pálida que una muerta.
—Digo que el diamante era bueno. Aquí tienes al señor, uno de los primeros joyeros de París, que está pronto a darnos cincuenta mil francos por él. Solamente que para estar más seguro de que el diamante es nuestro, me ha pedido que le cuentes, como ya lo he hecho yo, de qué manera vino a nuestras manos. Mientras tanto, caballero, sentaos, si gustáis, y como el tiempo está algo caluroso, os voy a traer algo con qué refrescar.
El joyero examinó detenidamente el interior de la posada y la visible pobreza de los que iban a venderle un diamante digno de un príncipe.
—Contad, señora —dijo, queriendo sin duda aprovecharse de la ausencia de su marido para que ninguna señal de parte de éste influyese en la mujer, y para ver si entre ambas relaciones encajaban la una con la otra.
—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo la mujer—, es una bendición del cielo que estábamos muy lejos de esperar. Imaginaos, caballero, que mi marido tuvo relaciones en 1814 ó 1815 con un marino llamado Edmundo Dantés. Este pobre muchacho, a quien Caderousse había olvidado completamente, no lo ha olvidado a él, y al fallecer le ha dejado el diamante que acabáis de ver.
—¿Pero cómo llegó a ser poseedor de ese diamante? —preguntó el joyero—. ¿Le tenía cuando entró en la prisión?
—No, señor; pero en la prisión trabó conocimiento con un inglés muy rico —respondió la mujer—, y como cayó enfermo su compañero de prisión y Dantés le cuidó como si hubiese sido su hermano, el inglés, al salir de la cautividad, dejó al pobre Dantés (que menos feliz que él murió en la prisión), este diamante que nos legó a su vez al morir, y que se encargó de entregarnos el digno abate que vino esta mañana a cumplir con su encargo.
—Bien. Las dos historias concuerdan —murmuró el joyero—, y después de todo, bien puede ser verdad, aunque parezca inverosímil a primera vista. Sólo resta que nos pongamos de acuerdo sobre el precio.
—¡Cómo! —dijo Caderousse—, yo creía que habríais consentido en el precio que yo pedía.
—Es decir —replicó el joyero—, que yo he ofrecido cuarenta mil francos.
—¡Cuarenta mil! —exclamó Carconte—, por ese precio no se lo damos. El abate nos ha dicho que valía cincuenta mil francos el diamante solo.
—¿Y cómo se llamaba ese abate? —preguntó el infatigable joyero.
—El abate Busoni.
—¿Era un extranjero?
—Creo que era un italiano de los alrededores de Mantua.
—Mostradme ese diamante —repuso el joyero—, que a veces juzgo mal las piedras a primera vista.
Caderousse sacó de su bolsillo un estuchito negro, lo abrió y lo pasó al joyero. Al ver el diamante, casi tan grueso como una nuez pequeñita, recuerdo que los ojos de la Carconte brillaron de codicia.
—Y vos, señor Bertuccio, ¿qué pensabais de todo eso? —preguntó Montecristo—, ¿creíais esa fábula?
—Sí, excelencia; yo no creía que Caderousse fuese un mal hombre, y le juzgaba incapaz de haber cometido un crimen o un robo.
—Eso honra más a vuestro corazón que a vuestra experiencia, señor Bertuccio. ¿Habíais conocido a ese Edmundo Dantés de quien habláis?
—No, excelencia, nunca había oído hablar de él hasta entonces y luego otra vez, al abate Busoni, cuando le vi en la cárcel de Nimes.
—Bien, continuad.
—El joyero tomó la sortija de manos de Caderousse, y sacó de su bolsillo unas pinzas de acero y unas balanzas de cobre. Después, separando el cerco de oro que sujetaba la piedra en la sortija, hizo salir el diamante de su engaste y lo pesó minuciosamente en las balanzas.
—Daré hasta cuarenta y cinco mil francos —dijo—, pero nada más. Por otra parte, como esto es lo que valía el diamante, no he tomado más que esta suma.
—¡Oh!, no importa —dijo Caderousse—, volveré con vos a Beaucaire por los otros cinco mil.
—No —dijo el platero devolviendo el anillo y el diamante a Caderousse—. No, eso no vale más e incluso me arrepiento de haber ofrecido esa suma, pues la piedra tiene un defecto que yo no había visto, pero no importa, no tengo más que una palabra, he dicho cuarenta y cinco mil francos y no me desdigo.
—Al menos volved a colocar el diamante en la sortija —dijo la Carconte con acritud.
—Justo es —dijo el platero. Y volvió a engastar la piedra.
—Bueno, bueno, bueno —dijo Caderousse, metiendo el estuche en el bolsillo—, a otro se lo venderemos.
—Sí —repuso el platero—, pero no hará lo que yo. Otro no se contentará con los informes que me habéis dado. No es natural que un hombre como vos tenga diamantes de cuarenta y cinco mil francos. Avisará a los magistrados, tendrán que buscar al abate Busoni y los abates que dan diamantes de dos mil luises son raros. Lo primero que hará la justicia será mandaros a la cárcel, y si sois reconocido inocente, si os sacan de la cárcel al cabo de tres o cuatro meses, la sortija se habrá perdido, o bien os darán una piedra falsa que sólo valdrá tres francos en lugar de un diamante que valía cincuenta mil.
Caderousse y su mujer se interrogaron con una mirada.
No —dijo Caderousse—, no somos tan ricos que podamos perder cinco mil francos.
—Como gustéis, amigo mío —dijo el platero—; sin embargo, como véis, había traído buena moneda.
Y sacó de uno de sus bolsillos un puñado de oro que hizo brillar a los deslumbrados ojos del posadero, y del otro un paquete de billetes de banco. En el alma de Caderousse se estaba librando un rudo combate. Era evidente que para él aquel estuchito que daba vueltas en su mano no correspondía a la enorme suma que fascinaba sus ojos. Volvióse hacia su mujer, y le dijo en voz baja:
—¿Tú qué dices?
—Dáselo, dáselo —dijo ella—, si vuelve a Beaucaire sin el diamante nos denunciará, y según él dice, quién sabe si podremos encontrar al abate Busoni.