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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (71 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¿Al menos, tendremos otra vez este placer, nos lo prometéis? —preguntó la condesa.

Montecristo se inclinó sin responder, aunque esta inclinación podía pasar por un asentimiento.

—Entonces no os detengo, caballero —dijo la condesa—, porque no quiero que mi reconocimiento sea indiscreción.

—Querido conde —dijo Alberto—, si queréis, voy a pagaros en París vuestro amable favor de Roma, y poner mi coupé a vuestra disposición hasta que tengáis tiempo de arreglar vuestros carruajes.

—Un millón de gracias por vuestra bondad, vizconde —dijo Montecristo—, pero presumo que el señor Bertuccio habrá empleado las cuatro horas y media que acabo de dejarle y que hallaré en la puerta un carruaje preparado.

Alberto estaba acostumbrado a los modales del conde; sabía que iba como Nerón en busca de lo imposible y no se asombraba de nada, pero quería juzgar por sí mismo de qué modo habían sido ejecutadas las órdenes, y le acompañó hasta la puerta de su casa.

Montecristo no se había equivocado. Apenas se presentó en la antesala, un lacayo, el mismo que en Roma fue a llevar la carta de los dos jóvenes, y a anunciarles su visita, se había lanzado fuera del peristilo, de suerte que al llegar al pie de la escalera, el ilustre viajero halló efectivamente su carruaje esperándole.

Era un coupé, acabado de salir de los talleres de Keller, y un tiro por el que Drake había rehusado la víspera dieciocho mil reales.

—Caballero —dijo el conde a Alberto—, no os propongo que me acompañéis a mi casa, pues no podría mostraros más que una casa improvisada. Concededme un solo día, y entonces os invitaré a ella. Estaré más seguro de no faltar a las leyes de la hospitalidad.

—Si pedís un día, estoy tranquilo, no será entonces una casa la que me mostréis, será un palacio. Desde luego, tenéis algún genio a vuestra disposición.

—Creedlo así —dijo Montecristo poniendo el pie en el estribo, forrado de terciopelo, de su espléndido carruaje—, esto me pondrá bien con las damas.

Y entró en su carruaje, que partió rápidamente, pero no tanto que no viera el movimiento imperceptible que hizo temblar la colgadura del salón donde había dejado a Mercedes. Cuando Alberto entró en el aposento de su madre, vio a la condesa hundida en un gran sillón de terciopelo, sumido en la penumbra todo el cuarto, apenas pudo distinguir Alberto las facciones de su madre, pero parecióle que su voz estaba alterada. También distinguió entre los perfumes de las rosas y de los heliotropos del florero, el olor acre de las sales de vinagre sobre una de las copas cinceladas de la chimenea. Efectivamente, el pomo de la condesa atrajo la inquieta atención del joven.

—¿Sufrís, madre mía? —exclamó entrando—. ¿Os habéis puesto mala durante mi ausencia?

—¿Yo?, no, Alberto. Pero ya comprenderéis que estas rosas y estas flores exhalan durante estos primeros calores, a los cuales no estoy acostumbrada, tan intenso perfume…

—Entonces, madre mía —dijo Morcef, tirando del cordón de la campanilla—, es preciso llevarlas a vuestra antesala. Estáis indispuesta; cuando entrasteis estabais ya muy pálida.

—¿Que estaba pálida decís, Alberto?

—Con una palidez que os sienta a las mil maravillas, madre mía, pero que no por eso nos ha asustado menos a tu padre y a mí.

—¿Os ha hablado de ello vuestro padre? —preguntó vivamente Mercedes.

—No, señora; pero a vos, recordadlo, os hizo esta observación.

—No lo recuerdo —dijo la condesa.

Un criado entró; acudía al ruido de la campanilla.

—Llevad esas flores a la antesala o al gabinete de tocador —dijo el vizconde—, hacen mal a la señora condesa.

El criado obedeció.

Hubo un momento de silencio, que duró todo el tiempo necesario para dar cumplimiento a esta orden.

—¿Qué nombre es ese de Montecristo? —preguntó la condesa, así que el criado hubo llevado el último vaso de flores—. ¿Es algún nombre de familia, de tierra, un simple título?

—Me parece, madre mía, que es un título y nada más. El conde ha comprado una isla en el archipiélago toscano, y ha fundado un pequeño reino, según él decía esta mañana. Ya sabéis que eso se suele hacer por San Esteban de Florencia, por San Jorge Constantino de Parma y aun por la Orden de Malta. Aparte de ello, no tiene ninguna pretensión de nobleza, y se llama conde de casualidad, aunque la opinión general en Roma es que el conde es un gran señor.

—Sus maneras son excelentes —repuso la condesa—, por lo menos según lo que he podido juzgar en los breves instantes que ha permanecido aquí.

—¡Oh!, perfectas, madre mía. Tan perfectas, que sobrepujan en mucho a todo lo más aristocrático que yo he conocido en las tres noblezas principales, es decir, en la nobleza inglesa, la española y la alemana.

