El Conde de Montecristo

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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El conde de Montecristo
(
Le comte de Montecristo
) es una novela de aventuras clásica de Alexandre Dumas (padre) y Auguste Maquet. Éste último no figuró en los títulos de la obra ya que Alexandre Dumas pagó una elevada suma de dinero para que así fuera. Maquet era un colaborador muy activo en las novelas de Dumas, llegando a escribir obras enteras, reescribiéndolas Dumas después. Se suele considerar como el mejor trabajo de Dumas, y a menudo se incluye en las listas de las mejores novelas de todos los tiempos.

Edmond Dantés ha pasado veinte años encarcelado en el castillo de If. Allí conoce al padre Faria que le desvela la existencia de un tesoro oculto en la isla de Montecristo. Dantés huye de la prisión y encuentra el tesoro. A partir de ahora su objetivo es vengarse de las personas que lo encarcelaron. Tras un año en Oriente, regresa a Francia con una nueva identidad: el Conde de Montecristo.

Alexandre Dumas (padre)

El Conde de Montecristo

ePUB v1.7

Perseo
23.05.12

Título original:
Le Comte de Monte-Cristo

Alexandre Dumas, 1845

Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.7)

Corrección de erratas: Feather y Alex Pao

ePub base v2.0

Primera parte
El castillo de If
Capítulo
I
Marsella. La llegada

E
l 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín
El Faraón
procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al
Faraón
, cuyo casco había salido de los astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.

Mientras tanto, el buque seguía avanzando; habiendo pasado felizmente el estrecho producido por alguna erupción volcánica entre las islas de Calasapeigne y de Jaros, dobló la punta de Pomegue hendiendo las olas bajo sus tres gavias, su gran foque y la mesana. Lo hacía con tanta lentitud y tan penosos movimientos, que los curiosos, que por instinto presienten la desgracia, preguntábanse unos a otros qué accidente podía haber sobrevenido al buque. Los más peritos en navegación reconocieron al punto que, de haber sucedido alguna desgracia, no debía de haber sido al buque, puesto que, aun cuando con mucha lentitud, seguía éste avanzando con todas las condiciones de los buques bien gobernados.

En su puesto estaba preparada el ancla, sueltos los cabos del bauprés, y al lado del piloto, que se disponía a hacer que
El Faraón
enfilase la estrecha boca del puerto de Marsella, hallábase un joven de fisonomía inteligente que, con mirada muy viva, observaba cada uno de los movimientos del buque y repetía las órdenes del piloto.

Entre los espectadores que se hallaban reunidos en la explanada de San Juan, había uno que parecía más inquieto que los demás y que, no pudiendo contenerse y esperar a que el buque fondeara, saltó a un bote y ordenó que le llevasen al
Faraón
, al que alcanzó frente al muelle de la Reserva.

Viendo acercarse al bote y al que lo ocupaba, el marino abandonó su puesto al lado del piloto y se apoyó, sombrero en mano, en el filarete del buque. Era un joven de unos dieciocho a veinte años, de elevada estatura, cuerpo bien proporcionado, hermoso cabello y ojos negros, observándose en toda su persona ese aire de calma y de resolución peculiares a los hombres avezados a luchar con los peligros desde su infancia.

—¡Ah! ¡Sois vos Edmundo! ¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el del bote—. ¿Qué significan esas caras tan tristes que tienen todos los de la tripulación?

—Una gran desgracia, para mí al menos, señor Morrel —respondió Edmundo—. Al llegar a la altura de Civita-Vecchia, falleció el valiente capitán Leclerc…

—¿Y el cargamento? —preguntó con ansia el naviero.

—Intacto, sin novedad. El capitán Leclerc…

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó el naviero, ya más tranquilo—. ¿Qué le ocurrió a ese valiente capitán?

—Murió.

—¿Cayó al mar?

—No, señor; murió de una calentura cerebral, en medio de horribles padecimientos.

Volviéndose luego hacia la tripulación:

—¡Hola! —dijo—. Cada uno a su puesto, vamos a anclar.

La tripulación obedeció, lanzándose inmediatamente los ocho o diez marineros que la componían unos a las escotas, otros a las drizas y otros a cargar velas.

Edmundo observó con una mirada indiferente el principio de la maniobra, y viendo a punto de ejecutarse sus órdenes, volvióse hacia su interlocutor.

—Pero ¿cómo sucedió esa desgracia? —continuó el naviero.

—¡Oh, Dios mío!, de un modo inesperado. Después de una larga plática con el comandante del puerto, el capitán Leclerc salió de Nápoles bastante agitado, y no habían transcurrido veinticuatro horas cuando le acometió la fiebre… y a los tres días había fallecido. Le hicimos los funerales de ordenanza, y reposa decorosamente envuelto en una hamaca, con una bala del treinta y seis a los pies y otra a la cabeza, a la altura de la isla de Giglio. La cruz de la Legión de Honor y la espada las conservamos y las traemos a su viuda.

—Es muy triste, ciertamente —prosiguió el joven con melancólica sonrisa— haber hecho la guerra a los ingleses por espacio de diez años, y morir después en su cama como otro cualquiera.

—¿Y qué vamos a hacerle, señor Edmundo? —replicó el naviero, cada vez más tranquilo—; somos mortales, y es necesario que los viejos cedan su puesto a los jóvenes; a no ser así no habría ascensos, y puesto que me aseguráis que el cargamento…

—Se halla en buen estado, señor Morrel. Os aconsejo, pues, que no lo cedáis ni aun con veinticinco mil francos de ganancia.

Acto seguido, y viendo que habían pasado ya la torre Redonda, gritó Edmundo:

—Largad las velas de las escotas, el foque y las de mesana.

