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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (7 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Oh!, ahora recuerdo —murmuró el pobre anciano al oír esto—, ahora recuerdo… Ayer me dijo que traía una caja de café y otra de tabaco.

—Ya lo veis —dijo Danglars—, eso será sin duda; durante nuestra ausencia, los aduaneros habrán registrado
El Faraón
y lo habrán descubierto.

Casi insensible hasta el momento, Mercedes dio al fin rienda suelta a su dolor.

—¡Vamos, vamos, no hay que perder la esperanza! —dijo el padre de Dantés, sin saber siquiera lo que decía.

—¡Esperanza! —repitió Danglars.

—¡Esperanza! —murmuró Fernando; pero esta palabra le ahogaba; sus labios se agitaron sin articular ningún sonido.

—¡Señores! —gritó uno de los invitados que se había quedado en una de las ventanas—; señores, un carruaje… ¡Ah! ¡Es el señor Morrel! ¡Valor! Sin duda trae buenas noticias.

Mercedes y el anciano saliéronle al encuentro, y reuniéronse con él en la puerta: el señor Morrel estaba sumamente pálido.

—¿Qué hay? —exclamaron todos a un tiempo.

—¡Ay!, amigos míos —respondió Morrel moviendo la cabeza—, la cosa es más grave de lo que nosotros suponíamos…

—Señor —exclamó Mercedes—, ¡es inocente!

—Lo creo —respondió Morrel—; pero le acusan…

—¿De qué? —preguntó el viejo Dantés.

—De agente bonapartista.

Aquellos de nuestros lectores que hayan vivido en la época de esta historia recordarán cuán terrible era en aquel tiempo tal acusación. Mercedes exhaló un grito, y el anciano se dejó caer en una silla.

—¡Oh! —murmuró Caderousse—, me habéis engañado, Danglars, y al fin hicisteis lo de ayer. Pero no quiero dejar morir a ese anciano y a esa joven, y voy a contárselo todo.

—¡Calla, infeliz! —exclamó Danglars agarrando la mano de Caderousse—, ¡calla!, o no respondo de ti. ¿Quién lo dice que Dantés no es culpable? El buque tocó en la isla de Elba; él desembarcó, permaneciendo todo el día en Porto-Ferrajo. Si le han hallado con alguna carta que le comprometa, los que le defiendan, pasarán por cómplices suyos.

Con el rápido instinto del egoísmo, Caderousse comprendió lo atinado de la observación, miró a Danglars con admiración, y retrocedió dos pasos.

—Esperemos, pues —murmuró.

—Sí, esperemos —dijo Danglars—; si es inocente, le pondrán en libertad; si es culpable, no vale la pena comprometerse por un conspirador.

—Vámonos, no puedo permanecer aquí por más tiempo.

—Sí, ven —dijo Danglars, satisfecho al alejarse acompañado—; ven, y dejemos que salgan como puedan de ese atolladero.

Tan pronto como partieron, Fernando, que había vuelto a ser el apoyo de la joven, cogió a Mercedes de la mano y la condujo a los Catalanes. Los amigos de Dantés condujeron a su vez a la alameda de Meillán al anciano casi desmayado.

En seguida se esparció por la ciudad el rumor de que Dantés acababa de ser preso por agente bonapartista.

—¿Quién lo hubiera creído, mi querido Danglars? —dijo el señor Morrel reuniéndose a éste y a Caderousse, en el camino de Marsella, adonde se dirigía apresuradamente para adquirir algunas noticias directas de Edmundo por el sustituto del procurador del rey, señor de Villefort, con quien tenía algunas relaciones—. ¿Lo hubierais vos creído?

—¡Diantre! —exclamó Danglars—, ya os dije que Dantés hizo escala en la isla de Elba sin motivo alguno, lo cual me pareció sospechoso.

—Pero ¿comunicasteis vuestras sospechas a alguien más que a mí?

—Líbreme Dios de ello, señor Morrel —dijo en voz baja Danglars—; bien sabéis que por culpa de vuestro tío, el señor Policarpo Morrel, que ha servido en sus ejércitos, y que no oculta sus opiniones, sospechan que lamentáis la caída de Napoleón, y mucho me disgustaría el causar algún perjuicio a Edmundo o a vos. Hay ciertas cosas que un subordinado debe decir a su principal, y ocultar cuidadosamente a los demás.

—¡Bien! Danglars, ¡bien! —contestó el naviero—, sois un hombre honrado. Hice bien al pensar en vos para cuando ese pobre Dantés hubiese llegado a ser capitán del
Faraón
.

—Pues ¿cómo…?

—Sí, ya había preguntado a Dantés qué pensaba de vos y si tenía alguna repugnancia en que os quedarais en vuestro puesto, pues, yo no sé por qué, me pareció notar que os tratabais con alguna frialdad.

—¿Y qué os respondió?

—Que creía efectivamente que, por una causa que no me dijo, le guardabais cierto rencor; pero que todo el que poseía la confianza del consignatario, poseía la suya también.

—¡Hipócrita! —murmuró Danglars.