La condesa reflexionó un momento, después replicó:

—¿Habéis visto, mi querido Alberto…, es una pregunta de madre lo que os dirijo…, habéis visto al señor de Montecristo en su interior? Tenéis perspicacia, tenéis mundo, más de lo que ordinariamente se tiene a vuestra edad, ¿creéis que el conde sea lo que aparenta en realidad?

—¿Y qué os parece?

—Vos lo habéis dicho hace un instante, un gran señor.

—Os he dicho, madre mía, que le tenía por tal.

—Pero vos, ¿qué opináis, Alberto?

—Yo no tengo opinión fija acerca de él, lo creo maltés.

—No os pregunto sobre su origen, os pregunto sobre su persona.

—¡Ah!, sobre su persona, eso es otra cosa. He visto tantas cosas extrañas en él, que si queréis que os diga lo que pienso, os responderé que le miraría como a uno de los personajes de Byron, a quienes la desgracia ha marcado con un sello fatal. Algún Manfredo, algún Lara, algún Werner, como uno de esos restos, en fin, de alguna familia antigua que, desheredados de su fortuna paterna, han encontrado una por la fuerza de su genio aventurero, que les ha hecho superiores a las leyes de la sociedad.

—¿Qué estáis diciendo…?

—Digo que Montecristo es una isla en medio del Mediterráneo, sin habitantes, sin guarnición, guarida de contrabandistas de todas las naciones, de piratas de todos los países. ¿Quién sabe si estos dignos industriales pagarán a su señor un derecho de asilo?

—Es posible —dijo la condesa pensativa.

—Pero no importa —replicó el joven—, contrabandista o no, convendréis, madre mía, puesto que le habéis visto, en que el señor conde de Montecristo es un hombre notable, en que causará sensación en los salones de París y, escuchad, esta mañana en mi cuarto inició su entrada en el mundo dejando estupefactos a todos los que allí estaban, incluso a Château-Renaud.

—¿Y qué edad podrá tener el conde? —inquirió Mercedes, dando visiblemente gran importancia a esta pregunta.

—Tiene de treinta y cinco a treinta y seis años, madre mía.

—Tan joven es imposible —dijo Mercedes, respondiendo al mismo tiempo a lo que le decía Alberto, y a lo que le decía su pensamiento.

—No obstante, es verdad, tres o cuatro veces me ha dicho, y seguramente sin premeditación, en tal época yo tenía cinco años, en otra tenía diez, en aquella doce. Yo, que por mi curiosidad estaba alerta siempre que hablaba de estos detalles, reunía las fechas, y jamás le cogí en falta. La edad de este hombre singular, que no tiene edad, es treinta y cinco años todo lo más. Recordad, madre mía, cuán viva es su mirada, cuán negros sus cabellos, y su frente, aunque pálida, no tiene una arruga. Es una naturaleza no solamente vigorosa, sino joven.

La condesa bajó la cabeza, como agobiada por amargos pensamientos.

—¿Y ese hombre es un amigo verdadero? mecimiento nervioso.

—Yo así lo creo.

—¿Y vos… le apreciáis también?

—Me resulta simpático, diga lo que quiera Franz d’Epinay, que quería hacerle pasar a mis ojos por un hombre venido del otro mundo.

La condesa hizo un movimiento de terror.

—Alberto —dijo con voz alterada—, siempre os he encargado que tengáis mucho cuidado con las personas recién conocidas. Ahora sois hombre y me podríais dar consejos; sin embargo, sed prudente, Alberto.

—Pero sería necesario, querida madre, para poder aprovechar el consejo, saber de qué tengo que desconfiar. El conde no juega nunca, no bebe más que agua, dorada con una gota de vino de España; el conde se ha anunciado rico y en efecto lo es, ¿qué queréis, pues, que tema del conde?

—Tenéis razón —dijo la condesa—, y mis temores son infundados tratándose de un hombre que os ha salvado la vida. A propósito, ¿le ha recibido bien vuestro padre? Es importante que estemos más que amables con el conde. El señor de Morcef está ocupado a veces, sus negocios le disgustan y podría ser que sin querer…

—Mi padre ha estado perfecto, señora —interrumpió Alberto— diré más: ha parecido infinitamente lisonjeado por dos o tres cumplidos que le ha dirigido tan a propósito el conde, como si le hubiera conocido hace treinta años. Cada una de estas flechas lisonjeras han debido agradar a mi padre —añadió Morcef riendo—, de suerte que se han separado siendo los mejores amigos del mundo y el señor de Morcef quería llevarle a la Cámara para hacer que oyese su discurso.

La condesa no respondió. Se hallaba absorta en una meditación tan profunda que sus ojos se habían cerrado poco a poco. El joven, en pie delante de ella, la miraba con ese amor filial más tierno y afectuoso en los hijos cuyas madres son aún hermosas, y después de haber visto cerrarse sus ojos, la escuchó respirar un instante en su dulce inmovilidad, y creyéndola dormida se alejó de puntillas, abriendo sigilosamente la puerta del aposento.

