Por dueño que fuese de sus sensaciones, por bien que supiera componer su rostro, el señor de Villefort no pudo apartar del todo la nube que oscurecía su semblante, y el conde de Montecristo no pudo menos de reparar en su aire sombrío y pensativo.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Montecristo después de los primeros saludos—; ¿qué os ocurre, señor de Villefort?, ¿he llegado tal vez en el momento en que extendíais alguna sentencia de muerte?
Villefort trató de sonreírse.
—No, señor conde —dijo—, aquí no hay más víctima que yo; esta vez he perdido el pleito, y todo por una casualidad, una locura, una manía.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Montecristo con interés perfectamente fingido—. ¿Os ha sucedido en realidad alguna desgracia grave?
—¡Oh, señor conde! —dijo Villefort con una tranquilidad llena de amargura—, no vale la pena hablar de ello; ¡oh!, no ha sido nada, una simple pérdida de dinero.
—En efecto —respondió Montecristo—, una pérdida de dinero es poca cosa para una fortuna como la que poseéis, y para un talento filosófico y elevado como el vuestro.
—Por consiguiente —respondió Villefort—, no es la pérdida de dinero lo que me preocupa, aunque después de todo, novecientos mil francos bien merecen ser llorados, o por lo menos causar un poco de despecho a la persona que los pierde. Pero, sobre todo, lo que más me enoja es la casualidad, la fatalidad; no sé cómo llamar al poder que dirige el golpe que me hiere y destruye mis esperanzas de fortuna tal vez, y el porvenir de mi hija por un capricho de anciano…
—¡Cómo…!, ¿qué decís? —exclamó el conde—: ¿Novecientos mil francos habéis dicho? ¡Oh!, esa suma merece ser llorada incluso por un filósofo. ¿Y quién os causa ese pesar?
—Mi padre, de quien ya os he hablado.
—¡El señor Noirtier! Pero vos me habíais dicho, si mal no recuerdo, que tanto él como todas sus facultades estaban completamente paralizadas…
—Sí, sus facultades físicas, porque no puede moverse; no puede hablar, y sin embargo, piensa, desea, obra, como veis. Hace cinco minutos me he separado de él, y ahora mismo está ocupado en dictar su testamento a dos notarios.
—¿Pero ha hablado?
—No, pero se hace comprender.
—¿Pues cómo?
—Por medio de la mirada; sus ojos han seguido viviendo, y bien lo veis, son capaces de matar.
—Amigo mío —dijo la señora de Villefort, que acababa de entrar—, tal vez exageráis la situación.
—Señora… —dijo el conde inclinándose.
La señora de Villefort saludó al conde con la más amable de sus sonrisas.
—¿Pero qué es lo que dice el señor de Villefort —preguntó Montecristo—, y qué desgracia incomprensible…?
—¡Incomprensible, ésa es la palabra! —repuso d procurador del rey encogiéndose de hombros—; un capricho de anciano.
—¿No hay medio de hacerle revocar esa decisión?
—Desde luego —dijo la señora de Villefort—; y aún diré que depende de mi marido el que ese testamento, en lugar de ser hecho en favor de los pobres, lo hubiera sido en favor de Valentina.
El conde adoptó un aire distraído y miró con la más profunda atención y con la aprobación más marcada a Eduardo, que derramaba tinta en el bebedero de los pájaros.
—Querida —dijo Villefort respondiendo a su mujer—, bien sabéis que a mi no me gusta dármelas de patriarca, y que jamás he creído que la suerte del universo dependiese de un movimiento de mi cabeza. Sin embargo, importa que mis decisiones sean respetadas en mi familia, y que la locura de un anciano y el capricho de una niña no destruyan un proyecto que llevo en la mente desde hace muchos años. El barón d’Epinay era mi amigo, y una alianza con su hijo sería muy conveniente.
—¿No creéis —dijo la señora de Villefort— que Valentina está de acuerdo con él…?; en efecto…, siempre ha sido opuesta a ese casamiento, y no me admiraría que todo lo que acabamos de presenciar fuese un plan concertado entre ellos.
—Señora —dijo Villefort—, creedme, no se renuncia tan fácilmente a una fortuna de novecientos mil francos.
—Renunciaba al mundo, caballero, puesto que hace un año quería entrar en un convento.
—No importa —repuso Villefort—, os repito que esa boda se efectuará, señora.
—¿A pesar de la voluntad de vuestro padre? —dijo la señora de Villefort, atacando otra cuerda—, ¡eso es muy grave!
Montecristo hacía como que no escuchaba, y sin embargo, no perdía palabra de lo que se decía.
—Señora —repuso Villefort, puedo decir que siempre he respetado a mi padre, porque al sentimiento natural de la descendencia iba unido en mi el convencimiento de la superioridad moral, porque, después de todo, un padre es sagrado bajo dos aspectos: sagrado como nuestro creador, sagrado como nuestro dueño; pero hoy debo renunciar a reconocer inteligencia en el anciano que, por un simple recuerdo de odio contra el padre, persigue así al hijo; sería, pues, ridículo para mí conformar mi conducta a sus caprichos. Continuaré respetando al señor Noirtier. Sufriré sin quejarme el castigo pecuniario que me impone; pero permaneceré firme en mi voluntad, y el mundo apreciará de parte de quién estaba la razón. En fin, yo casaré a mi hija con el barón Franz d’Epinay, porque es, a mi juicio, bueno, y sobre todo porque ésta es mi voluntad.
