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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (143 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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»Podéis creerme. Yo he sido el primero que adivinó el gran mérito de Duprez, en Nápoles, y el primero que le aplaudió.

Morrel conoció que era inútil hablar más y aguardó.

Concluyó el acto, cayó el telón, y al poco rato llamaron a la puerta.

—Entrad —respondió Montecristo, sin que su voz mostrase alteración.

Presentóse Beauchamp.

—Buenas noches, señor Beauchamp —dijo Montecristo como si viese al periodista por primera vez en aquella noche—, sentaos.

Beauchamp saludó y se sentó.

—Caballero —dijo a Montecristo—, acompañaba un momento ha, como pudisteis ver, al señor de Morcef.

—Lo cual significa que vendríais de comer juntos —respondió Montecristo riéndose—, me alegro de ver que habéis sido más sobrio que él.

—Convengo en que Alberto no ha tenido razón para arrebatarse de aquel modo, y yo por mi parte vengo a presentaros mis excusas: ahora que están hechas las mías, oíd, señor conde, os diré que os supongo demasiado galante para rehusar el dar alguna explicación de vuestras relaciones con la gente de Janina; y después añadiré dos palabras sobre esa joven griega.

Montecristo le hizo seña de que bastaba.

—Vamos —dijo riéndose—, he aquí todas mis esperanzas destruidas.

—¿Por qué? —preguntó Beauchamp.

—Claro, me habéis creado una reputación de excentricidad; soy, según vos, un Lara, un Manfredo, un lord Ruthwen; y después de pasar por excéntrico, echáis a perder vuestro tipo, y queréis hacerme un hombre cualquiera, común, vulgar: me pedís explicaciones, en fin. Vamos, señor Beauchamp, queréis reíros.

—Sin embargo, hay ocasiones —respondió Beauchamp con altanería—, en que el honor manda…

—Señor de Beauchamp —le interrumpió aquel hombre extraño—, quien manda al conde de Montecristo es el conde de Montecristo; así, pues, no hablemos más de eso, si gustáis; hago lo que quiero, y creedme, siempre está bien hecho.

—Caballero, no se paga a hombres de honor con esa moneda, y éste exige garantías.

—Yo soy una garantía viva —respondió Montecristo, impasible; pero sus ojos centelleaban amenazadores—. Los dos tenemos en nuestras venas sangre que deseamos derramar; he aquí nuestra mutua garantía; llevad esta respuesta al vizconde, y decidle que mañana antes de las diez habré visto correr la suya.

—Sólo me resta, pues —dijo Beauchamp—, fijar las condiciones del combate.

—Me son del todo indiferentes —dijo el conde—, y era inútil venir a distraerme durante el espectáculo por tan poca cosa. En Francia se baten con espada o pistola, en las colonias con carabina y en Arabia con puñal. Decid a vuestro ahijado que aunque insultado, para ser excéntrico hasta el fin, le dejo el derecho de escoger las armas, y que aceptaré cualquiera sin distinción, cualquiera, entendéis bien, todo, todo; hasta el combate por suerte, que es lo más estúpido; pero yo estoy seguro de una cosa, y es que ganaré.

—Está seguro de ganar —dijo Beauchamp, mirando espantado al conde.

—¡Eh!, ciertamente —dijo Montecristo, alzando ligeramente los hombros—, sin eso no me batiría con el señor de Morcef. Le mataré, es preciso, y sucederá. Os suplico tan sólo que me enviéis esta noche dos líneas, indicándome las armas y la hora, pues no me gusta que me esperen.

—La pistola; a las ocho de la mañana en el bosque de Bolonia —dijo Beauchamp sin saber si tenía que habérselas con un fanfarrón charlatán o con un ser sobrenatural.

—Bien —dijo Montecristo—, ahora que todo está arreglado, dejadme oír la ópera, y decid a vuestro amigo Alberto que no vuelva por aquí esta noche con sus brutalidades de mal género, que se retire a su casa y se acueste.

Beauchamp se retiró admirado.

—Ahora cuento con vos, ¿no es cierto? —dijo Montecristo volviéndose hacia Morrel.

—Ciertamente, y podéis disponer de mí, conde; sin embargo…

—¿Qué?

—Sería importante conocer la verdadera causa…

—¿Luego, rehusáis?

—No.

—¿La verdadera causa, Morrel? —dijo el conde—, ese joven marcha a ciegas y no la conoce él mismo: la verdadera causa la sabemos Dios y yo; pero os doy mi palabra de honor que Dios que la conoce estará por nosotros.

