Decidióse, pues, a esperar mudo y pensativo. Sus ojos, acostumbrados a las tinieblas como los de todo marino, devoraban la oscuridad y el espacio.
Habían dejado a la derecha la isla de Ratonmeau con su faro, y bordeando la costa llegaban a la sazón a la altura de los Catalanes. Aquí fueron dobles y devoradoras las miradas del preso; porque estaba cerca de Mercedes, y a cada instante creía ver dibujarse entre las tinieblas de la orilla la forma indecisa y vaga de una mujer.
¿Cómo el corazón no decía a Mercedes que pasaba su amado a trescientos pasos de ella?
Una luz solamente brillaba en los Catalanes. Al buscar Dantés la posición de esta luz, llegó a comprender que alumbraba a su novia: Mercedes era, a no dudar, la única que velaba en la colonia. Con un solo grito que él diera podía oírle y reconocerle.
Un falso amor propio le detuvo, sin embargo. ¿Qué dirían los gendarmes oyéndole gritar como un demente?
Silencioso y con los ojos clavados en la luz quedó, mientras el barco proseguía su camino, sin pensar ni en el barco ni en el camino, sino sólo en Mercedes.
Un accidente topográfico hizo que la luz se perdiese de vista. Volvióse Dantés al punto, y conoció que la embarcación entraba en alta mar.
A pesar de la repugnancia que experimentaba Dantés en dirigir nuevas preguntas al gendarme, acercándose a él, y tomándole una mano:
—Camarada —le dijo—, suplícoos por vuestra conciencia y a fuer de soldado que tengáis piedad de mí y me respondáis. Yo soy el capitán Edmundo Dantés, francés bueno y leal, aunque acusado de no sé qué traición. ¿Adónde me lleváis? Decídmelo, que os doy mi palabra de marino de resignarme a mi suerte.
El gendarme se rascó la oreja mirando a su camarada, que hizo un ademán como si dijese:
—A la altura en que nos hallamos creo que ya no hay peligro.
Y volviéndose el primero a Edmundo:
—¡Siendo marino y marsellés preguntáis adónde vamos! —le dijo.
—Sí, puesto que lo ignoro, palabra de honor.
—¿No sospecháis nada?
—No lo sospecho.
—Es imposible.
—Os lo juro por lo más sagrado. Contestadme en nombre del cielo.
—Pero la consigna…
—La consigna no os prohíbe decirme lo que yo sabré dentro de diez minutos, o tal vez antes. Con decírmelo me ahorráis siglos de incertidumbre. Os lo pregunto como si fueseis mi amigo. Mirad: ni puedo ni quiero moverme ni huir. ¿Adónde vamos?
—Si no estáis ciego, como hayáis salido alguna vez por mar de Marsella, podréis adivinarlo.
—Pues no acierto.
—Mirad a vuestro alrededor.
Púsose Dantés de pie, y mirando hacia donde el barco parecía dirigirse, distinguió en la oscuridad, a cien toesas, la negra y descarnada roca en que campea como una esfinge el sombrío castillo de If.
Esta mole informe, esta prisión terrorífica que provee a Marsella de consejas y tradiciones lúgubres, como Dantés no pensaba en ella, le hizo al distinguirla aquel efecto que el cadalso hace al que va a morir.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El castillo de If! ¿Qué vamos a hacer allí?
El gendarme se sonrió.
—No se me conducirá allí para dejarme preso —prosiguió Dantés—, porque el castillo de If es una prisión de Estado donde entran sólo los grandes criminales políticos. ¿Hay allí quizá jueces o magistrado?
—Yo supongo —dijo el gendarme— que no hay sino murallas de piedra, gobernador, carceleros y guarnición. Ea, ea, amiguito, no os hagáis el sorprendido, que no parece sino que me agradecéis con burlas mi complacencia.
Dantés apretó la mano del gendarme.
—¿Sospecháis que me llevan a encerrar al castillo de If?
—Es probable, camarada; pero no sé a qué viene el apretarme tanto la mano.
—¿Sin más formalidades? ¿Sin más averiguaciones?
—Las formalidades están cumplidas, y las averiguaciones hechas.
—¿De modo que a pesar de la promesa del señor de Villefort…?
—Ignoro si el señor de Villefort os ha prometido algo —dijo el gendarme—, pero sé que vamos al castillo de If. ¡Eh! ¿Qué hacéis? ¡Camaradas, a mí!
Rápido como el rayo, Dantés había querido arrojarse al mar; pero los ojos infatigables y peritos del gendarme lo habían adivinado, y cuatro brazos vigorosos le sujetaron cuando ya sus pies iban a abandonar el suelo de la barca, después de lo cual volvió a caer en el fondo de ésta, rugiendo de cólera.
—¡Muy bien! —exclamó el gendarme poniéndole sobre el pecho una rodilla—. ¡Muy bien! ¡Así cumplís vuestras palabras de marino! ¡Quién se fía de moscas muertas! Ahora, amiguito, si os movéis tan siquiera, os soplo una bala en el cráneo. Falté a la primera parte de mi consigna, pero os juro que no faltaré a la segunda.
