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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (98 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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El notario dio un paso para retirarse; una sonrisa imperceptible de triunfo se dibujó en los labios del procurador del rey.

Por su parte; Noirtier miró a su nieta con una expresión tal de dolor, que la joven detuvo al notario.

—Caballero —dijo—, la lengua que yo hablo con mi abuelo se puede aprender fácilmente, y lo mismo que la comprendo yo, puedo enseñárosla en pocos minutos. Veamos, caballero, ¿qué necesitáis para quedar perfectamente convencido de la voluntad de mi abuelo?

—Lo que el instrumento público requiere para ser válido —respondió el notario—; es decir, la certeza del consentimiento. Se puede estar enfermo de cuerpo, pero sano de espíritu.

—Pues bien, señor, con dos señales, tendréis la seguridad de que mi abuelo no ha gozado nunca mejor que ahora de su completa inteligencia. El señor Noirtier, privado de la voz, del movimiento, cierra los ojos cuando quiere decir que sí, y los abre muchas veces cuando quiere decir que no. Ahora ya lo sabéis lo suficiente para entenderos con el señor Noirtier, probad.

La mirada que lanzó el anciano a Valentina era tan tierna y expresaba tal reconocimiento, que fue comprendida aun por el notario.

—¿Habéis entendido bien lo que acaba de decir vuestra nieta? —preguntó aquél.

Noirtier cerró poco a poco los ojos y los volvió a abrir después de un momento.

—¿Y aprobáis lo que se ha dicho?, es decir, ¿que las señales indicadas por ella son las que os sirven para expresar vuestro pensamiento?

—Sí —dijo de nuevo el paralítico.

—¿Sois vos quien me ha mandado llamar?

—Sí.

—¿Para hacer vuestro testamento?

—Sí.

—¿Y no queréis que yo me retire sin haberlo hecho?

El anciano cerró vivamente y repetidas veces los ojos.

—¡Pues bien!, caballero, ¿comprendéis ahora? —preguntó la joven—, ¿y descansará vuestra conciencia?

Pero antes de que el notario pudiese responder, Villefort le llamó aparte.

—Caballero —dijo—, ¿creéis que un hombre haya podido experimentar impunemente un choque físico tan terrible como el que experimentó el señor Noirtier de Villefort, sin que la parte moral haya recibido también una grave lesión?

—No es eso precisamente lo que me inquieta, caballero —respondió el notario—; pero ¿cómo conseguiremos adivinar sus pensamientos, a fin de provocar las respuestas?

—Ya veis que ello es imposible —dijo Villefort.

Valentina y el anciano oían esta conversación. Noirtier fijó una mirada tan firme sobre Valentina, que esta mirada exigía evidentemente una respuesta.

—Caballero —dijo la joven—, no os preocupéis por eso; por difícil que sea o que os parezca descubrir el pensamiento de mi abuelo, yo os lo revelaré de modo que desvanezca todas vuestras dudas. Ya hace seis años que estoy con el señor Noirtier, pues que os diga si durante ese tiempo ha tenido que guardar en su corazón alguno de sus deseos por no poder hacérmelo comprender.

—No —respondió el anciano.

—Probemos, pues —dijo el notario—, ¿aceptáis a esta señorita por intérprete?

El paralítico respondió que sí.

—Bien, veamos, caballero, ¿qué es lo que queréis de mí? ¿Qué clase de acto queréis hacer?

Valentina fue diciendo todas las letras del alfabeto hasta llegar a la t.

En esta letra la detuvo la elocuente mirada de Noirtier.

—La letra t es la que pide el señor —dijo el notario—, está claro…

—Esperad —dijo Valentina, y volviéndose hacia su abuelo—, también ta, te…

El anciano la detuvo en seguida de estas sílabas.

Valentina tomó entonces el diccionario y hojeó las páginas a los ojos del notario, que atento lo observaba todo.

—Testamento —señaló su dedo, detenido por la ojeada de Noirtier.

—Testamento —exclamó el notario—, es evidente que el señor quiere testar.

—Sí —respondió el anciano.

—Esto es maravilloso, caballero —dijo el notario a Villefort.

—En efecto —replicó—, y lo sería asimismo ese testamento, porque yo no creo que los artículos se puedan redactar palabra por palabra, a no ser por mi hija. Ahora, pues, Valentina estará tal vez interesada en este testamento, para ser intérprete de las oscuras voluntades del señor Noirtier de Villefort.

—¡No, no, no! —protestó con los ojos el señor Noirtier.

—¡Cómo! —repuso el señor de Villefort—. ¿No está Valentina interesada en vuestro testamento?

—No.

