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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (6 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Junto a él habíase colocado, como ya hemos dicho, Caderousse, a quien la esperanza de una buena comida acabó de reconciliar con los Dantés; Caderousse conservaba un vago recuerdo de lo que había sucedido el día anterior, como cuando al despertar por la mañana nos representa la imaginación el sueño que hemos tenido por la noche.

Al acercarse Danglars a Fernando, dirigió una mirada penetrante al amante desdeñado. Este, que caminaba detrás de los novios, completamente olvidado de Mercedes, que con ese egoísmo sublime del amor sólo pensaba en Edmundo; Fernando, repetimos, pálido y sombrío, de vez en cuando dirigía una mirada a Marsella, y entonces un temblor convulsivo se apoderaba de sus miembros. Parecía como si esperase, o más bien previese algún acontecimiento.

Dantés vestía con elegante sencillez, como perteneciente a la marina mercante; su traje participaba del uniforme militar y del traje civil; y con él y con la alegría y gentileza de la novia, parecía más alegre y más bonita.

Mercedes estaba tan hermosa como una griega de Chipre o de Ceos, de ojos de ébano y labios de coral. Su andar gracioso y desenvuelto parecía de andaluza o de arlesiana. Una joven cortesana quizás hubiera procurado disimular su alegría; pero Mercedes miraba a todos sonriéndose, como si con aquella sonrisa y aquellas miradas les dijese: «Puesto que sois mis amigos, alegraos como yo, porque soy muy dichosa».

Tan pronto como fueron divisados los novios desde La Reserva, salió el señor Morrel a su encuentro, seguido de los marineros y de los soldados, a los cuales renovó la promesa de que Dantés sucedería al capitán Leclerc. Al verle Edmundo dejó el brazo de su novia, y tomó el del naviero que con la joven dieron la señal subiendo los primeros la escalera de madera que conducía a la sala del banquete.

—Padre mío —dijo Mercedes deteniéndose junto a la mesa—, vos a mi derecha, os lo ruego. A mi izquierda pondré al que me ha servido de hermano —añadió con una dulzura que penetró como la punta de un puñal hasta lo más profundo del corazón de Fernando. Sus labios palidecieron, y bajo el matiz de su rostro fue fácil distinguir cómo se retiraba poco a poco la sangre para agolparse al corazón.

Dantés había hecho entretanto lo mismo con Morrel, colocándole a su derecha, y con Danglars, que colocó a su izquierda, haciendo en seguida señas con la mano a todos para que se colocaran a su gusto. Ya corrían de mano en mano por toda la mesa los salchichones de Arlés, las brillantes langostas, las sabrosas ostras del Norte, los exquisitos mariscos envueltos en su áspera concha, como la castaña en su erizo, y las almejas que las gentes meridionales prefieren a las anchoas; en fin, toda esa multitud de entremeses delicados que arrojan las olas a la arenosa playa, y los pescadores designan con el nombre genérico de frutos de mar.

—¡Qué silencio! —dijo el anciano saboreando un vaso de vino amarillo como el topacio, que el tío Pánfilo acababa de traer a Mercedes—. ¿Quién diría que hay aquí treinta personas que sólo desean hablar?

—¡Bah!, un marido no siempre está alegre —dijo Caderousse.

—El caso es —dijo Dantés—, que soy en este momento demasiado feliz para estar alegre.

—Tenéis razón, vecino; la alegría causa a veces una sensación extraña, que oprime el corazón casi tanto como el dolor.

Danglars observaba a Edmundo, cuyo espíritu impresionable absorbía y devolvía toda emoción.

—Qué —le dijo—, ¿teméis algo? Me parece que todo marcha según vuestros deseos.

—Justamente es eso lo que me espanta —respondió Dantés—, paréceme que el hombre no ha nacido para ser feliz con tanta facilidad. La dicha es como esos palacios de las islas encantadas, cuyas puertas guardan formidables dragones; preciso es combatir para conquistar, y yo, a la verdad, no sé que haya merecido la dicha de ser marido de Mercedes.