La orden se ejecutó casi con la misma exactitud que en un buque de guerra.

—Amainad y cargad por todas partes.

A esta última orden se plegaron todas las velas, y el barco avanzó de un modo casi imperceptible.

—Si queréis subir ahora, señor Morrel —dijo Dantés dándose cuenta de la impaciencia del armador—, aquí viene vuestro encargado, el señor Danglars, que sale de su camarote, y que os informará de todos los detalles que deseéis. Por lo que a mí respecta, he de vigilar las maniobras hasta que quede
El Faraón
anclado y de luto.

No dejó el naviero que le repitieran la invitación, y asiéndose a un cable que le arrojó Dantés, subió por la escala del costado del buque con una ligereza que honrara a un marinero, mientras que Dantés, volviendo a su puesto, cedió el que ocupaba últimamente a aquel que había anunciado con el nombre de Danglars, y que saliendo de su camarote se dirigía adonde estaba el naviero.

El recién llegado era un hombre de veinticinco a veintiséis años, de semblante algo sombrío, humilde con los superiores, insolente con los inferiores; de modo que con esto y con su calidad de sobrecargo, siempre tan mal visto, le aborrecía toda la tripulación, tanto como quería a Dantés.

—¡Y bien!, señor Morrel —dijo Danglars—, ya sabéis la desgracia, ¿no es cierto?

—Sí, sí, ¡pobre capitán Leclerc! Era muy bueno y valeroso.

—Y buen marino sobre todo, encanecido entre el cielo y el agua, como debe ser el hombre encargado de los intereses de una casa tan respetable como la de Morrel a hijos —respondió Danglars.

—Sin embargo —repuso el naviero mirando a Dantés, que fondeaba en este instante—, me parece que no se necesita ser marino viejo, como decís, para ser ducho en el oficio. Y si no, ahí tenéis a nuestro amigo Edmundo, que de tal modo conoce el suyo, que no ha de menester lecciones de nadie.

—¡Oh!, sí —dijo Danglars dirigiéndole una aviesa mirada en la que se reflejaba un odio reconcentrado—; parece que este joven todo lo sabe. Apenas murió el capitán, se apoderó del mando del buque sin consultar a nadie, y aún nos hizo perder día y medio en la isla de Elba en vez de proseguir rumbo a Marsella.

—Al tomar el mando del buque —repuso el naviero— cumplió con su deber; en cuanto a perder día y medio en la isla de Elba, obró mal, si es que no tuvo que reparar alguna avería.

—Señor Morrel, el bergantín se hallaba en excelente estado y aquella demora fue puro capricho, deseos de bajar a tierra, no lo dudéis.

—Dantés —dijo el naviero encarándose con el joven—, venid acá.

—Disculpadme, señor Morrel —dijo Dantés—, voy en seguida.

Y en seguida ordenó a la tripulación: «Fondo»; e inmediatamente cayó el anda al agua, haciendo rodar la cadena con gran estrépito. Dantés permaneció en su puesto, a pesar de la presencia del piloto, hasta que esta última maniobra hubo concluido.

—¡Bajad el gallardete hasta la mitad del mastelero! —gritó en seguida—. ¡Iza el pabellón, cruza las vergas!

—¿Lo veis? —observó Danglars—, ya se cree capitán.

—Y de hecho lo es —contestó el naviero.

—Sí, pero sin vuestro consentimiento ni el de vuestro asociado, señor Morrel.

—¡Diantre! ¿Y por qué no le hemos de dejar con ese cargo? —repuso Morrel—. Es joven, ya lo sé, pero me parece que le sobra experiencia para ejercerlo…

Una nube ensombreció la frente de Danglars.

—Disculpadme, señor Morrel —dijo Dantés acercándose—, y puesto que ya hemos fondeado, aquí me tenéis a vuestras órdenes. Me llamasteis, ¿no es verdad?

Danglars hizo ademán de retirarse.

—Quería preguntaros por qué os habéis detenido en la isla de Elba.

—Lo ignoro, señor Morrel: fue para cumplir las últimas órdenes del capitán Leclerc, que me entregó, al morir, un paquete para el mariscal Bertrand.

—¿Pudisteis verlo, Edmundo?

—¿A quién?

—Al mariscal.

—Sí.

Morrel miró en derredor, y llevando a Dantés aparte:

—¿Cómo está el emperador? —le preguntó con interés.

—Según he podido juzgar por mí mismo, muy bien.

—¡Cómo! ¿También habéis visto al emperador?…

—Sí, señor; entró en casa del mariscal cuando yo estaba en ella…

—¿Y le hablasteis?

—Al contrario, él me habló a mí —repuso Dantés sonriéndole.

—¿Y qué fue lo que os dijo?

—Hízome mil preguntas acerca del buque, de la época de su salida de Marsella, el rumbo que había seguido y del cargamento que traía. Creo que a haber venido en lastre, y a ser yo su dueño, su intención fuera el comprármelo; pero le dije que no era más que un simple segundo, y que el buque pertenecía a la casa Morrel a hijos. «¡Ah! —dijo entonces—, la conozco. Los Morrel han sido siempre navieros, y uno de ellos servía en el mismo regimiento que yo, cuando estábamos de guarnición en Valence».

—¡Es verdad! —exclamó el naviero, loco de contento—. Ese era Policarpo Morrel, mi tío, que es ahora capitán. Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis llorar como un niño. ¡Pobre viejo! Vamos, vamos —añadió el naviero dando cariñosas palmadas en el hombro del joven—; habéis hecho bien en seguir las instrucciones del capitán Leclerc deteniéndoos en la isla de Elba, a pesar de que podría comprometeros el que se supiese que habéis entregado un pliego al mariscal y hablado con el emperador.

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