—Caballero —dijo el notario, que maravillado de esta prueba se proponía contar a las gentes los detalles de este episodio pintoresco—; caballero, nada me parece más fácil ahora que lo que hace un momento consideraba imposible, y ese testamento será un testamento místico; es decir, previsto y autorizado por la ley, con tal que sea leído delante de siete testigos, aprobado por el testador delante de ellos y cerrado por el notario, siempre delante de ellos. Por lo que al tiempo se refiere, apenas durará más que un testamento ordinario; primero están las fórmulas, que siempre son las mismas; y en cuanto a los detalles, la mayor parte serán adivinados por el estado de los asuntos del testador y por vos, que habiéndolos administrado, los conoceréis. Sin embargo, por otra parte, para que esta acta permanezca inatacable, vamos a hacerlo con la formalidad más completa; uno de mis colegas me ayudará, y, contra toda costumbre, asistirá al acto. ¿Estáis satisfecho, caballero? —continuó el notario dirigiéndose al anciano.

—Sí —respondió Noirtier, contento, al parecer, por haber sido comprendido.

«¿Qué va a hacer?» pensó Villefort, a quien su elevada posición imponía mucha reserva, y que no podía adivinar las intenciones de su padre.

Volvíóse para mandar llamar al segundo notario, pedido por el primero; pero Barrois, que todo lo había oído, y adivinado el deseo de su amo, había salido ya en su busca.

El procurador del rey envió entonces a decir a su mujer que subiese.

Al cabo de un cuarto de hora todo el mundo estaba reunido en el cuarto del paralítico, y el segundo notario había llegado.

Con pocas palabras estuvieron los dos de acuerdo. Leyeron a Noirtier una fórmula de testamento; y para empezar, por decirlo así, el examen de su inteligencia, el primer notario, volviéndose hacia él, le dijo:

—Cuando se otorga testamento es en favor o en perjuicio de alguna persona.

—Sí —respondió Noirtier.

—¿Tenéis alguna idea de la cantidad a que asciende vuestro caudal?

—Sí.

—Iré diciéndoos algunas cantidades en orden ascendente; ¿me detendréis cuando creáis que es la vuestra?

—Sí.

Había en este interrogatorio una especie de solemnidad; por otra parte, jamás fue tan visible la lucha de la inteligencia contra la materia; era un espectáculo curioso.

Todos formaron un círculo alrededor de Noirtier; el segundo notario estaba sentado a una mesa, dispuesto a escribir; el primero, en pie, a su lado, interrogaba al anciano.

—Vuestra fortuna pasa de trescientos mil francos, ¿no es verdad? —preguntó.

Noirtier permaneció inmóvil.

—¿Quinientos mil?

La misma inmovilidad.

—¿Seiscientos mil…?, ¿setecientos mil…?, ¿ochocientos mil…?, ¿novecientos mil…?

Noirtier hizo señas afirmativas.

—¿Posee novecientos mil francos?

—Sí.

—¿Inmuebles?

—No.

—¿En escrituras de renta?

Noirtier hizo señas afirmativas.

—¿Están en vuestro poder estas inscripciones?

Una mirada dirigida a Barrois hizo salir al antiguo criado, que volvió un instante después con una cajita.

—¿Permitís que se abra esta caja? —preguntó el notario.

Noirtier dijo que sí.

Abrieron la caja y encontraron novecientos mil francos en escrituras.

El primer notario pasó una tras otra cada escritura a su colega; la cuenta estaba cabalmente como había dicho Noirtier.

—Esto es —dijo—; no se puede tener la cabeza más firme y despejada. —Y volviéndose luego hacia el paralítico—: ¿Conque —le dijo— poseéis novecientos mil francos de capital, que, del modo que están invertidos, deberán produciros cuarenta mil francos de renta?

—Sí.

—¿A quién deseáis dejar esa fortuna?

—¡Oh! —dijo la señora de Villefort—, no cabe la menor duda; el señor Noirtier aura únicamente a su nieta, la señorita Valentina de Villefort; ella es quien le cuida hace seis años; ha sabido cautivar con sus cuidados asiduos el afecto de su abuelo, y casi diré su reconocimiento; justo es, pues, que recoja el precio de su cariño.

Los ojos de Noirtier lanzaron miradas irritadas a la señora de Villefort por las intenciones que le suponía.

—¿Dejáis, pues, a la señorita Valentina de Villefort los novecientos mil francos? —inquirió el notario persuadido de que ya no faltaba más que el asentimiento del paralítico para cerrar el acto.

Valentina se había retirado a un rincón y lloraba, el anciano la miró un instante con la expresión de la mayor ternura; volviéndose después hacia el notario, cerró los ojos mochas veces de la manera más significativa.

—¡Ah!, ¿no? —dijo el notario—; ¿conque no es a la señorita de Villefort a quien hacéis heredera universal?

Noirtier hizo seña negativa.

—¿No os engañáis? —exclamó el notario asombrado—; ¿decís que no?

—No —repitió Noirtier—, no…

Valentina levantó la cabeza; estaba asombrada, no por haber sido desheredada, sino por haber provocado el sentimiento que dicta ordinariamente semejantes actos.

Pero Noirtier la miró con una expresión tal de ternura, que la joven exclamó:

—¡Oh!, ¡mi buen padre!, bien lo veo, sólo me quitáis vuestra fortuna, pero reserváis pare mí vuestro corazón.