—¡Marido! ¡Marido! —dijo Caderousse riendo—; aún no, mi capitán. Haz de marido un poco, y ya verás la que se arma.

Mercedes se ruborizó.

Fernando estaba muy agitado en su silla, estremeciéndose al menor ruido, y limpiándose las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente como las primeras gotas de una lluvia de tormenta.

—A fe mía, vecino Caderousse —dijo Dantés—, que no vale la pena que me desmintáis por tan poca cosa. Mercedes no es aún mi mujer, tenéis razón —y sacó su reloj—; pero dentro de hora y media lo será.

Los presentes profirieron un grito de sorpresa, excepto el padre de Dantés, cuya sonrisa dejaba ver una fila de dientes bien conservados. Mercedes sonrióse sin ruborizarse, y Fernando apretó convulsivamente el mango de su cuchillo.

—¡Dentro de hora y medía! —dijo Danglars, palideciendo también—, ¿cómo es eso?

—Sí, amigos míos —respondió Dantés—; gracias al señor Morrel, al hombre a quien debo más en el mundo después de mi padre, todos los obstáculos se han allanado; hemos obtenido dispensa de las amonestaciones, y a las dos y media el alcalde de Marsella nos espera en el Ayuntamiento. Por lo tanto, como acaba de dar la una y cuarto, creo no haberme engañado mucho al decir que dentro de una hora y treinta minutos, Mercedes se llamará la señora Dantés.

Fernando cerró los ojos; una nube de fuego le abrasaba los párpados; apoyóse sobre la mesa, y a pesar de todos sus esfuerzos no pudo contener un sordo gemido, que se perdió en el rumor causado por las risas y por las felicitaciones de la concurrencia.

—A eso le llamo yo ser activo —dijo el padre de Dantés—. Ayer llegó y hoy se casa…, nadie gana a los marinos en actividad.

—Pero ¿y las formalidades? —preguntó tímidamente Danglars— ¿el contrato…?

—El contrato —le interrumpió Dantés riendo—, el contrato está ya hecho. Mercedes no tiene nada, yo tampoco; nos casamos en iguales condiciones; conque ya se os alcanzará que ni se habrá tardado en escribir el contrato, ni costará mucho dinero.

Esta broma excitó una nueva explosión de alegría y de enhorabuenas.

—Conque, es decir, que ésta es la comida de bodas —dijo Danglars.

—No —repuso Dantés—, no la perderéis por eso, podéis estar tranquilos. Mañana parto para París: cuatro días de ida, cuatro de vuelta y uno para desempeñar puntualmente la misión de que estoy encargado; el primero de marzo estoy ya aquí; el verdadero banquete de bodas se aplaza para el 2 de marzo.

La promesa de un nuevo banquete aumentó la alegría hasta tal punto, que el padre de Dantés, que al principio de la comida se quejaba del silencio, hacía ahora vanos esfuerzos para expresar sus deseos de que Dios hiciera felices a los esposos.

Dantés adivinó el pensamiento de su padre, y se lo pagó con una sonrisa llena de amor. Mercedes entretanto miraba 1a hora en el reloj de la sala, haciendo picarescamente cierta señal a Edmundo. Reinaba en la mesa esa alegría ruidosa y esa libertad individual que siempre se toman las personas de clase inferior al fin de la comida. Los que no estaban contentos en sus sitios, se habían levantado para ocupar otros nuevos.

Todos empezaban ya a hablar en confusión, y nadie respondía a su interlocutor, sino a sus propios pensamientos.

La palidez de Fernando se comunicaba por minutos a Danglars. Aquél, sobre todo, parecía presa de mil tormentos horribles. Había sido de los primeros en levantarse y se paseaba por la sala, procurando apartar su oído de la algazara, de las canciones y del choque de los vasos.