—¿Conque —dijo el conde, cuya aprobación había solicitado con una mirada el procurador del rey—; conque el señor Noirtier deshereda a la señorita Valentina porque se va a casar con el señor barón Franz d’Epinay?
—¡Oh!, sí, sí, señor; ésa es la razón —dijo Villefort encogiéndose de hombros.
—La razón aparente, al menos —añadió la señora de Villefort.
—La razón real, señora. Creedme, yo conozco a mi padre.
—¿Cómo se concibe eso? —respondió la señora—; ¿en qué puede desagradar el señor d’Epinay al señor Noirtier?
—En efecto —dijo el conde—, he conocido al señor Franz d’Epinay: el hijo del general Quesnel, ¿no es verdad que fue hecho barón d’Epinay por el rey Carlos X?
—¡Exacto! —repuso Villefort.
—¡Pues bien…!, ¡creo que es un joven muy simpático!
—¡Oh!, estoy segura de que eso no es más que un pretexto —dijo la señora de Villefort—; los ancianos son muy tercos, ¡y el señor Noirtier no quiere que su nieta se case!
—Pero —dijo Montecristo—, ¿no sabéis la causa de ese odio?
—¡Oh!, ¿quién puede saber…?
—¿Alguna antipatía política tal vez…?
—En efecto, mi padre y el señor d’Epinay han vivido en tiempos revueltos, de que yo no he visto más que los últimos días —dijo Villefort.
—¿No era bonapartista vuestro padre? —preguntó Montecristo—. Creo recordar que vos me dijisteis algo por el estilo.
—Mi padre ha sido jacobino ante todo —repuso Villefort—, y la túnica de senador que le puso sobre los hombros Napoleón, no hacía más que disfrazar al antiguo revolucionario, aunque sin cambiarle. Cuando mi padre conspiraba, no era por el emperador, era contra los Borbones.
—¡Pues bien! —dijo el conde—; eso es, el señor Noirtier y el señor d’Epinay se habrán encontrado en esas trifulcas políticas. El general d’Epinay, aunque sirvió a Napoleón, tenía en el fondo del corazón sentimientos realistas, y fue asesinado una noche al salir de un club de partidarios de Napoleón, adonde le habían atraído con la esperanza de encontrar en él un hermano.
Villefort miró al conde con terror.
—¿Estoy, acaso, equivocado? —dijo Montecristo.
—No, caballero —dijo la señora de Villefort—, y ésa, al contrario, es la causa por la que el señor de Villefort ha querido que se amasen dos hijos cuyos padres se habían aborrecido.
—¡Sublime idea…! —dijo Montecristo—, idea llena de caridad y que debía ser aplaudida por el mundo. En efecto, sería hermoso ver llamar a la señorita Noirtier de Villefort, señora Franz d’Epinay.
Villefort se estremeció y miró al conde como si hubiese querido leer en el fondo de su corazón la intención que había dictado las palabras que acababa de pronunciar.
Pero el conde conservó su bondadosa sonrisa en los labios, y tampoco esta vez, a pesar de la profundidad de sus miradas, pudo el pro curador del rey traspasar su epidermis.
—Así, pues —repuso Villefort—, aunque sea una gran desgracia para Valentina el perder los bienes de su abuelo, no pienso que por eso se desbarate esa boda; no lo creo, dado el carácter del señor d’Epinay: tal vez conozca el sacrificio que yo he hecho por cumplir su palabra, calculará que Valentina es rica por su madre y por el señor y la señora de Saint-Merán, sus abuelos maternos, que la aman tiernamente, amor al que mi hija, a su vez, corresponde.
—Y bien merecen ser amados —dijo la señora de Villefort—; además, van a venir a París dentro de un mes a lo sumo, y Valentina, después de tal afrenta, tendrá que refugiarse, como lo ha hecho hasta aquí, al lado del señor Noirtier.
El conde escuchaba complacido la voz contraria de estos amores propios heridos, y de estos intereses destruidos.
—Pero yo opino —dijo Montecristo tras una pausa—, y os pido perdón de antemano por lo que voy a deciros; yo opino que si el señor Noirtier deshereda a la señorita de Villefort por querer ésta casarse con un joven a cuyo padre él ha detestado, no tiene que echar en cara lo mismo al pobre Eduardito.
—Tenéis razón, caballero —exclamó la señora de Villefort con una entonación imposible de describir—; eso es injusto, odiosamente injusto; ese pobre Eduardo tan nieto es del señor Noirtier como Valentina, y con todo, si Valentina no se casase con el señor d’Epinay, el señor Noirtier le dejaría toda su fortuna; además, Eduardo lleva también el nombre de la familia, lo cual no impide que de todos modos Valentina sea tres veces más rica que él.
El conde seguía escuchando muy atento.
