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Authors: Alexandre Dumas

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El Conde de Montecristo (142 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Y saludando al banquero salió sin hacer caso de Cavalcanti. Danglars le acompañó hasta la puerta y allí aseguró de nuevo a Alberto que ningún motivo de enemistad personal tenía con el conde de Morcef.

Capítulo
IX
El insulto

B
eauchamp detuvo a Morcef a la puerta de la casa del banquero.

—Escuchad —le dijo—, hace poco que habéis oído en casa de Danglars que al conde de Montecristo debéis pedirle una explicación.

—Sí; ahora mismo vamos a su casa.

—Un momento, Morcef; antes de presentarnos en ella, reflexionad.

—¿Qué queréis que reflexione?

—La gravedad del paso que vas a dar.

—¿Es más que haber venido a ver a Danglars?

—Sí. Danglars es un hombre de dinero, y éstos saben demasiado bien el capital que arriesgan batiéndose; el otro, por el contrario, es un noble, al menos en la apariencia, ¿y no teméis encontrar bajo el noble al hombre intrépido y valeroso?

—Lo único que temo encontrar es un hombre que no quiera batirse.

—¡Oh!, podéis estar tranquilo, éste se batirá; lo único que temo es que lo haga demasiado bien, tened cuidado.

—Amigo —dijo Morcef sonriéndose—, es cuanto puedo apetecer, nada puede sucederme que sea para mí más dichoso que morir por mi padre: esto nos salvará a todos.

—Vuestra madre se moriría.

—¡Pobre madre! —dijo Alberto, pasando la mano por sus ojos—, bien lo sé; pero es preferible que muera de esto que de vergüenza.

—¿Estáis bien decidido, Alberto?

—Vamos.

—Creo, sin embargo, que no le encontraremos.

—Debía salir para París pocas horas ya habrá llegado.

Subieron al carruaje, que les condujo a la entrada de los Campos Elíseos, número 30. Beauchamp quería bajar solo; pero Alberto le hizo observar que, saliendo este asunto de las reglas ordinarias, le era permitido separarse de las reglas de etiqueta del duelo.

Era tan sagrada la causa que hacía obrar al joven, que Beauchamp no sabía oponerse a sus deseos; cedió, y se contentó con seguirle.

De un salto plantóse Alberto del cuarto del portero a la escalera; abrióle Bautista. El conde acababa de llegar, estaba en el baño, y había dicho que no recibiese a nadie.

—¿Y después del baño? —preguntó Morcef.

—El señor conde comerá.

—¿Y después de comer?

—Dormirá por espacio de una hora.

—¿Y a continuación?

—Irá a la ópera.

—¿Estáis seguro?

—Sí, señor; ha mandado que el carruaje esté listo a las ocho en punto.

—Muy bien —dijo Alberto—, es cuanto deseaba saber.

Y volviéndose en seguida a Beauchamp:

—Si tenéis algo que hacer, querido mío, despachad vuestras diligencias en seguida; si tenéis alguna cita para esta noche, aplazadla hasta mañana. Cuento con que me acompañaréis esta noche a la ópera, y que si podéis haréis que venga con vos Château-Renaud.

Beauchamp aprovechó el permiso, y se despidió de Alberto, ofreciéndole que iría a buscarle a las ocho menos cuarto.

Alberto volvió a su casa, y avisó a Franz y a Debray que deseaba verles por la noche en la ópera. Fue enseguida a ver a su madre, que desde el acontecimiento del día anterior no salía de su cuarto ni permitía entrar a nadie; hallóla en cama, abismada por el dolor de aquella pública humillación.

La vista de Alberto produjo en Mercedes el efecto que debía esperarse; apretó la mano de su hijo, y prorrumpió en copioso llanto. Las lágrimas la aliviaron.

Alberto permaneció un momento en pie y sin proferir una palabra junto a la cama de su madre. Veíase en su pálida cara y sus fruncidas cejas que el deseo de venganza se arraigaba cada vez más en su corazón.

—Madre mía —dijo Alberto—, ¿conocéis algún enemigo del señor Morcef?

Mercedes se estremeció al notar que el joven no había dicho «mi padre».

—Hijo mío —le dijo—, las personas de la posición del conde tienen muchos enemigos a quienes no conocen, y éstos, como sabéis, son los más temibles.

—Lo sé, y por eso recurro a vuestra perspicacia; sois, madre mía, una mujer tan superior, que nada se os oculta.

—¿Por qué me decís eso?

—Supongo que observasteis que la noche del baile, el señor de Montecristo no se permitió tomar nada en casa.

Mercedes, incorporándose sobre el brazo, y con ardiente fiebre, le dijo:

—¡El señor de Montecristo! ¿Y qué tiene que ver eso con la pregunta que me hacéis?

—Sabéis, madre mía, que Montecristo es casi un oriental, y los orientales, para conservar toda su libertad en su venganza, no comen ni beben jamás en casa de sus enemigos.