—Este diablo de hombre —murmuró moviendo la cabeza—, yo ya había predicho que haría sensación en el mundo; mido su efecto por un termómetro infalible. Mi madre ha puesto mucho la atención en él, de consiguiente debe ser notable.

Y descendió a las caballerizas, no sin cierto despecho secreto, de que sin malicia alguna, el conde de Montecristo había logrado tener un tiro de caballos mejor que el suyo, el cual desmerecería mucho en la opinión de los entendidos.

—Decididamente —dijo—, los hombres no son iguales, es preciso suplicar a mi padre que aclare este teorema en la Cámara Alta.

Capítulo
III
El señor Bertuccio

E
ntretanto, el conde había llegado a su casa. Seis minutos había tardado en ello, suficientes para que fuese visto de más de veinte jóvenes que, conociendo el precio del tiro de caballos que ellos no habían podido comprar, habían puesto sus cabalgaduras al galope para poder ver al opulento señor que usaba caballos de diez mil francos cada uno.

La casa elegida por Alí, y que debía servir de residencia a Montecristo, estaba situada a la derecha subiendo por los Campos Elíseos, colocada entre un patio y jardín; una plazoleta de árboles muy espesos que se elevaban en medio del patio, cubrían una parte de la fachada, alrededor de esta plazoleta se extendían como dos brazos, dos alamedas que conducían desde la reja a los carruajes a una doble escalera, sosteniendo en cada escalón un jarrón de porcelana lleno de flores. Esta casa aislada en mitad de un ancho espacio tenía además de la entrada principal otra entrada que caía a las calles de Pont-Ruén.

Antes de que el cochero hubiese llamado al portero, la reja maciza giró sobre sus goznes. Habían visto venir al conde, y en París como en Roma, como en todas partes, se le servía con la rapidez del relámpago. El cochero entró, pues, describió el semicírculo, y la reja estaba ya cerrada cuando las ruedas rechinaban aún sobre la arena de la calle de árboles.

El carruaje se paró a la izquierda de la escalera. Dos hombres se presentaron en la portezuela, uno era Alí, que se sonrió con alegría al ver a su señor, y que fue pagado con una agradecida mirada de Montecristo.

El otro saludó humildemente y presentó su brazo al conde para ayudarle a bajar del carruaje.

—Gracias, señor Bertuccio —dijo el conde saltando ágilmente del carruaje—. ¿Y el notario?

—Está en el saloncito, excelencia —respondió Bertuccio.

—¿Y las tarjetas que os he mandado grabar en cuanto supieseis el número de la casa?

—Ya está hecho, señor conde; he estado en casa del mejor grabador del Palacio Real, que grabó la plancha delante de mí. La primera que tiraron fue llevada en seguida a casa del señor barón Danglars, diputado, calle de la Chaussée-d’Antin, número 7; las otras están sobre la chimenea de la alcoba de su excelencia.

—Bien, ¿qué hora es?

—Las cuatro.

Montecristo entregó sus guantes, su sombrero y su bastón al mismo lacayo francés que se había lanzado fuera de la antesala del conde de Morcef para llamar al carruaje. Luego pasó al saloncito conducido por Bertuccio, que le mostró el camino.

—Vaya una pobreza de mármoles en esta antesala; espero que los cambien inmediatamente.

Bertuccio se inclinó.

El notario esperaba en el salón, tal como había dicho el mayordomo.

Era un hombre de fisonomía honrada y pacífica.

—¿Sois el notario encargado de vender la casa de campo que yo quiero comprar? —preguntó Montecristo.

—Sí, señor conde —respondió el notario.

—¿Está preparada el acta de venta?

—Sí, señor conde.

—¿La habéis traído?

—Aquí la tenéis.

—Muy bien. ¿Dónde está la casa que compro? —dijo el conde dirigiéndose a Bertuccio y al notario.

El mayordomo hizo un gesto que significaba: No sé.

El notario miró a Montecristo sorprendido.

—¡Cómo! —dijo—. ¿No sabe el señor conde dónde está la casa que compra?

—No.

—¿No tiene el señor conde la menor idea de su situación?

—¿Y cómo había de saberlo? Acabo de llegar de Cádiz esta mañana, jamás he estado en París, ésta es la primera vez que pongo el pie en Francia.

—Entonces, la cosa cambia —respondió el notario—. La casa que el señor conde compra está situada en Auteuil.

A estas palabras, Bertuccio palideció visiblemente.

—¿Y dónde está Auteuil? —preguntó Montecristo.

—A dos pasos de aquí, señor conde —respondió el notario—, un poco después de Passy, en una situación magnífica en medio del bosque de Bolonia.

—¡Tan cerca! —dijo Montecristo—. Pero eso no es campo. ¿Cómo diablos me habéis ido a escoger una casa a las puertas de París, señor Bertuccio?

—¡Yo! —exclamó el mayordomo turbado—, no, seguramente no es a mí a quien el señor conde encargó que le eligiese una casa. Procure recordar el señor conde, busque en su memoria, reúna sus ideas.

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