—¿Y qué queréis que haga? —preguntó Fernando.
—¿Qué sé yo? ¿Acaso tengo yo algo que ver con…? Paréceme que no soy yo, sino vos, el que está enamorado de Mercedes. «Buscad —dice el Evangelio—, y encontraréis».
—Yo había encontrado ya.
—¿Cómo?
—Quería asesinar al hombre, pero la mujer me ha dicho que si lle gara a suceder tal cosa a su futuro, ella se mataría después.
—¡Bah!, ¡bah!, esas cosas se dicen, pero no se hacen.
—Vos no conocéis a Mercedes, amigo mío, es mujer que dice y hace.
«¡Imbécil! —murmuró para sí Danglars—. ¿Qué me importa que ella muera o no, con tal que Dantés no sea capitán?».
—Y antes que muera Mercedes moriría yo —replicó Fernando con un acento que expresaba resolución irrevocable.
—¡Eso sí que es amor! —gritó Caderousse con una voz dominada cada vez más por la embriaguez—. Eso sí que es amor, o yo no lo entiendo.
—Veamos —dijo Danglars—; me parecéis un buen muchacho, y lléveme el diablo si no me dan ganas de sacaros de penas; pero…
—Sí, sí —dijo Caderousse—, veamos.
—Mira —replicó Danglars—, ya lo falta poco para emborracharte, de modo que acábate de beber la botella y lo estarás completamente. Bebe, y no lo metas en lo que nosotros hacemos. Porque para tomar parte en esta conversación es indispensable estar en su sano juicio.
—¡Yo borracho —exclamó Caderousse—, yo! Si todavía me atrevería a beber cuatro de tus botellas, que por cierto son como frascos de agua de colonia… —Y añadiendo el dicho al hecho, gritó—: ¡Tío Pánfilo, más vino! —Caderousse empezó a golpear fuertemente la mesa con su vaso.
—¿Decíais?… —replicó Fernando, esperando anheloso la continuación de la frase interrumpida.
—¿Qué decía? Ya no me acuerdo. Ese borracho me ha hecho perder el hilo de mis ideas.
—¡Borracho!, eso me gusta; ¡ay de los que no gustan del vino!, tienen algún mal pensamiento, y temen que el vino se lo haga re velar.
Y Caderousse se puso a cantar los últimos versos de una canción muy en boga por aquel entonces.
Los que beben agua sola son hombres de mala ley, y prueba es de ello… el diluvio de Noé.
—Conque decíais —replicó Fernando—, que quisierais sacarme de penas; pero añadíais.
—Sí, añadía que para sacaros de penas, basta con que Dantés no se case, y me parece que la boda puede impedirse sin que Dantés muera.
—¡Oh!, sólo la muerte puede separarlos —dijo Fernando.
—Raciocináis como un pobre hombre, amigo mío —exclamó Caderousse—; aquí tenéis a Danglars, pícaro redomado, que os probará en un santiamén que no sabéis una palabra. Pruébalo, Danglars, yo he respondido de ti, dile que no es necesario que Dantés muera. Por otro lado, muy triste sería que muriese Dantés; es un buen muchacho; le quiero mucho, mucho; ¡a tu salud, Dantés! ¡A tu salud!
Fernando se levantó dando muestras de impaciencia.
—Dejadle —dijo Danglars deteniendo al joven—. ¿Quién le hace caso? Además, no va tan desencaminado: la ausencia separa a las personas casi mejor que la muerte. Suponed ahora que entre Edmundo y Mercedes se levantan de pronto los muros de una cárcel; estarán tan separados como si los dividiese la losa de una tumba.
—Sí, pero saldrá de la cárcel —dijo Caderousse, que con la sombra de juicio que aún le quedaba se mezclaba en la conversación—; y cuando uno sale de la cárcel y se llama Edmundo Dantés, se venga.
—¿Qué importa? —murmuró Fernando.
—Además —replicó Caderousse—, ¿por qué han de prender a Dantés si él no ha robado ni matado a nadie?…
—Cállate —dijo Danglars.