—¿El señor de Montecristo nuestro enemigo, decís, Alberto? —respondió Mercedes poniéndose pálida como una muerta—. ¿Quién os lo ha dicho? ¿Y por qué? ¿Estáis loco, Alberto? Montecristo nos ha manifestado siempre la mayor amistad, os ha salvado la vida, y vos mismo nos lo presentasteis; ¡oh, hijo mío!, si tenéis semejante idea, desechadla; y si puedo recomendaros, o mejor diré rogaros, una cosa, es que estéis bien con él.

—Madre mía, ¿tenéis sin duda algún motivo personal para recomendarme tanto a ese hombre?

—¡Yo! —replicó Mercedes poniéndose colorada con la misma rapidez con que antes había palidecido, y volviendo de nuevo a su palidez.

—Sí, sin duda, y esa razón no es —dijo Alberto— la de que ese hombre no puede hacernos mal.

—Me habláis de un modo extraño, Alberto, y me hacéis singulares prevenciones. ¿Qué os ha hecho el conde? Hace tres días que estabais con él en Normandía, y le mirabais como a vuestro mejor amigo.

Una sonrisa irónica se asomó a los labios de Alberto; Mercedes la vio, y con el instinto de mujer y de madre lo adivinó todo; pero prudente y valerosa, ocultó su turbación y su miedo.

Alberto permaneció silencioso, y la condesa al poco rato reanudó la conversación.

—¿Veníais a preguntarme cómo estaba? Os responderé francamente, hijo mío, que no me siento bien; debéis quedaros aquí, Alberto; me acompañaréis, necesito no estar sola.

—Con mucho gusto, madre mía. Sabéis que es mi mayor dicha, pero un asunto urgente e importante me impide haceros compañía esta noche.

—¡Ah!, muy bien, Alberto; no quiero que seáis esclavo de vuestra piedad filial.

Alberto hizo como que no oía, saludó a su madre y salió.

Apenas hubo cerrado la puerta, cuando Mercedes mandó llamar a un criado de confianza, le ordenó que siguiese a Alberto a todas partes y viniese a darle cuenta de todo.

En seguida, entró su doncella, y aunque muy débil, se vistió para estar pronta a lo que pudiera presentarse.

La comisión dada al lacayo no era difícil de ejecutar. Alberto entró en su cuarto y se vistió con suma elegancia; a las ocho menos diez minutos llegó Beauchamp; había visto a Château-Renaud, el que le había ofrecido encontrarse en la orquesta al levantarse el telón.

Ambos subieron en el coche de Alberto, que no teniendo motivo para ocultar adónde iba, dijo:

—A la Ópera.

Tal era su impaciencia que llegó mucho antes de que se alzara el telón.

Château-Renaud se hallaba sentado en su butaca, prevenido de todo por Beauchamp, y así Alberto no tuvo necesidad de decirle nada; la conducta de este hijo, que procuraba vengar a su padre, era tan natural, que Château-Renaud no pensó en disuadirle, y se contentó con renovarle la promesa de que estaba a su disposición.

Debray no había llegado aún; pero Alberto sabía que rara vez faltaba a la Ópera; se paseó de un lado a otro hasta que se levantó el telón. Esperaba encontrar a Montecristo en los corredores o en la escalera. Empezó la ópera, y fue a ocupar su asiento entre Château-Renaud y Beauchamp.

Pero su vista no se apartaba de aquel palco entre columnas, que durante todo el primer acto permaneció cerrado.

Finalmente, al mirar Alberto su reloj por centésima vez, al principio del segundo acto, la puerta se abrió, y Montecristo, vestido de negro, entró y se apoyó sobre la baranda para mirar a la sala; Morrel le seguía, buscando con la vista a su hermana y a su cuñado; divisóles en un palco segundo, y les saludó.

Al mirar el conde a la sala, vio sin duda un rostro pálido y dos ojos centelleantes que ávidamente le buscaban: reconoció a Alberto; pero la expresión que notó en aquella fisonomía tan trastornada, le aconsejó sin duda que fingiese no fijarse, cual si no le hubiese distinguido; sin dar, pues, lugar a que pudiese conocerse su pensamiento, se acomodó en su asiento, sacó su lente, y se puso a mirar con la mayor indiferencia a uno y otro lado.

Pero aunque aparentaba no hacer caso de Alberto, no le perdía de vista, y al caer el telón, concluido el segundo acto, su mirada infalible siguió al joven, que salía acompañado de sus dos amigos; al poco tiempo vio aparecer aquella misma cabeza por entre los cristales de un palco frente al suyo; comprendió que la tempestad se avecinaba, y aun cuando hablaba a Morrel con un semblante el más risueño, se había preparado a todo antes que oyese a la llave dar vuelta en la cerradura de su palm; abrióse éste, y Montecristo se volvió y se encontró con Alberto, lívido y temblando; tras él entraron Beauchamp y Château-Renaud.

—¡Hola! —exclamó con aquella exquisita finura que le distinguía—, he aquí un caballero que ha llegado al fin. Buenas noches, señor de Morcef.

Y el rostro de aquel hombre tan admirablemente dueño de sí mismo manifestaba la más perfecta cordialidad.

Morrel se acordó entonces de la carta que había recibido del vizconde, y en la que sin más explicación le rogaba asistiese a la ópera, y conoció que iba a suceder una terrible escena.