—¡Pobrecillo! —dijo Caderousse—, era un muchacho excelente.

—Sí, pero entretanto —indicó el señor Morrel—, tenemos al
Faraón
sin capitán.

—¡Oh! —dijo Danglars—, bien podemos esperar, puesto que no partimos hasta dentro de tres meses, que para entonces ya estará libre Dantés.

—Sí, pero mientras tanto…

—¡Mientras tanto…, aquí me tenéis, señor Morrel! —dijo Danglars—. Bien sabéis que conozco el manejo de un buque tan bien como el mejor capitán. Esto no os obligará a nada, pues cuando Dantés salga de la prisión volverá a su puesto, yo al mío, y
pax Christi
.

—Gracias, Danglars, así se concilia todo, en efecto. Tomad, pues, el mando, os autorizo a ello, y presenciad el desembarque. Los asuntos no deben entorpecerse porque suceda una desgracia a alguno de la tripulación.

—Sí, señor, confiad en mí. ¿Y podré ver al pobre Edmundo?

—Pronto os lo diré, Danglars. Voy a hablar al señor de Villefort, y a influir con él en favor del preso. Bien sé que es un realista furioso; pero, aunque realista y procurador del rey, también es hombre, y no le creo de muy mal corazón.

—No —repuso Danglars—; pero me han dicho que es ambicioso, y entonces…

—En fin —repuso Morrel suspirando—, allá veremos. Id a bordo, que yo voy en seguida.

Y se separó de los dos amigos para tomar el camino del Palacio de Justicia.

—Ya ves el sesgo que va tomando el asunto —dijo Danglars a Caderousse—; ¿piensas todavía en defender a Dantés?

—No a fe; pero, sin embargo, terrible cosa es que tenga tales consecuencias una broma.

—¿Y quién ha tenido la culpa? No seremos ni tú ni yo, ciertamente; en todo caso, la culpa es de Fernando. Bien viste que yo, por mi parte, tiré el papel a un rincón; y hasta creo haberlo roto.

—No, no —dijo Caderousse—; en cuanto a eso estoy seguro, lo vi en un rincón, doblado y arrugado; ojalá estuviese aún allí.

—¿Qué quieres? Si Fernando lo cogió lo habrá copiado o hecho copiar, y aun sabe Dios si se tomaría esa molestia. Ahora que caigo en ello, ¡Dios mío!, quizás envió mi propia carta. Afortunadamente yo desfiguré mucho la letra.

—Pero ¿sabías tú que Dantés conspiraba?

—¿Qué había de saber? Aquello fue una broma, como ya lo dije. Pero me parece que, al igual que los arlequines, dije la verdad al bromear.

—Lo mismo da —replicó Caderousse—. Yo, sin embargo, daría cualquier cosa por que no ocurriera lo que ha ocurrido, o por lo me nos por no haberme metido en nada: ya verás como por esto nos sucede también a nosotros alguna desgracia, Danglars.

—En todo caso, la desgracia caerá sobre el verdadero culpable, y el verdadero culpable es Fernando y no nosotros. ¿Qué desgracia quieres que nos sobrevenga? Vivamos tranquilos, que ya pasará la tempestad.

—¡Amén! —dijo Caderousse, haciendo una señal de despedida a Danglars y dirigiéndose a la alameda de Meillan, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo, como aquellas personas que están muy preocupadas con sus pensamientos.

—¡Magnífico! —murmuró Danglars—, las cosas toman el giro que yo esperaba. De momento ya soy capitán, y si ese imbécil de Caderousse se calla, capitán para siempre… Sólo me atormenta el pensar que si la justicia diera libertad a Dantés… ¡Oh…!, no —añadió, sonriendo con satisfacción—, la justicia es la justicia, y en ella confío.

Y dicho esto saltó a una barca y dio orden al barquero para que le condujera a bordo del
Faraón
, adonde, como ya recordará el lector, le había citado el señor Morrel.

Capítulo
VI
El sustituto del procurador del rey

E
n la calle de Grand-Cours, lindando con la fuente de las Medusas, en una de esas antiguas casas de arquitectura aristocrática, edificadas por Puget, se celebraba también en el mismo día y en la misma hora un banquete de bodas, con la diferencia de que en lugar de ser los personajes y anfitriones gente del pueblo, marineros y soldados, pertenecían a la más alta sociedad de Marsella.

Tratábase de antiguos magistrados que habían dimitido sus empleos en tiempo del usurpador, antiguos oficiales desertores de sus filas para pasarse a las del ejército de Condé, y jóvenes de ilustre alcurnia, todavía poco elevados a pesar de lo que habían sufrido ya por el odio hacia aquel a quien cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración en un dios.

Se hallaban sentados a la mesa, y la conversación chispeaba a impulsos de todas las pasiones de la época, pasiones tanto más terrible y encarnizadas en el Mediodía de Francia, cuanto que al cabo de quinientos años, los odios religiosos venían a añadirse a los odios políticos.

El emperador rey de la isla de Elba, que después de haber sido soberano en una parte del mundo, reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡
Viva Napoleón
! por ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin remedio para Francia y para el trono. Los magistrados anatematizaban sus errores políticos; los militares murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del príncipe, creyese que la vida comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso.

