—Caballero —balbuceó el joven con turbación—, espero que ninguna calumnia…
—¡Yo…! oí hablar de vos por primera vez a mi amigo Wilmore, el filantrópico. Supe que os había conocido en una situación bastante triste, ignoro cuál, y nada le pregunté acerca de esto; no soy curioso. Vuestras desgracias le han interesado vivamente. Me ha dicho que quería devolveros en el mundo la posición que habéis perdido, que buscaría a vuestro padre, que le hallaría; le ha buscado, le ha encontrado, en efecto, según parece, puesto que está ahí; en fin, ayer me previno vuestra llegada, dándome algunas noticias relativas a vuestra fortuna. Yo sé que es persona original mi amigo Wilmore, pero al mismo tiempo como es una mina de oro, y por consiguiente, puede permitirse tales originalidades sin que le arruinen, he prometido seguir sus instrucciones. Ahora, caballero, no os ofendáis de una pregunta que voy a haceros; como habré de patrocinaros, desearía saber si las desgracias que os han acaecido independientes de vuestra voluntad, y que de ningún modo disminuyen la consideración que yo os guardo, no os han hecho algo extraño a este mundo en que vuestra fortuna y vuestro nombre os llaman a figurar tanto.
—Tranquilizaos, caballero —respondió el joven, recobrando su aplomo a medida que el conde hablaba—; los raptores que me alejaron de mi padre, y que sin duda se proponían venderme más tarde, como en efecto hicieron, calcularon que para sacar más partido de mí, era necesario dejarme todo mi valor personal y aumentarlo, si era posible; he recibido, pues, una buena educación, y he sido tratado por los ladrones de niños como lo eran en Asia los esclavos, a los cuales sus amos les hacían seguir las carreras de médicos, filósofos, etc., para venderlos después a un precio exorbitante.
Montecristo se sonrió, satisfecho: no había esperado tanto del señor Andrés Cavalcanti.
—Por otra parte —repuso el joven—, si hallasen en mí algún defecto de educación o poco trato social, yo creo que tendrían un poco de indulgencia, en consideración a las desgracias que han acompañado a mi nacimiento y a mi juventud.
—Mirad, conde —dijo Montecristo con sencillez—, vos haréis lo que queráis, porque sois muy dueño de hacerlo, pero yo no diría una palabra de todas esas aventuras; vuestra historia es una novela, y el mundo, que adora las novelas entre dos cubiertas de papel amarillo, se escama de las encuadernadas en vitela viva, aunque estén doradas, como podéis estarlo vos. Esta es la dificultad que yo me adelanto a deciros, señor conde; apenas hayáis contado a alguien vuestra tierna historia, correrá por el mundo completamente desnaturalizada. Entonces pasaréis por un expósito. Os veréis obligado a imitar a Antony, y el tiempo ese de los Antony ha pasado ya. Tal vez así daréis el golpe por curiosidad, pero no todos gustan de ser blanco de las habladurías y de los comentarios. Tal vez esto os fatigará.
—Me parece que tenéis razón, señor conde —dijo el joven, palideciendo a su pesar, bajo las miradas inflexibles de Montecristo—, ése es un grave inconveniente.
—¡Oh!, tampoco hay que exagerar —dijo Montecristo—, porque para evitar una falta puede que rayarais en la locura. No, es un simple plan de conducta que se debe tener; para un hombre inteligente como vos, este plan es tanto más fácil de adoptar cuanto que está conforme a vuestros intereses: será preciso combatir con honrosas amistades todo lo oscuro que haya podido haber en vuestro pasado.
Andrés perdió visiblemente su sangre fría.
—Yo puedo responder de vos —dijo Montecristo—; sin embargo, debo advertiros que soy un poco desconfiado con mis amigos; así representaría aquí un papel fuera de mi carácter, como dicen los trágicos, y me expondría a ser silbado, lo cual no es conveniente.
—Sin embargo, señor conde —dijo Andrés—, en consideración a lord Wilmore, que me ha recomendado a vos…
—Sí, seguramente —repuso Montecristo—; pero lord Wilmore no me ha ocultado que habíais tenido una juventud algún tanto borrascosa. ¡Oh! —dijo el conde al ver el movimiento que hizo Andrés—, yo no os pido una confesión; además, para que no tengáis necesidad de nada, han hecho venir de Luca al señor marqués de Cavalcanti, vuestro padre. Vais a verlo, es un poco serio, más bien brusco; pero tan pronto como se sepa que desde la edad de dieciocho años está al servicio de Austria, todo se le excusará. En fin, es un buen padre, os lo aseguro.
—¡Ah!, me tranquilizáis, caballero; estamos separados hace tanto tiempo, que ningún recuerdo tengo de él.
—Y, sobre todo, sabéis muy bien que una buena fortuna lo cubre todo.
—¿Mi padre es realmente rico, caballero?
—Millonario…; quinientas mil libras de renta.
—Entonces —preguntó el joven con ansiedad—, ¿me encontraré en una posición… agradable?
—De las más agradables, caballero; os pasa cincuenta mil libras de renta al año todo el tiempo que permanezcáis en París.