—No venimos aquí para cambiar frases hipócritas o falsas muestras de amistad —dijo el joven—, venimos a pediros una explicación, señor conde.

Su voz era lúgubre, y apenas se dejaba oír por entre sus dientes, fuertemente apretados.

—¿Una explicación en la Ópera? —dijo el conde, con aquel tono tranquilo y aquella mirada penetrante en que se distinguía al hombre enteramente dueño de sí mismo—. Por poco versado que esté en las costumbres de París, no me parece, caballero, que sea éste el lugar adecuado para pedir explicaciones.

—Cuando las personas se ocultan, cuando es imposible llegar hasta ellas, porque se excusan con que están en el baño, en la mesa o en la cama, es preciso dirigirse a ellas donde se las encuentra.

—No es difícil hallarme —dijo Montecristo—, porque, si mal no recuerdo, ayer mismo estabais en mi casa.

—Ayer —dijo el joven, que se iba acalorando— estaba en vuestra casa porque ignoraba quién erais.

Y al decir estas palabras, Alberto levantó la voz de modo que pudiesen oírlas las personas de los palcos inmediatos y las que pasaban por los corredores. Las unas volvieron la vista hacia el conde y las otras se detuvieron a la puerta detrás de Beauchamp y Château-Renaud, al ruido de aquel altercado.

—¿De dónde venís? —preguntó Montecristo—, me parece que habéis perdido la cabeza. —Y su semblante no dejó traslucir la menor emoción.

—Con tal que comprenda vuestras perfidias y llegue a vengarme de ellas, tendré toda mi razón —dijo Alberto, furioso.

—No os comprendo —replicó Montecristo—, y aun cuando os comprendiera, no hablaríais más alto: estoy aquí en mi casa, y solamente yo tengo el derecho de levantar la voz sobre los demás. Salid, caballero.

Y mostró la puerta a Alberto con un admirable ademán imperativo.

—¡Ah!, yo soy el que haré que salgáis vos de aquí —respondió Alberto, apretando entre sus manos convulsivas su guante, que el conde no perdía de vista.

—¡Bien! ¡Bien! —dijo flemáticamente Montecristo—, buscáis una querella, caballero, lo veo; pero un consejo, vizconde, y conservadlo bien en la memoria: es muy mala costumbre meter ruido al provocar. No a todos conviene el ruido, señor de Morcef.

Al oír aquel nombre, un murmullo sordo se dejó oír entre los asistentes extraños a esta escena. Todos hablaban de Morcef desde la víspera.

Alberto, mejor que todos, y el primero, comprendió la alusión e hizo la demostración como de ir a tirar el guante al rostro del conde, pero Morrel le sujetó por la muñeca, mientras Beauchamp y Château-Renaud le detenían por detrás, temiendo que la escena rebasara los límites de una provocación.

Montecristo, sin levantarse, inclinando su silla solamente, alargó la mano, y cogiendo el guante húmedo y arrugado que el joven tenía en las suyas, le dijo con terrible acento:

—Caballero, tengo por arrojado vuestro guante, y os lo enviaré envuelto con una bala; ahora ya, salid de aquí o llamo a mis criados y os hago poner en la puerta.

Ebrio, trastornado e inyectándosele los ojos en sangre, Alberto dio dos pasos atrás. Morrel aprovechó el momento para cerrar la puerta.

Montecristo volvió a tomar su lente, y se puso a mirar de un lado a otro, como si nada de particular hubiese sucedido.

—¿Qué le habéis hecho? —dijo Morrel.

—Yo, nada, personalmente al menos.

—Sin embargo, esta extraña escena debe tener una causa.

—La aventura del conde de Morcef exaspera al desgraciado joven.

—¿Tenéis alguna parte en ella?

—Haydée es la que ha instruido a la Cámara de los Pares de la traición de su padre.

—Me habían dicho, efectivamente, aunque no quise creerlo, que la esclava griega que he visto con vos en este mismo palco es la hija de Alí-Bajá; pero repito que no quise creerlo.

—Pues es verdad.

—¡Ay, Dios mío!, ahora lo comprendo todo, y esta escena ha sido premeditada.

—¿Cómo es eso?

—Alberto me escribió que no dejase de venir esta noche a la Ópera, y fue sin duda para que presenciase el insulto de que quería haceros objeto.

—Probablemente —dijo Montecristo con su imperturbable tranquilidad.

—¿Y qué haréis con él?

—¿Con quién?

—Con Alberto.

—¿Con Alberto? ¿Qué es lo que yo haré, Maximiliano? —respondió el conde en el mismo tono—, tan cierto como estáis aquí y aprieto vuestra mano, le mataré mañana antes de las diez; he aquí lo que haré.

Morrel estrechó la mano de Montecristo entre las suyas, y tembló al sentir aquella mano fría y aquella pulsación tranquila: admirado, soltó la mano de Montecristo.

—¡Conde! ¡Conde! —dijo.

—Querido Maximiliano —interrumpióle Montecristo—, escuchad qué bien canta Duprez esta frase:

«¡Oh! Matilde, ídolo de mi alma».

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