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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (69 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—La cosa sigue en proyecto, señor conde.

—Y quien dice proyecto —dijo Debray—, quiere decir inseguridad.

—¡No! ¡No! —dijo Morcef—, mi padre está empeñado, y yo espero antes de poco presentaros, si no a mi mujer, por lo menos a mi futura esposa, la señorita Eugenia Danglars.

—¡Eugenia Danglars! —respondió el conde de Montecristo—, aguardad, ¿no es su padre el barón Danglars?

—Sí —respondió Alberto—, pero barón de nuevo cuño.

—¡Oh, qué importa! —respondió Montecristo—, si ha prestado al Estado servicios que le hayan merecido esa distinción.

—¡Oh! enormes —dijo Beauchamps—. Aunque liberal en el alma, completó en 1829 un empréstito de seis millones para el rey Carlos X, que le ha hecho barón y caballero de la Legión de Honor, de modo que lleva su cinta, no en el bolsillo del chaleco, como pudiera creerse, sino en el ojal del frac.

—¡Ah! —dijo Alberto riendo—, Beauchamp, Beauchamp, guardad eso para el
Corsario
y el
Charivari
, pero delante de mí, no habléis así de mi futuro suegro.

Luego dijo, volviéndose hacia Montecristo.

—¡Pero hace poco habéis pronunciado su nombre como si conocierais al barón!

No le conocía —respondió el conde de Montecristo—, pero no tardaré en conocerle, puesto que tengo un crédito abierto sobre él por la casa de Richard y Blount de Londres, Arstein y Estelus, de Viena, y Thompson y French, de Roma.

Y al pronunciar estas palabras, Montecristo miró de reojo a Maximiliano.

Si el extranjero había esperado que sus palabras produjeran algún efecto en Maximiliano Morrel, no se había engañado. Maximiliano se estremeció como si hubiese recibido una conmoción eléctrica.

—Thompson y French —dijo—, ¿conocéis esa casa, caballero?

—Son mis banqueros en la capital del mundo cristiano —respondió el conde—, ¿puedo serviros de algo respecto a esos señores?

—¡Oh!, señor conde, podríais ayudarnos en unas pesquisas que hasta ahora han sido infructuosas. Esa casa prestó hace tiempo un gran servicio a la nuestra, y no sé por qué siempre negó que lo hubiera hecho.

—Estoy a vuestras órdenes, caballero —respondió Montecristo inclinándose.

—Pero —dijo Alberto—, nos hemos apartado de la conversación que teníamos respecto a Danglars. Se trataba de buscar una buena habitación al conde de Montecristo. Veamos, señores, pensemos, ¿dónde alojaremos a este nuevo habitante de París?

—En el barrio de Saint-Germain —dijo Château-Renaud—, este caballero encontrará allí una casa encantadora entre patio y jardín.

—¡Bah! —dijo Debray—, no conocéis más que vuestro triste barrio de Saint-Germain; no le escuchéis, señor conde; buscad casa en la Chaussée d’Antin, éste es el verdadero centro de París.

—En el Boulevard de la Ópera —dijo Beauchamp—, en el piso principal, una casa con dos balcones. El señor conde hará llevar a ella almohadones de terciopelo bordados de plata, y fumando en pipa o tragando sus píldoras, verá desfilar ante sus ojos a toda la capital.

—Y vos, Morrel, ¿no tenéis idea? ¿No proponéis nada? —dijo Château-Renaud.

—Claro que sí —dijo sonriendo el joven—, al contrario, tengo una, pero esperaba que el señor conde siguiese algunas de las brillantes proposiciones que acaban de hacerle. Ahora, como no ha respondido, creo poder ofrecerle una habitación en una casa encantadora, a la Pompadour, que mi hermana alquiló hace un año en la calle de Meslay.

—¿Tenéis una hermana? —preguntó Montecristo.

—Sí, señor; una excelente hermana, por cierto.