Acercóse a él Caderousse en el momento en que Danglars, de quien parecía huir, acababa de reunírsele en un ángulo de la sala.

—En verdad —dijo Caderousse, a quien la amabilidad de Dantés, y sobre todo el vino del tío Pánfilo, habían hecho olvidar enteramente el odio que inspiró la repentina felicidad de Edmundo—; en verdad que Dantés es un guapo mozo, y cuando le veo sentado junto a su novia, digo para mí, que hubiera sido una lástima jugarle la mala pasada que intentabais ayer.

—Pero ya has visto —respondió Danglars— que aquello no pasó de una conversación. Ese pobre Fernando estaba ayer tan fuera de sí, que me causó lástima al principio; pero, desde que decidió asistir a la boda de su rival, no hay ya temor alguno.

Caderousse miró entonces a Fernando, que estaba lívido.

—El sacrificio es tanto mayor —prosiguió Danglars— cuanto que la muchacha es de perlas. ¡Diantre!, miren si es dichoso mi futuro capitán. Quisiera llamarme Dantés, no más que por doce horas.

—¿Vámonos? —dijo en este punto con dulce voz Mercedes—; acaban de dar las dos, a las dos y cuarto nos esperan.

—Sí, sí —contestó Dantés levantándose inmediatamente.

—Vamos —repitieron a coro todos los convidados.

Fernando estaba sentado en el antepecho de la ventana, y Danglars, que no le perdía de vista un momento, le vio observar a Dantés con inquieta mirada, levantarse como por un movimiento convulsivo, y volver a desplomarse en el sitio donde se hallaba antes.

Oyóse en aquel momento un ruido sordo, como de pasos recios, voces confusas y armas, ahogando las exclamaciones de los convidados e imponiendo a toda la asamblea el silencio del estupor. El ruido se oyó más cerca: en la puerta resonaron tres golpes…; cada cual miraba a su alrededor con asombro.

—¡En nombre de la ley! —gritó una voz sonora.

La puerta se abrió al punto, dando paso a un comisario con su faja y a cuatro soldados y un cabo. Con esto, a la inquietud sucedió el terror.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Morrel avanzando hacia el comisario, a quien conocía—;sin duda venís equivocado.

—Si ha sido así, señor Morrel —respondió el comisario—, creed que pronto se deshará la equivocación. Entretanto, y por muy sensible que me sea, debo cumplir con la orden que tengo. ¿Quién de vosotros, señores, se llama Edmundo Dantés?

Las miradas de todos se volvieron hacia el joven, que muy conmo vido, aunque conservando toda su dignidad, dio un paso hacia delante y respondió:

—Yo soy, caballero, ¿qué me queréis?

—Edmundo Dantés —repuso el comisario—, en nombre de la ley, daos preso.

—¡Preso yo! —dijo Edmundo, cuyo rostro se cubrió de una leve palidez—. ¡Preso yo!, pero ¿por qué?

—Lo ignoro, caballero. Ya lo sabréis en el primer interrogatorio a que seréis sometido.

El señor Morrel comprendió que nada podía intentarse: un comisario con su faja no es ya un hombre, es la estatua de la ley, fría, sorda, muda. El viejo, por el contrario, se precipitó hacia el comisario: hay ciertas cosas que nunca podrá comprender el corazón de un padre o de una madre. Rogó, suplicó; pero ruegos y lágrimas fueron inútiles. Sin embargo, su desesperación era tan grande, que el comisario al fin se conmovió.

—Tranquilizaos, caballero —le dijo—, quizá se habrá olvidado vuestro hijo de algunos de los requisitos que exigen la aduana o la sanidad. Yo así lo creo. Cuando se hayan tomado los informes que se desean, le pondrán en libertad.

—¿Qué significa esto? —preguntó Caderousse frunciendo el entrecejo y mirando a Danglars, que aparentaba sorpresa.