Y Dantés sintió, en efecto, apoyado en su sien el cañón del mosquetón.
De momento estuvo tentado de hacer el movimiento que se le prohibía para acabar de una vez con aquella serie de inesperadas desgracias; pero por lo mismo que eran inesperadas, no pudo creerlas duraderas, y con esto, y con recordar las promesas de Villefort, y con parecerle indigna, preciso es decirlo, aquella muerte a manos de un gendarme en el fondo de una lancha, volvió a su sitio primero, sollozando de ira y retorciéndose las manos con furor.
Casi en el mismo instante hizo temblar el barco un choque violentísimo. Saltó uno de los remeros a la roca en que acababa de tocar la proa; crujió una maroma enroscándose en una polea, y pudo comprender Edmundo que había llegado al término del viaje y amarraban el bote.
En efecto, sus guardias, que le sujetaban a la vez por los brazos y por el cuello, obligáronle a levantarse y a saltar a tierra, impeliéndole hacia los escalones que conducían a la ciudadela, mientras que el municipal los seguía detrás con la bayoneta calada.
Ya no hizo Dantés vanas resistencias. Su lentitud en el andar más le producía la inercia que la resistencia, y daba traspiés como un borracho. Veía escalonarse soldados por el camino; conoció que subía una escalera que le obligaba a alzar los pies, y que entraba por una puerta, y que esta puerta se cerraba detrás de él; pero todo maquinalmente, como a través de una nube, sin distinguir nada con claridad. Ya ni siquiera veía el mar, esa fuente de dolores para los presos, que contemplan su espacio afligidos por no poderlo salvar.
En un momento que hicieron alto, procuró Edmundo recogerse en sí mismo, y darse cuenta de su situación. Miró en derredor, y vio que se encontraba en un patio cuadrado de altísimas paredes; oíase a lo lejos el paso acompasado de los centinelas, y tal vez cuando pasaban al resplandor proyectado en los muros por dos o tres luces que había dentro del castillo, veía brillar el cañón de sus fusiles.
Aguardaron allí como por espacio de diez minutos. Seguros de que ya no podría escapárseles, los gendarmes habían abandonado a Dantés. Parecía que esperasen órdenes, órdenes que al fin llegaron.
—¿Dónde está el preso? —preguntó una voz.
—Aquí —respondieron los gendarmes.
—Que venga conmigo, voy a llevarle a su departamento.
—Id —dijeron los gendarmes a Dantés.
Siguió el preso a su guía, que, en efecto, le condujo a una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y húmedas parecía que sudasen lágrimas. Una especie de lámpara, de fétida grasa en vez de aceite, ardía sobre un banco iluminando aquella mansión horrible. Con su luz pudo reconocer Dantés a su conductor, carcelero subalterno, mal vestido y de mala facha.
—He aquí vuestro cuarto para esta noche —le dijo—. Es ya tarde y el señor gobernador está acostado. Cuando mañana se levante, según las órdenes que tenga, acaso os mudarán de domicilio. Mientras tanto, aquí tenéis pan, agua en ese cántaro, y paja allí en un rincón. Es cuanto puede un preso desear. Buenas noches.
Y antes de que Dantés hubiera pensado en contestar, antes que reparase dónde ponía el pan el carcelero, antes que comprendiese dónde estaba el cántaro ni en qué rincón la paja, había el carcelero cogido la lamparilla, y cerrando la puerta, le había robado aquella mezquina luz, que como la de un relámpago hizo distinguir al preso las grasientas paredes de su calabozo.
Por consiguiente, encontróse solo, en silencio y oscuridad, mudo y triste como aquellas paredes cuyo frío glacial helaba el sudor de su frente.
Cuando el primer albor de la aurora envió a aquel antro un poco de claridad, volvió el carcelero con orden de dejarle en el mismo calabozo. Dantés ni siquiera había mudado de sitio, cual si una mano de hierro le hubiese clavado en él la víspera. Inmóvil y con la cabeza baja, notábasele una alteración solamente: casi cubiertos los ojos por una hinchazón producida por la humedad.
Así había pasado toda la noche: de pie, sin dormir un solo instante.
Acercósele el carcelero, y aún dio en torno suyo algunas vueltas: pero parecía que Dantés no le veía. Al fin le dio un golpecito en la espalda, que le hizo estremecer.
—¿Habéis dormido? —le preguntó el carcelero.
—No lo sé —respondió Dantés.
El carcelero le miró sorprendido.
—¿Tenéis hambre? —prosiguió.
—No lo sé —respondió de nuevo Dantés.
—¿Queréis algo?
—Quisiera ver al gobernador.
El carcelero se encogió de hombros y se marchó.
Siguióle Dantés con la vista, extendiendo los brazos a la puerta entreabierta, pero ésta se cerró de repente.
Entonces su pecho se desgarró, por decirlo así, en un interminable sollozo. Corrieron a torrentes las lágrimas que hinchaban sus pupilas; púsose de hinojos con la frente pegada al suelo, y a rezar por largo rato, repasando en su imaginación toda su vida pasada, y preguntándose qué crimen había cometido en aquella vida tan corta aún para merecer tan duro castigo, y así pasó todo el día.