—No quiero —contestó Caderousse—; lo que yo quiero que me digan es por qué habían de prender a Dantés; yo quiero mucho a Dantés; ¡a tu salud, Dantés, a tu salud!
Y se bebió otro vaso de vino.
Danglars observó en los ojos extraviados del sastre el progreso de la borrachera, y volviéndose hacia Fernando, le dijo:
—¿Comprendéis ya que no habría necesidad de matarle?
—Desde luego que no, si pudiéramos lograr que lo prendiesen. Pero ¿por qué medio…?
—Como lo buscáramos bien —dijo Danglars—, ya se encontraría. Pero ¿en qué lío voy a meterme? ¿Acaso tengo yo algo que ver…?
—Yo no sé si esto os interesa —dijo Fernando cogiéndole por el brazo—; pero lo que sí sé es que tenéis algún motivo de odio particular contra Dantés, porque el que odia no se engaña en los sentimientos de los demás.
—¡Yo motivos de odio contra Dantés!, ninguno, ¡palabra de honor! Os vi desgraciado, y vuestra desgracia me conmovió; esto es todo. Pero desde el momento en que creéis que obro con miras interesadas, adiós, mi querido amigo, salid como podáis de ese atolladero.
Y Danglars hizo ademán de irse.
—No —dijo Fernando deteniéndole—, quedaos. Poco me importa que odiéis o no a Dantés; pero yo sí le odio; lo confieso francamente. Decidme un medio y lo ejecuto al instante…, como no sea matarle, porque Mercedes ha dicho que se daría muerte si matasen a Dantés.
Caderousse levantó la cabeza que había dejado caer sobre la mesa, y mirando a Fernando y a Danglars estúpidamente:
—¡Matar a Dantés…! —dijo—. ¿Quién habla de matar a Dantés?
¡No quiero que le maten…!, es mi amigo… esta mañana me ofreció su dinero…, del mismo modo que yo partí en otro tiempo el mío con él… ¡No quiero que maten a Dantés…! No…, no…
—Y ¿quién habla de matarle, imbécil? —replicó Danglars—. Sólo se trata de una simple broma. Bebe a su salud —añadió llenándole un vaso—, y déjanos en paz.
—Sí, sí, a la salud de Dantés —dijo Caderousse apurando el contenido de su vaso—; a su salud… a su salud… a su…
—Pero ¿el medio…?, ¿el medio? —murmuró Fernando.
—¿No lo habéis hallado aún?
—No, vos os encargasteis de eso.
—Es cierto —repuso Danglars—, los franceses tienen sobre los españoles la ventaja de que los españoles piensan y los franceses improvisan.
—Improvisad, pues —dijo Fernando con impaciencia.
—Muchacho —dijo Danglars—, trae recado de escribir.
—¡Recado de escribir! —murmuró Fernando.
—Puesto que soy editor responsable, ¿de qué instrumentos me he de servir sino de pluma, tinta y papel?
—¿Traes eso? —exclamó Fernando a su vez.
—En esa mesa hay recado de escribir —respondió el mozo señalando una inmediata.
—Tráelo.
El mozo lo cogió y lo colocó encima de la mesa de los bebedores.
—¡Cuando pienso —observó Caderousse, dejando caer su mano sobre el papel— que con esos medios se puede matar a un hombre con mayor seguridad que en un camino a puñaladas! Siempre tuve más miedo a una pluma y a un tintero, que a una espada o a una pistola.
—Ese tunante no está tan borracho como parece —dijo Danglars—. Echadle más vino, Fernando.
Fernando llenó el vaso de Caderousse, observándole atentamente, hasta que le vio, casi vencido por ese nuevo exceso, colocar, o más bien, soltar su vaso sobre la mesa.
—Conque… —murmuró el catalán, conociendo que ya no podía estorbarle Caderousse, pues la poca razón que conservaba iba a desaparecer con aquel último vaso de vino.
—Pues, señor, decía —prosiguió Danglars—, que si después de un viaje como el que acaba de hacer Dantés tocando a Nápoles y en la isla de Elba, le denunciase alguien al procurador del rey como agente bonapartista…
—Yo le denunciaré —dijo vivamente el joven.