—¿Casada?

—Pronto hará nueve años.

—¿Dichosa? —preguntó de nuevo el conde.

—Tan dichosa como puede serlo una criatura humana —respondió Maximiliano—. Se ha casado con el hombre que amaba, el cual nos ha sido fiel en nuestra mala fortuna: Manuel Merbant.

Montecristo se sonrió de un modo imperceptible.

—Vivo allí mientras estoy aquí —continuó Maximiliano—, y estoy con mi cuñado Manuel a la disposición del señor conde, para todo lo que precise.

—Un momento —exclamó Alberto antes que Montecristo hubiese podido responder—, cuidado con lo que hacéis, señor Morrel, vais a hacer entrar a un viajero, a Simbad el Marino, en la vida de familia. Vais a convertir en patriarca a un hombre que ha venido para ver París.

—¡Oh!, no —respondió Morrel sonriendo—, mi hermana tiene veinticinco años, mi cuñado treinta, son jóvenes, alegres y dichosos; por otra parte, el señor conde estará en su casa y no encontrará a sus huéspedes sino cuando quiera bajar a verlos.

—Gracias, señor, muchas gracias —dijo Montecristo—. Me encantaría que me presentaseis a vuestra hermana y cuñado, si gustáis hacerme este honor; pero no he aceptado la oferta de ninguno de estos señores porque tengo ya mi habitación preparada.

—¡Cómo! —exclamó Morcef—, vais a ir a una fonda, eso no sería propio de vuestra categoría.

—¿Tan mal estaba en Roma? —preguntó Montecristo.

—Qué diantre, en Roma —dijo Morcef— gastasteis cincuenta mil piastras para haceros amueblar una habitación, pero presumo que no estáis dispuesto a repetir todos los días un gasto semejante.

—No es eso lo que me ha detenido —respondió Montecristo—, pero estaba resuelto a tener una casa en París, una casa mía, se entiende. Envié de antemano a mi criado, y ya ha debido habérmela comprado y amueblado.

—Pero ese criado no conoce París —exclamó Beauchamp.

—Es la primera vez, como yo, que viene a Francia, caballero; es negro y no habla —dijo Montecristo.

—¿Entonces es Alí? —preguntó Alberto en medio de la sorpresa general.

—Sí, señor, es Alí, mi nubio, mi mudo, el que habéis visto en Roma, según creo.

—Sí, me acuerdo perfectamente —dijo Morcef.

—¿Pero cómo habéis encargado a un nubio que os comprara una casa en París, y a un mudo hacerla amueblar? Harán las cosas al revés.

—Desengañaos, estoy seguro de que todas las cosas las ha hecho a gusto mío, porque bien sabéis que mi gusto no es el de todos los demás. Ha llegado hace ocho días, habrá recorrido toda la ciudad con ese instinto que podría tener un buen perro cazador. Conoce mis caprichos, mis necesidades, todo lo habrá organizado a mi placer. Sabía que yo había de llegar hoy a las diez, me esperaba desde las nueve en la barrera de Fontainebleau, me entregó este papel. En él están escritas las señas de mi casa, mirad, Teed —y Montecristo entregó un papel a Alberto.

—Campos Elíseos, número 30 —leyó Morcef.

—¡Ah! ¡Eso sí que es original! —no pudo menos de exclamar Beauchamp.

—¡Cómo! ¿Aún no sabéis dónde está vuestra casa? —preguntó Debray.

—No —dijo Montecristo—, ya os he dicho que quería llegar puntual a la cita. Me he vestido en mi carruaje y me he apeado a la puerta del vizconde.

Los jóvenes se miraron. No sabían si era una comedia representada por el conde de Montecristo, pero todo cuanto salía de su boca tenía un carácter tan original, tan sencillo, que no se podía suponer que estuviera mintiendo. ¿Y por qué había de mentir?