Algunos bocados de pan y algunas gotas de agua fueron todo su alimento. Ora se sentaba absorto en sus meditaciones, ora giraba en torno de su cuarto como una fiera enjaulada.
Una idea le atormentaba sobre todas. Durante la travesía, ignorando su destino, permaneció tranquilo e inmóvil, cuando pudo muchas veces arrojarse al mar, donde gracias a que era gran nadador y buzo de los más célebres de Marsella, hubiera escapado por debajo del agua a la persecución de los gendarmes, y ganada la costa, huido a una isla desierta, con la esperanza de que algún navío genovés o catalán le llevase a Italia o a España. Desde allí escribiría a Mercedes que viniera a reunirse con él. Ni por asomo le inquietaba la miseria en ninguna parte del mundo a que fuese, pues los buenos marinos en todas son raros, sin contar que hablaba el italiano como un toscano, y el español como un castellano viejo. De este modo, pues, habría vivido libre y feliz con Mercedes y con su padre, que también se les juntaría, mientras en la presente situación, encerrado en el castillo de If, sin esperanzas, ni aun el consuelo tendría de saber de su padre y de Mercedes. ¡Y todo por haberse fiado de las palabras de Villefort! Motivo era para perder el juicio.
A la misma hora de la mañana siguiente volvió el carcelero.
—¿Seréis ya más razonable? —le preguntó.
Dantés no le respondía.
—Vamos, valor —prosiguió aquél—. ¿Deseáis algo que yo pueda proporcionaros? Decidlo.
—Deseo ver al gobernador.
—¡Ea!, ya os dije que es imposible —repuso el carcelero con impaciencia.
—¿Por qué?
—Porque el reglamento no lo permite a los presos.
—¿Qué es lo que les permite, entonces?
—Que coman mejor, si lo pagan, que salgan a pasear y tal vez lean.
—Ni quiero leer, ni pasear, ni comer mejor. Sólo quiero ver al gobernador.
—Si me fastidiáis repitiéndome lo mismo —prosiguió el carcelero—, no os traeré de comer.
—Pues me moriré de hambre, no me importa —dijo Dantés.
El acento de estas palabras dio a entender al carcelero que no sería el morir desagradable a Edmundo; y como por cada preso tenía diez cuartos diarios sobre poco más o menos, calculando el déficit que su falta le ocasionaría, respondió en tono más dulce:
—Escuchad: ese deseo es imposible; desechadlo, porque no hay ejemplo de que haya bajado una sola vez el gobernador al calabozo de un preso; pero si os portáis cuerdamente se os concederá pasear, con lo que acaso algún día veáis al gobernador, y entonces podréis hablar con él.
—Pero ¿cuánto tiempo —dijo Edmundo— tendré que esperar a que se presente esa ocasión?
—¡Diantre! —respondió el carcelero—: Un mes, tres meses, medio año o quizás un año entero.
—Eso es mucho —exclamó Dantés—. Quiero verle en seguida.
—No seáis terco; no os empeñéis en ese imposible, o antes de quince días os habréis vuelto loco.
—¿Lo creéis así? —dijo Dantés.
—Sí, loco; así es como empieza la locura. Aquí tenemos un ejemplar. Con el tema de ofrecer un millón al gobernador si le ponía en libertad, ha perdido el seso un abate que antes que vinierais ocupaba este calabozo.
—¿Y cuánto tiempo hace que salió de aquí?
—Dos años.
—¿En libertad?
—No, se le ha trasladado al subterráneo.
—Escucha —dijo Dantés—; yo no soy abate ni loco, que por desdicha tengo aún completo mi juicio…; voy a hacerte una proposición.
—¿Cuál?
—No voy a ofrecerte un millón, porque no podría dártelo, pero sí cien escudos, como quieras el primer día que vayas a Marsella llegar a los Catalanes con una carta mía, para una joven que se llama Mercedes… ¿Qué digo carta? Cuatro letras.
—Si se descubriera que había llevado esas cuatro letras, perdería mi destino, que vale mil libras anuales, sin contar las propinas y la comida. ¿No será imbecilidad que yo aventure mil libras por trescientas?
—Pues oye, y tenlo presente —dijo Edmundo—. Si te niegas a avisar al gobernador de que deseo hablarle; si te niegas a llevar mi carta a Mercedes, o siquiera a notificarle que estoy preso aquí, te esperaré el día menos pensado detrás de la puerta, y cuando entres te romperé el alma con ese banco.
—¡Amenazas a mí! —exclamó el carcelero retrocediendo y poniéndose en guardia—. Por lo visto se os trastorna el juicio. Como vos principió el abate: dentro de tres días estaréis como él, loco de atar. Por fortuna hay subterráneos en el castillo de If.
Dantés cogió el banco y lo hizo girar en ademán amenazador.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el carcelero—; vos lo habéis querido. Voy a prevenir al gobernador.
—¡Enhorabuena! —respondió Dantés colocando el banco en su sitio, y sentándose con la cabeza baja y la mirada vaga, como si realmente se hubiera vuelto loco.