Entonces, permaneceré en París toda mi vida.
—¡Psch!, ¿quién puede responder de las circunstancias, caballero? El hombre propone y Dios dispone.
Andrés lanzó un suspiro.
—Pero, en fin —dijo—, todo el tiempo que yo permanezca en París…, ¿tendré ese dinero sin falta?
—¡Oh!, no tengáis el menor recelo…
—¿Y será mi padre quien me lo proporcione? —preguntó Andrés con inquietud.
—Sí, pero protegido por lord Wilmore, que os ha abierto un crédito de cien mil francos al mes en casa del señor Danglars, uno de los banqueros más fuertes de París.
—¿Y piensa estar mi padre en París mucho tiempo? —volvió a preguntar Andrés con inquietud.
—Solamente algunos días —respondió Montecristo—. Su servicio no le permite ausentarse más que por dos o tres semanas.
—¡Oh! ¡Querido padre! —dijo Andrés, visiblemente encantado de esta pronta partida.
—Conque —dijo Montecristo, aparentando dejarse engañar en cuanto al significado de estas palabras—; conque no quiero retardar el momento de vuestro encuentro. ¿Estáis preparado a abrazar a ese digno señor Cavalcanti?
—Supongo que no tendréis la menor duda…
—¡Pues bien!, entrad en ese salón, mi querido amigo; en él encontraréis a vuestro padre, que está impaciente por veros.
Andrés hizo un profundo saludo al conde y entró en el salón. El conde le siguió con la vista, y así que le vio desaparecer, empujó un resorte que había detrás de un cuadro, el cual, separándose, descubría un agujero perfectamente dispuesto en la pared, por el cual se veía cuanto ocurría en el salón.
Andrés cerró la puerta y se adelantó hacia el mayor, que se levantó apenas oyó el ruido de los pasos del joven conde.
—¡Padre mío! —dijo Andrés en voz bastante alta de modo que lo pudiese oír el conde a través de la puerta cerrada—; ¿sois vos?
—Buenos días, mi querido hijo —dijo el mayor con voz grave.
—Después de tantos años de separación —dijo Andrés mirando hacia la puerta—, ¡qué dicha la de volvernos a ver…!
—En efecto, la separación ha sido larga.
—¿No nos abrazamos, señor? —repuso Andrés.
—Como queráis, hijo mío —dijo el mayor.
Y los dos se abrazaron como suele hacerse en el teatro, es decir, reposando la cabeza sobre el hombro y enlazando los brazos.
—¡Al fin, reunidos! —dijo Andrés.
—Así parece —dijo el mayor.
—¿Para no separarnos jamás…?
—Desde luego; yo creo, mi querido hijo, que vos miráis ahora a Francia como una segunda patria.
—Seguramente sentiría mucho tener que abandonar París.
—Y yo, bien lo comprenderéis, no podría vivir fuera de Luca. Volveré a Italia en cuanto pueda.
—Pero, antes de partir, querido padre, me daréis los papeles, con ayuda de los cuales pueda yo fácilmente hacer constar mi nacimiento.
—Naturalmente, hijo mío; porque vengo expresamente para eso, y me ha costado demasiado trabajo el encontraros, a fin de entregároslos. Si tuviera que buscaros de nuevo, esto bastaría para apresurar el fin de mi existencia.
—¿Y esos papeles?
—Aquí están.
Andrés se apoderó rápidamente del acta de casamiento de su padre, su certificado de bautismo, y después de haberlo abierto todo con una avidez muy natural en un buen hijo, recorrió los documentos con una ansiedad que denotaba el más vivo interés.
No bien hubo concluido, una inefable expresión de alegría brilló en sus ojos, y mirando al mayor y acompañando sus palabras de una extraña sonrisa:
—¡Ah! —dijo en excelente toscano—, ¡se conoce que no hay presidios en Italia! El mayor le miró a su vez con estupor.
—¿Y por qué? —dijo.
—Pues permiten allí fabricar impunemente tales documentos. Sólo por la mitad de lo que hacéis, querido padre, os enviarían en Francia al presidio de Tolón.
—¿Cómo? —dijo el mayor, procurando adoptar un aire majestuoso.
—Querido señor Cavalcanti —dijo Andrés agarrando al mayor por un brazo—, ¿cuánto os dan porque seáis mi padre?
El mayor quiso hablar, pero Andrés le dijo, bajando la voz:
—¡Silencio!, voy a daros ejemplo de confianza; a mí me dan cincuenta mil francos al año por ser vuestro hijo; por consiguiente, ya comprenderéis que no seré yo quien niegue que sois mi padre. El mayor miró con inquietud a su alrededor.
—¡Oh!, tranquilizaos, estamos solos —dijo Andrés—; además hablamos el italiano.
—¡Pues bien!, a mí me dan cincuenta mil francos, perfectamente pagados.
—Señor Cavalcanti —dijo Andrés—, ¿vos creéis en los cuentos de hadas?
—Antes, no; pero ahora fuerza es que crea en ellos.