—Sí, pero os harán firmar vuestra declaración, os carearán con el reo, y aunque yo os dé pruebas para sostener la acusación, eso es poco; Dantés no puede permanecer preso eternamente; un día a otro tendrá que salir, y en el día en que salga, ¡desdichado de vos!
—¡Oh! Sólo deseo una cosa —dijo Fernando—, y es que me venga a buscar.
—Sí, pero Mercedes os aborrecerá si tocáis el pelo de la ropa a su adorado Edmundo.
—Es verdad —repuso Fernando.
—Nada, si nos decidimos, lo mejor es coger esta pluma simple mente, y escribir una denuncia con la mano izquierda para que no sea conocida la letra —contestó Danglars; y esto diciendo, escribió con la mano izquierda y con una letra que en nada se parecía a la suya acostumbrada, los siguientes renglones, que Fernando leyó a media voz:
Un amigo del trono y de la religión previene al señor procurador del rey que un tal Edmundo Dantés, segundo de El Faraón, que llegó esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y en Porto-Ferrajo, ha recibido de Murat una misiva para el usurpador, y de éste otra carta para la junta bonapartista de París.
Fácilmente se tendrá la prueba de su crimen, prendiéndole, porque la carta se hallará sobre su persona, o en casa de su padre, o en su camarote, a bordo de El Faraón.
—Está bien —añadió Danglars—. De este modo vuestra venganza tendría sentido común, y de lo contrario podría recaer sobre vos mis mo, ¿entendéis? Ya no queda sino cerrar la carta, escribir el sobre —y Danglars hizo como decía—: Al señor procurador del rey, y asunto concluido.
—Sí, asunto concluido —exclamó Caderousse, quien con los últimos resplandores de su inteligencia había escuchado la lectura, y comprendiendo por instinto todas las desgracias que podría causar tal denuncia; sí, negocio concluido; pero sería una infamia.
Y alargó el brazo para coger la carta.
—Por supuesto —dijo Danglars, apartándole la mano—, lo que digo no es más que una broma; y soy el primero que sentiría mucho que le sucediese algo a Dantés, a ese bueno de Dantés. Vamos, ¡no faltaba más…! —y cogiendo la carta, la estrujó entre los dedos y la tiró a un rincón.
—¡Muy bien! —exclamó Caderousse—. Dantés es mi amigo, y no quiero que le hagan ningún daño.
—¿Quién diablos piensa en hacerle daño? A lo menos no seremos ni Fernando ni yo —dijo Danglars levantándose y mirando al joven, cuyos ojos estaban clavados en el papel delator tirado en el suelo.
—En tal caso —replicó Caderousse—, que nos den más vino, quiero beber a la salud de Edmundo y de la bella Mercedes.
—Bastante has bebido, ¡borracho! —dijo Danglars—; y como sigas bebiendo lo verás obligado a dormir aquí, porque seguramente no podrás tenerte en pie.
—¡Yo! —balbuceó Caderousse levantándose con la arrogancia del borracho—; ¡yo no poder tenerme! ¿Apuestas algo a que me atrevo a subir al campanario de las Accoules derechito, sin dar traspiés?
—Está bien —dijo Danglars—, hago la apuesta; pero la dejaremos para mañana. Ya es tiempo de que nos vayamos; dame el brazo.
—Vamos allá —dijo Caderousse—; mas para andar no necesito de lo brazo. ¿Vienes, Fernando? ¿Vuelves a Marsella con nosotros?
—No —respondió Fernando—; me vuelvo a los Catalanes.
—Haces mal; ven con nosotros a Marsella.
—Nada tengo que hacer en Marsella, y no quiero ir.
—Bueno, bueno, no quieres, ¿eh? Pues haz lo que lo parezca: libertad para todos en todo. Ven, Danglars, y dejémosle que vuelva a los Catalanes, si así lo quiere.