—Preciso será contentarnos —dijo Beauchamp— con prestar Al señor conde todos los servicios que estén en nuestra mano; yo, como periodista, le ofrezco la entrada en todos los teatros de París.

—Muy agradecido, caballero —dijo sonriéndose Montecristo—, pero es el caso que mi mayordomo ha recibido ya la orden de abonarme a todos ellos.

—¿Y vuestro mayordomo es también algún mudo? —preguntó Debray.

—No, señor, es un compatriota vuestro, si es que un corso puede ser compatriota de alguien, pero vos le conocéis, señor de Morcef.

—¿Sería tal vez aquel valeroso Bertuccio, tan hábil para alquilar balcones?

—El mismo. Y le visteis el día en que tuve el honor de almorzar en vuestra compañía. Es todo un hombre, tiene un poco de soldado, de contrabandista, en fin, de todo cuanto se puede ser. Y no juraría que no haya tenido algún altercado con la policía…, una fruslería, por no sé qué cuchilladas de nada.

—¿Y habéis escogido a ese honrado ciudadano para ser vuestro mayordomo? ¿Cuánto os roba cada año?

—Menos que cualquier otro, estoy seguro —contestó el conde—; pero hace mi negocio, para él no hay nada imposible, y por eso le tengo a mi servicio.

—Entonces —dijo Château-Renaud—, ya tenéis la casa puesta, poseéis un palacio en los Campos Elíseos, criados, mayordomo, no os falta sino una esposa.

Alberto se sonrió, pensaba en la hermosa griega que había visto en el palco del conde en el teatro Valle y en el teatro Argentino.

—Tengo algo mejor —dijo Montecristo—, tengo una esclava. Vosotros alabáis a vuestras señoras del teatro de la Ópera, del Vaudeville, del de Varietés, mas yo he comprado la mía en Constantinopla, me ha costado bastante cara, pero ya no tengo necesidad de preocuparme de nada.

—Sin embargo, ¿olvidáis —dijo riendo Debray—, que somos, como dijo el rey Carlos, francos de nombre, francos de naturaleza, y que en poniendo el pie en tierra de Francia, el esclavo es ya libre?

—¿Y quién se lo ha de decir? —preguntó el conde.

—El primero que llegue.

—Sólo habla romaico.

—¡Ah!, eso es otra cosa.

—¿Pero la veremos al menos? —preguntó Beauchamp—; teniendo un mudo, tendréis también eunucos.

—¡No, a fe mía! —dijo Montecristo—, no llevo el orientalismo hasta tal punto. Todos los que me rodean pueden dejarme, y no tienen necesidad de mí ni de nadie. He ahí la razón, quizá, de por qué no me abandonan.

Al cabo de mucho rato, pasado en los postres y en fumar, Debray dijo levantándose:

—Son las dos y media, vuestro convite ha sido delicioso, mas no hay compañía, por buena que sea, que no sea preciso dejar, y aún algunas veces, por otra peor; es necesario que vuelva a mi ministerio. Hablaré del conde al ministro, será menester que sepamos quién es.

—Andad con cuidado —dijo Morcef—, los más atrevidos han renunciado a hacerlo.

—¡Bah!, tenemos tres millones para nuestra policía. Es verdad que casi siempre se gastan antes, pero no importa. Siempre quedan unos cincuenta mil francos.

—¿Y cuando sepáis quién es, me lo comunicaréis?

—Os lo prometo. Adiós, Alberto. Señores, servidor vuestro.

Y al salir Debray exclamó muy alto en la antesala:

—Daos prisa.

—¡Bien! —dijo Beauchamp a Alberto—, no iré a la Cámara, pero tengo que ofrecer a mis lectores algo mejor que un discurso de Danglars.

—Hacedme un favor, Beauchamp; ni una palabra, os lo suplico, no me quitéis el mérito de presentarle y de explicarle. ¿No es cierto que es curioso?