—¡Oh!, sí, seguramente —dijeron los ojos del paralítico cerrándose con una expresión ante la cual Valentina no podía engañarse.

—¡Gracias!, ¡gracias! —murmuró la joven.

Sin embargo, esta negativa había hecho nacer en el corazón de la señora de Villefort una esperanza inesperada, y se acercó al anciano.

—¿Entonces, será a vuestro nietecito Eduardo Villefort a quien dejáis vuestra fortuna, querido señor Noirtier? —inquirió la madre.

El movimiento negativo de los ojos fue terrible, casi expresaba odio.

—No —exclamó el notario—; ¿es a vuestro señor hijo, que está presente?

—¡No! —repuso el anciano.

Los dos notarios se miraron asombrados; Villefort y su mujer se sonrojaron, el uno de vergüenza, la otra de despecho.

—Pero ¿qué os hemos hecho, padre? —dijo Valentina—, ¿no nos amáis ya?

La mirada del anciano pasó rápidamente sobre su hijo y su nuera, y se fijó en Valentina con una expresión de ternura.

—¡Entonces! —dijo ésta—; si me amas, veamos, padre mío, procure unir este amor a lo que haces en este momento. Tú me conoces, sabes que nunca he pensado en la fortuna. Además, aseguran que soy rico por parte de mi madre, demasiado hice tal vez; explícate, pues.

Noirtier fijó su mirada ardiente sobre la mano de Valentina.

—¿Mi mano? —dijo ella.

—Sí —dijo.

—¿Su mano? —repitieron todos los concurrentes, asombrados.

—¡Ah!, señores, bien veis que todo es inútil, y que mi pobre padre está loco —dijo Villefort.

—¡Oh! —exclamó de repente Valentina—, ¡ya comprendo!, mi casamiento, ¿no es verdad, buen padre mío?

—Sí, sí, sí —repitió tres veces el anciano.

—¿No lo agrada mi casamiento?, ¿es verdad?

—Sí.

—¡Pero eso es un absurdo! —dijo Villefort.

—Disculpadme, caballero —dijo el notario—, todo esto que está ocurriendo es muy natural, y todos quedaremos perfectamente convencidos de la verdad.

—¿No queréis que me case con el señor Franz d’Epinay?

—No, no quiero —expresaron los ojos del anciano.

—¿Y desheredaríais a vuestra nieta —exclamó el notario—, por efectuar una boda contra vuestro gusto?

—Sí —respondió Noirtier.

—¿De suerte que, a no ser por este casamiento sería vuestra heredera?

—Sí.

Hubo entonces un silencio profundo alrededor del anciano.

Los dos notarios se consultaban; Valentina, con las manos juntas, miraba a su abuelo con singular dulzura; Villefort se mordía los labios; su mujer no podía reprimir un sentimiento de alegría que, a pesar suyo, se retrataba en su semblante.

—Pero —dijo al fin Villefort rompiendo el silencio— creo que yo sólo soy dueño de la mano de mi hija, y quiero que se case con el señor Franz d’Epinay, y se casará. Valentina cayó llorando sobre un sillón.

—Caballero —dijo el notario dirigiéndose al anciano—, ¿qué pensáis hacer de vuestro caudal, en caso de que la señorita Valentina contraiga matrimonio con el señor Franz?

El anciano permaneció inmóvil.

—No obstante, ¿dispondréis de él?

—Sí —respondió Noirtier.

—¿En favor de alguno de vuestra familia? —No.

—¿En favor de los necesitados?

—Sí.

—Pero bien sabéis —dijo el notario— que la ley se opone a que despojéis enteramente a vuestros hijos.

—Sí.

—¿No dispondréis de la parte que os autoriza la ley?

Noirtier permaneció inmóvil.

—¿Continuáis con la idea de querer disponer de todo?

—Sí.

—Pero después de vuestra muerte impugnarán vuestro testamento.

—No.

—Mi padre me conoce, caballero —dijo el señor de Villefort—, sabe que su voluntad será sagrada para mí; por otra parte, se da cuenta de que en mi posición no puedo pleitear con los pobres.

Los ojos de Noirtier expresaron triunfo.

—¿Qué decís, caballero? —preguntó el notario a Villefort.

—Nada, caballero; mi padre ha tomado esta resolución, y yo sé que no cambia nunca. Por consiguiente, debo resignarme. Estos novecientos mil francos saldrán de la familia para enriquecer los hospitales; pero jamás cederé ante un capricho de anciano, y obraré según mi voluntad.

Aquel mismo día quedó cerrado el testamento; buscáronse testigos, fue aprobado por el anciano, firmado después en su presencia y archivado más tarde en casa del señor Deschamps, notario de la familia.

Capítulo
VII
El telégrafo y el jardín

A
l volver a su casa el señor y la señora de Villefort supieron que el señor conde de Montecristo había ido a hacerles una visita, y les aguardaba en el salón. La señora de Villefort, demasiado conmovida para entrar de repente, pasó a su tocador, mientras que el procurador del rey, más seguro de sí mismo, se dirigió inmediatamente al salón.

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