Danglars aprovechó este instante de docilidad de Caderousse para llevarle hacia Marsella; pero para dejar a Fernando más a sus anchas, en vez de irse por el muelle de la Rive-Neuve, echó por la puerta de Saint-Victor. Caderousse le seguía tambaleándose, cogido de su brazo. Apenas anduvieron unos veinte pasos, Danglars volvió la cabeza tan a tiempo, que pudo ver al joven abalanzarse al papel, que guardó en su bolsillo, dirigiéndose en seguida hacia Pillon.
—¡Calla! ¿Qué está haciendo? —dijo Caderousse—. Nos ha dicho que iba a los Catalanes, y se dirige a la ciudad. ¡Oye, Fernando, vas descaminado, oye!
—Tú eres el que no ves bien —dijo Danglars—. ¡Si sigue derecho el camino de las Vieilles Infirmeries…!
—Es cierto —respondió Caderousse—; pero hubiera jurado que iba por la derecha. Decididamente el vino es un traidor, que hace ver visiones.
—Vamos, vamos —murmuró Danglars—, que la cosa marcha, y sólo cabe dejarla marchar.
A
maneció un día magnífico: el tiempo estaba hermosísimo; el sol, puro y brillante, y sus primeros rayos, de un rojo purpúreo, doraban las espumas de las olas.
La comida había sido preparada en el primer piso de
La Reserva
, cuyo emparrado ya conocemos. Se componía aquél de un gran salón iluminado por cinco o seis ventanas; encima de cada una se veía escrito el nombre de una de las mejores ciudades de Francia. Todas estas ventanas caían a un balcón de madera: de madera era también todo el edificio.
Si bien la comida estaba anunciada para las doce, desde las once de la mañana llenaban el balcón multitud de curiosos impacientes. Eran éstos los marineros privilegiados de
El Faraón
y algunos soldados amigos de Dantés. Todos se habían puesto de gala para honrar a los novios. Entre los convidados circulaba cierto murmullo ocasionado porque los consignatarios de
El Faraón
habían de honrar con su presencia la comida de boda del segundo. Era tan grande este honor, que nadie se atrevía a creerlo, hasta que Danglars, que llegaba con Caderousse, confirmó la noticia, porque aquella mañana había visto al señor Morrel, y le dijo que asistiría a la comida de La Reserva.
Efectivamente, un instante después Morrel entró en la sala y fue saludado por los marineros con un unánime viva y con aplausos. La presencia del naviero les confirmaba las voces que corrían de que Dantés iba a ser su capitán; y como todos aquellos valientes marineros le querían tanto, le daban gracias, porque pocas veces la elección de un jefe está en armonía con los deseos de los subordinados. No bien entró Morrel, cuando eligieron a Danglars y a Caderousse para que saliesen al encuentro de los novios, y les previniesen de la llegada del personaje que había producido tan viva sensación, para que se apresuraran a venir pronto. Danglars y Caderousse se marcharon en seguida pero a los cien pasos vieron que la comitiva se acercaba.
Esta se componía de cuatro jóvenes amigas de Mercedes, catalanas también, que acompañaban a la novia, a quien daba el brazo Edmundo. Junto a la futura caminaba el padre de Dantés, y detrás de ellos venía Fernando con su siniestra sonrisa. Ni Mercedes ni Edmundo se dieron cuenta de esa sonrisa: los pobres muchachos eran tan felices que sólo pensaban en sí mismos, y no tenían ojos más que para aquel hermoso cielo que los bendecía.
Danglars y Caderousse cumplieron con su misión de embajadores, y dando después un fuerte apretón de manos a Edmundo, Danglars se fue a colocar al lado de Fernando, y Caderousse al del padre de Dantés, objeto de la atención general. El anciano vestía una casaca de tafetán, con grandes botones de acero tallados. Cubrían sus delgadas, aunque vigorosas piernas, unas medias de algodón que a la legua olían a contrabando inglés. De su sombrero apuntado pendían con pintoresca profusión cintas blancas y azules; se apoyaba en fin, en un nudoso bastón de madera, encorvado por el puño como el
pedum
antiguo. Parecía uno de esos figurones que adornaban en 1796 los jardines de Luxemburgo y de las Tullerías.