—Es mucho mejor que eso —respondió Château-Renaud—, es realmente uno de los hombres más extraordinarios que he visto en mi vida. ¿Venís, Morrel?

—Aguardad, voy a dar una tarjeta al conde, que me ha prometido hacerme una visita, calle Meslay, número 14.

—Estad seguro de que no faltaré —dijo el conde inclinándose.

Y Maximiliano Morrel salió con el barón de Château-Renaud, dejando solos a Montecristo y Morcef.

Capítulo
II
La presentación

C
uando Alberto se encontró a solas y frente a frente con Montecristo, le dijo:

—Señor conde, permitidme que empiece mi nuevo oficio de
cicerone
haciéndoos una descripción de una habitación del joven acostumbrado a los palacios de Italia; esto os servirá para saber en cuántos pies cuadrados puede vivir un joven que no pasa de ser de los más mal alojados. A medida que vayamos pasando de una pieza a otra, iremos abriendo las ventanas para que podáis respirar.

Montecristo conocía ya el comedor y el salón del piso bajo. Alberto le condujo a su estudio, éste era su cuarto predilecto.

Montecristo era digno apreciador de todas las cosas que Alberto había acumulado en esta estancia; antiguos cofres, porcelanas del Japón, alfombras de Oriente, juguetes de Venecia, armas de todos los países del mundo, todo le era familiar, y a la primera ojeada conocía el siglo, el país y el origen. Morcef había creído ser el que explicase, y él era el que estudiaba bajo la dirección del conde un curso completo de arqueología, de mineralogía y de historia natural. Alberto hizo entrar a su huésped en el salón. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de pintores modernos, paisajes de Drupé con sus bellos arroyos, sus árboles desgajados, sus vacas paciendo y sus encantadores cielos. Tenía también jinetes árabes de Delacroix con largos albornoces blancos, cinturones brillantes y con armas damasquinas, y cuyos caballos muerden el bocado con rabia, mientras que los hombres se desgarran con mazas de hierro; las aguadas de Boulanger representando toda
Nuestra Señora de París
, con aquel vigor que hace del pintor el émulo del poeta. Telas de Díaz que hace a las flores más hermosas de lo que son en la realidad, el sol más brillante de lo que es. Dibujos de Decamo con un colorido como el de Salvatore Rosa, pero más poético; pasteles de Giraud y de Muller representando niños con cabezas de ángeles, mujeres de facciones virginales, bocetos arrancados del álbum del viaje a Oriente de Dacorats, que fueron trazados en algunos segundos sobre la silla de algún camello o sobre la cúpula de una mezquita, en fin, todo lo que el arte moderno puede dar en cambio y en indemnización del arte perdido con los siglos precedentes.

Alberto esperó mostrar por lo menos esta vez alguna cosa nueva al extraño viajero, pero con gran admiración, éste, sin tener necesidad de buscar las firmas, en que algunas, por otra parte, no estaban representadas sino por iniciales, aplicó en seguida el nombre de cada autor a su obra, de manera que era fácil ver que no solamente cada uno de estos nombres le era conocido, sino que cada uno de estos talentos habían sido apreciados y estudiados por él.

Del salón pasaron al dormitorio, que era a la vez un modelo de elegancia y de gusto severo; un solo retrato, pero firmado por Leopoldo Rober, resplandecía en su marco de oro mate.

Este retrato atrajo al principio las miradas del conde de Montecristo, porque dio tres pasos rápidos en la habitación, y se paró de repente delante de él.

Era el de una joven de veinticinco o veintiséis años, de tez morena, de mirada de fuego, velada bajo unos hermosos párpados. Llevaba el traje pintoresco de las pescadoras catalanas con su corpiño encarnado y negro, y sus agujas de oro enlazadas en los cabellos. Miraba al mar, y su elegante contorno se destacaba sobre el doble azul de las olas y del cielo.

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