—Mirad —dijo Villefort—, mirad, señor conde, dejemos esas pequeñeces de familia; sí, es verdad, mi caudal aumentará la renta de los pobres, que son ahora los verdaderos ricos. Mi padre me habrá frustrado una legítima esperanza, sin razón; pero yo habré obrado como un hombre de gran corazón. El señor d’Epinay, a quien yo había prometido esta suma, la recibirá, aunque para ello tuviera que imponerme las mayores privaciones.
—No obstante —repuso la señora de Villefort volviendo a la única idea que bullía en su corazón—, tal vez sería mejor confiar este suceso al señor d’Epinay, y que volviese de su palabra.
—¡Oh!, ¡sería una gran desgracia! —exclamó Villefort.
—¡Una gran desgracia! —repitió Montecristo.
—Sin duda —repuso Villefort—; un casamiento desbaratado, y por razones pecuniarias, favorece muy poco a una joven; luego volverían a nacer antiguos rumores que yo quería apagar. Pero no, no sucederá tal cosa; el señor d’Epinay, si es honrado, se verá más comprometido que antes con motivo de la desherencia; si no, obraría como un avaro: no, ¡es imposible!
—Yo soy del mismo parecer que el señor de Villefort —dijo el señor de Montecristo fijando su mirada en la señora de Villefort—; y si fuese bastante amigo vuestro para daros un consejo, os invitaría, puesto que el señor d’Epinay va a volver pronto, a anudar ese asunto de modo que fuese imposible desatarlo; le comprometería de tal manera, que no tuviese más remedio que acceder a los deseos del señor de Villefort.
Este último se levantó, transportado de una visible alegría, mientras que su mujer palidecía ligeramente.
—Bien —dijo—; eso es todo lo que yo pedía, y me alegraría infinito ser tan buen consejero como vos —dijo, presentando la mano a Montecristo—. Así, pues, que todos consideren lo que ha sucedido hoy, como si nada hubiera pasado: nada se ha modificado en nuestros proyectos.
—Caballero —dijo el conde—, el mundo, por injusto que sea, sabrá apreciar como es debido vuestra resolución, os respondo de ello; vuestros amigos se enorgullecerán, y el señor d’Epinay, aunque tuviese que tomar sin dote a la señorita de Villefort, tendrá un gran placer de entrar en una familia que sabe elevarse a la altura de tales sacrificios para cumplir su palabra y su deber.
Y al acabar de pronunciar estas palabras se había levantado y se disponía a partir.
—¿Nos dejáis ya, señor conde? —preguntó la señora de Villefort.
—Es necesario, señora; venía sólo a recordaros vuestra promesa: hasta el sábado.
—¿Temíais que la hubiese olvidado?
—Sois demasiado buena, pero el señor de Villefort tiene a veces tan graves y tan urgentes ocupaciones…
—Mi marido ha dado su palabra, caballero —dijo la señora de Villefort—; bien veis que la cumple aun cuando sea en perjuicio suyo; ¿cómo no la cumpliría cuando con ello sale ganando?
—¿Y será la reunión Campos Elíseos?
—No —dijo Montecristo—, y por eso tendrá más mérito vuestra asistencia, Será en el campo.
—¿En el campo?
—Sí.
—¿Y dónde? Cerca de París, supongo.
—A media milla de la barrera, en Auteuil.
—¡En Auteuil! —exclamó Villefort—. ¡Ah!, ¡es verdad!, mi mujer me ha dicho que vivíais allí algunas veces, puesto que teníais una preciosa casa, ¿Y en qué sitio?
—En la calle de La Fontaine.
—¿Calle de La Fontaine? —repuso el procurador del rey con voz ahogada—; ¿y en qué número?
—En el 28.
—¡Oh…! —exclamó Villefort—. ¿Entonces es a vos a quien han vendido la casa del señor de Saint-Merán?
—¿Del señor de, Saint-Merán? —inquirió Montecristo—. ¿Pertenecía esa casa al señor de Saint-Merán?
—Sí —repuso la señora de Villefort—; ¿y creeréis una cosa, señor conde?
—¿Qué?
—Encontráis linda esa casa, ¿no es verdad?
—Encantadora.
—Pues bien, mi marido no ha querido habitarla nunca.
—¡Oh! —repuso Montecristo—; en verdad, caballero, es una prevención cuya causa no puedo adivinar.
—No me gusta vivir en Auteuil —respondió el procurador del rey haciendo un grande esfuerzo por dominarse.
—Pero no seré tan desgraciado —dijo con inquietud Montecristo— que esa antipatía me prive de la dicha de recibiros.
—No, señor conde…, así lo espero…, creed que haré todo cuanto pueda —murmuró Villefort.
—¡Oh! —repuso Montecristo—, no admito excusas. El sábado a las seis os espero; y si no vais, creeré…, ¿qué sé yo…? Que hay acerca de esa casa inhabitada después de veinte años…, alguna lúgubre tradición, alguna sangrienta leyenda.
Villefort dijo vivamente:
—Iré, señor conde, iré.
—Gracias —dijo Montecristo—. Ahora es preciso que me permitáis despedirme de vos.