—¿Habéis tenido pruebas?
El mayor sacó de su bolsillo un puñado de monedas.
—Palpables, como veis.
—¿Os parece que pueda yo contar con las promesas que me han hecho?
—Así lo creo.
—¿Y que las cumplirá ese buen conde?
—Al pie de la letra; pero ya comprenderéis que para lograr ese objeto era preciso continuar representando nuestro papel actual.
—¡Cómo…!
—Yo, de tierno padre…
—Y yo, de hijo respetuoso.
—Ya que quieren haceros descender de mí.
—¿Quién lo quiere…?
—Diantre, yo no sé nada: los que os han escrito; ¿no habéis recibido una carta?
—Sí.
—¿De quién?
—De un tal abate Busoni.
—¿A quien no conocéis?
—A quien no he visto en toda mi vida.
—¿Qué os decía esa carta?
—¿No me engañáis?
—Dios me libre de hacerlo; vuestros intereses son los míos.
—Entonces, leed.
Y el mayor entregó una carta al joven.
Sois pobre, os espera una vejez desdichada. ¿Queréis haceros, si no rico, al menos independiente? Marchad a París inmediatamente: id a reclamar al señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el hijo que habéis tenido de la marquesa Corsinari, y que os fue robado a la edad de cinco años.
Este hijo se llama Andrés Cavalcanti.
Para que no dudéis de la intención que tiene el abajo firmante de haceros un favor, encontraréis en esta carta:
1.º Un billete de 2.400 libras toscanas, pagaderas en casa del señor Gozzi, en Florencia. 2.° Una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo, en la cual le pido para vos la cantidad de 48.000 francos.
El 26 de mayo, a las siete de la noche, estaréis sin falta en casa del conde.
Firmado,
Abate Busoni
—Eso es.
—¿Cómo eso es? ¿Qué queréis decir? —preguntó el mayor.
—Quiero decir que yo he recibido una carta parecida.
—¡Vos!
—Sí, yo.
—¿Del abate Busoni?
—No.
—¿De quién, entonces?
—De un tal lord Wilmore, que ha tornado el apodo de Simbad el Marino.
—¿Y a quien tampoco conocéis?
—Sí, estoy en este punto más adelantado que vos.
—¿Le habéis visto?
—Sí, una vez.
—¿Dónde?
—Eso es lo que no podré deciros, porque no lo sé.
—¿Y qué os decía esa carta?
—Leed.
«Sois pobre y no debéis esperar más que un porvenir miserable; ¿queréis tener un nombre, ser libre, ser rico?
»Tomad la silla de posta que encontraréis preparada y saldréis de Niza por la puerta de Génova. Pasad por Turín, Chambery y Pont de Beauvoisin. Presentaos en casa del señor conde de Montecristo, Campos Elíseos, número 30, el 23 de mayo, a las siete en punto de la tarde, y preguntadle por vuestro padre.
»Sois hijo del marqués Bartolomé Cavalcanti y de la marquesa Leonor Corsinari, como lo declaran los papeles que os serán entregados por el marqués, y que os permitirán presentaros bajo este nombre en el mundo parisiense.
»En cuanto a vuestro rango, una renta de 50.000 francos al año hará que lo sostengáis con decoro.»Adjunto un billete de 5.000 libras, pagadero en casa del señor Ferrer, banquero de Niza, y una carta de recomendación para el señor conde de Montecristo, encargado por mí de proveer a vuestras necesidades».
«Simbad el Marino».
—¡Hum! —exclamó el mayor—; no puede estar mejor arreglado el asunto.
—¿Verdad que sí?
—¿Habéis visto al conde?
—Acabo de separarme de él.
—¿Y lo ha aprobado…?
—Todo.
—¿Entendéis algo de esto?
—Os juro que no.
—Aquí hay alguien al que quieren jugar una mala pasada.
—Caso que así fuera, yo no soy, y vos creo que tampoco.
—Creo que no.
—¡Y bien!, ¿entonces…?
—Poco nos importa lo demás.
—Exacto, eso mismo iba a decir; dejemos rodar la rueda de la fortuna.
—Encontraréis en mí un hijo digno de su padre.
—No esperaba yo menos de vos.
—Es un gran honor para mí.
Montecristo eligió este momento para entrar en el salón.
Al oír el ruido de sus pasos, padre a hijo se arrojaron en los brazos uno de otro; así el conde les encontró tiernamente abrazados.
—¡Vaya!, señor marqués —dijo Montecristo—, parece que habéis encontrado un hijo a la medida de vuestros deseos.
—¡Ah!, ¡señor conde!, la alegría me sofoca.
—¿Y vos, joven?
—¡Ah!, ¡señor conde!, ¡es demasiada felicidad!
—¡Feliz padre!, ¡feliz hijo! —dijo el conde.
—Una sola cosa me entristece —dijo el mayor—; y es tener que marcharme tan pronto de París.
—¡Oh!, querido señor Cavalcanti —dijo Montecristo—, no partiréis sin haberos presentado antes a algunos amigos.
—Estoy a las órdenes del señor conde —dijo el mayor.