Un anciano condecorado con la cruz de San Luis se levantó brindando por la salud del rey Luis XVIII. Era el marqués de Saint-Meran. Con este brindis, que recordaba a la vez al desterrado de Hartwell y al rey pacificador de Francia, se aumentó el barullo, los vasos chocaron unos con otros, las mujeres se quitaron las flores de la cabeza y las esparcieron sobre el mantel; momento fue éste en verdad de entusiasmo casi poético.

—Ya confesarían de plano si estuviesen aquí —dijo la marquesa de Saint-Meran, mujer de mirada dura, labios delgados y continente aristocrático, mujer aún a la moda, a pesar de sus cincuenta años— ya confesarían de plano todos esos revolucionarios que nos han secuestrado, a quienes dejamos a nuestra vez conspirar tranquilamente en nuestros castillos antiguos comprados por un pedazo de pan en tiempo del Terror; ya confesarían que el verdadero desinterés estaba de nuestra parte, puesto que nosotros nos uníamos a la agonizante monarquía, mientras ellos, por el contrario, saludaban al sol que nacía, y labraban sus fortunas, mientras que nosotros perdíamos la nuestra; confesarían que nuestro soberano era verdaderamente Luis, el muy amado, mientras que su usurpador no fue nunca más que Napoleón el maldito. ¿No es verdad, Villefort?

—¿Qué decís… señora marquesa…? —respondió aquel a quien se dirigía esta pregunta—. Perdonadme, no atendía a la conversación.

—Dejad a esos jóvenes, marquesa —replicó el viejo que había brindado—. Van a casarse, y naturalmente tendrán que hablar de otra cosa que no de política.

—Dispensadme, mamá —dijo una preciosa joven de cabellos rubios y ojos azules—. Os devuelvo al señor de Villefort, al que entretuve un instante. Señor de Villefort, mamá os preguntaba…

—Estoy pronto a responder a la señora marquesa, si se digna repetir su pregunta que antes no oí.

—Estáis dispensada, Renata —dijo la marquesa con una sonrisa de ternura que rara vez brillaba en su rostro áspero y seco—; sin embargo, el corazón de la mujer es de tal naturaleza que aunque árido y endurecido por las exigencias sociales, siempre guarda un rincón fértil y amable, el que Dios ha consagrado al amor de madre.

—Estáis perdonada… Ahora oíd, Villefort: dije que los bonapartistas no tenían ni nuestra convicción, ni nuestro entusiasmo, ni nuestro desinterés.

—¡Oh, señora! Por lo menos tienen algo que reemplace a eso: el fanatismo. Napoleón es el Mahoma de Occidente; es para todos esos hombres vulgares, aunque ambiciosos como nunca los hubo, no sólo un legislador, sino un tipo, el tipo de la igualdad.

—¡De la igualdad! —exclamó la marquesa—. ¡Napoleón, tipo de la igualdad! Y entonces, ¿qué es el señor de Robespierre? Creo que le quitáis de su lugar para colocar en él al corso; bastábale con su usurpación.

—No, señora —repuso Villefort—, dejo a cada cual en su puesto: a Robespierre en la plaza de Luis XV sobre el cadalso; a Napoleón, en la plaza de Vendóme sobre su columna; con la diferencia de que el uno ha creado la igualdad que abate; el otro, la igualdad que eleva; el uno ha puesto a los reyes al nivel de la guillotina; el otro ha elevado al pueblo al nivel del trono. Pero eso no impide —añadió Villefort riendo— que los dos sean unos infames revolucionarios, y que el 9 de Termidor y el 4 de abril de 1814 sean dos días felices para Francia, y dignos de ser igualmente celebrados por los amigos del orden y de la monarquía; pero esto explica también cómo, aunque caído para no levantarse jamás, Napoleón ha conservado sus adeptos. ¿Qué queréis, marquesa? Cromwell, que no fue ni la mitad de lo que Napoleón, tuvo también los suyos.

—¿Sabéis, Víllefort, que lo que estáis diciendo presenta un matiz algo revolucionario? Pero os perdono: le es imposible a un hijo de un girondino no conservar cierto apego al terror.

Villefort, sonrojándose, repuso:

—Es cierto que mi padre era girondino, señora, es verdad; pero mi padre no votó la muerte del rey; estuvo proscrito por ese mismo terror que os proscribía, y poco le faltó para perder la cabeza en el mismo cadalso en que la perdió vuestro padre.

—Sí —dijo la marquesa, sin alterarse por este horrible recuerdo—; con la diferencia que hubieran alcanzado un mismo fin por diferentes medios, como lo demuestra el que toda mi familia haya permanecido siempre unida a los príncipes desterrados, mientras que vuestro padre ha tenido a bien unirse al nuevo gobierno, y tras haber sido girondino el ciudadano Noirtier, el conde Noirtier se haya hecho senador.

—¡Mamá! ¡Mamá! —balbuceó Renata—. Bien sabéis que hemos convenido en no renovar tristes recuerdos.

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