—¿Qué sé yo? —respondió Danglars—; como tú, veo y estoy perplejo, sin comprender nada de todo ello.

Caderousse buscó con los ojos a Fernando, pero éste había desaparecido.

Toda la escena de la víspera se le representó entonces con todos sus pormenores. Aquella catástrofe acababa de arrancar el velo que la embriaguez había echado entre su entendimiento y su memoria.

—¡Oh! —dijo con voz ronca—, ¿quién sabe si esto será el resultado de la broma de que hablabais ayer, Danglars? En ese caso, desgraciado de vos, porque es muy triste broma por cierto.

—Ya viste que rompí aquel papel —balbuceó Danglars.

—No lo rompiste; lo arrugaste y lo arrojaste a un rincón.

—¡Calla! Tú estabas borracho.

—¿Qué es de Fernando?

—¡Qué sé yo! Habrá tenido que hacer. Pero en vez de ocuparte de él, consolemos a esos pobres afligidos.

Efectivamente, durante la conversación, Dantés había dado la mano sonriendo a sus amigos, y después de abrazar a Mercedes, se había entregado al comisario, diciendo:

—Tranquilizaos, pronto se reparará el error, y probablemente no llegaré a entrar en la cárcel.

—¡Oh!, seguramente —dijo Danglars, que, como ya hemos dicho, se acercaba en este momento al grupo principal.

Dantés bajó la escalera precedido del comisario de policía y rodeado de soldados. Un coche los esperaba a la puerta, y subió a él, seguido de los soldados y del comisario. La portezuela se cerró, y el carruaje tomó el camino de Marsella.

—¡Adiós, Dantés! ¡Adiós, Edmundo! —exclamó Mercedes desde el balcón, adonde salió desesperada.

El preso escuchó este último grito, salido del corazón doliente de su novia como un sollozo, y asomando la cabeza por la ventanilla del coche, le contestó:

—¡Hasta la vista, Mercedes!

Y en esto desapareció por uno de los ángulos del fuerte de San Nicolás.

—Esperadme aquí —dijo el naviero—; voy a tomar el primer carruaje que encuentre: corro a Marsella, y os traeré noticias suyas.

—Sí, sí, id —exclamaron todos a un tiempo—; id, y volved pronto.

A esta segunda marcha siguió un momento de terrible estupor en todos los que se quedaban. El anciano y Mercedes permanecieron algún tiempo sumidos en el más profundo abatimiento; pero al fin se encontraron sus ojos, y reconociéndose por dos víctimas heridas del mismo golpe, se arrojaron en brazos uno de otro.

En todo este tiempo, Fernando, de vuelta a la sala, bebió un vaso de agua y fue a sentarse en una silla. La casualidad hizo que Mercedes, al desasirse del anciano, cayese sobre una silla próxima a aquélla donde él se hallaba, por lo que Fernando, por un movimiento instintivo, retiró hacia atrás la suya.

—Ha sido él —dijo Caderousse a Danglars, que no perdía de vista al catalán.

—Creo que no —respondió Danglars—; es demasiado tonto. En todo caso, suya es la responsabilidad.

—Y del que se lo aconsejó —repuso Caderousse.

—¡Ah! Si fuese uno responsable de todo lo que inadvertidamente dice…

—Sí, cuando lo que se dice inadvertidamente trae desgracias como ésta.

Mientras tanto, los grupos comentaban de mil maneras el arresto de Dantés.

—Y vos, Danglars —dijo una voz—, ¿qué pensáis de este acontecimiento?

—Yo —respondió Danglars— creo que traería algo de contrabando en
El Faraón

—Pero si así fuera, vos lo sabríais, Danglars; ¿no sois vos el responsable?

—Sí, pero no lo soy sino de lo que viene en factura. Lo que sé es que traemos algunas piezas de algodón, tomadas en Alejandría en casa de Pastret, y en Esmirna en casa de Pascal: no me preguntéis más.

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