—Eso me basta, conde —respondió Morrel.

—¿Quién es vuestro segundo testigo?

—No conozco a nadie en París, a quien yo quiera hacer este honor más que a vos y a vuestro cuñado Manuel. ¿Creéis que rehusará este servicio?

—Os respondo de él como de mí.

—Bien; es cuanto necesito; por la mañana, a las siete y media, en mi casa. ¿No es eso?

—Estaremos allí.

—¡Chist!, he aquí que se levanta el telón: escuchemos; tengo por costumbre no perder una nota en esta ópera; ¡es tan hermosa la música del
Guillermo Tell
!

Capítulo
X
Una entrevista nocturna

M
ontecristo esperó, según su costumbre, a que Duprez hubiese cantado su famosa Sígueme, y entonces se levantó y salió.

A la puerta se separó de él Morrel, renovándole la promesa de ir a su casa con Manuel al día siguiente a las siete de la mañana en punto. Subió en seguida a su coche tranquilo y risueño; a los cinco minutos estaba en su casa; solamente el que no conociese al conde podría dejarse engañar al ver el modo con que al entrar dijo a Alí:

—Alí, mis pistolas con culata de marfil.

Trájole la caja, la abrió, y el conde se puso a examinarlas con aquella atención propia del hombre que va a confiar su vida a un porn de hierro y plomo.

Eran pistolas no comunes, que Montecristo había mandado hacer para tirar al blanco dentro de su habitación; una cápsula sola bastaba para hacer salir la bala; el ruido era casi imperceptible, tanto que en la habitación inmediata ninguno hubiera podido dudar de que el conde, como se dice en términos de tiro, se ocupaba en ejercitar su pulso.

Apenas había cogido la pistola, y se preparaba a buscar el blanco en una plancha de plomo que le servía para tal efecto, cuando se abrió la puerta del despacho y entró Bautista.

Pero antes de que éste hablase, el conde vio en la pieza inmediata a una mujer cubierta con un velo, que había seguido al criado; ella, que vio también al conde con la pistola en la mano y dos floretes de combate sobre la mesa, entró inmediatamente en la habitación.

—¿Quién sois, señora? —preguntó el conde a la mujer cubierta aún con el velo.

La desconocida miró en derredor para asegurarse de que estaban solos, e inclinándose después como si hubiese querido arrodillarse, juntando las manos y con el acento de la desesperación:

—¡Edmundo —dijo—, no matéis a mi hijo!

El conde retrocedió; un grito se escapó de sus labios, y dejó caer el arma que tenía en la mano.

—¿Qué nombre acabáis de pronunciar, señora de Morcef? —dijo.

—El vuestro —respondió levantando su velo—, el vuestro, que solamente yo no he olvidado. Edmundo, no es la señora de Morcef la que viene a veros; es Mercedes.

—Mercedes murió, señora, y no conozco ya a ninguna de ese nombre.

—Mercedes vive, y Mercedes se acuerda de vos; no sólo os conoció al veros, sino aun antes, al sonido de vuestra voz; desde entonces os sigue Paso a paso, vela sobre vos y os teme; ella no ha tenido necesidad de adivinar de dónde salió el golpe que ha herido al señor de Morcef.

—Fernando, queréis decir, señora —prosiguió Montecristo con amarga ironía—, puesto que recordamos nuestros nombres propios, recordémoslos todos.

Y Montecristo pronunció aquel Fernando con tal expresión de odio, que Mercedes sintió un frío temblor que se apoderaba de todo su cuerpo.

—Bien veis, Edmundo, que no me había engañado y que con razón os decía: ¡no matéis a mi hijo!

—¿Y quién os ha dicho, señora, que yo quiero hacer algún daño a vuestro hijo?

—¡Nadie, Dios mío!, pero una madre está dotada de doble vista: todo lo he adivinado, le he seguido esta noche a la Ópera, y oculta en un palmera, lo he visto todo.

—Así, pues, ya que lo habéis visto todo, ¿habréis visto también que el hijo de Fernando me ha insultado públicamente? —dijo Montecristo con una calma terrible.

—¡Oh! ¡Por piedad!

—Ya habéis visto que me habría arrojado el guante a la cara si uno de mis amigos, el señor Morrel, no le hubiese detenido el brazo.

—Escuchadme: mi hijo todo lo ha adivinado, y os atribuye las desgracias de su padre.

—Señora —dijo Montecristo—, os engañáis, no son desgracias, es un castigo; no he sido yo, ha sido la Providencia la que ha castigado al señor de Morcef.

—¿Y por qué sustituís vos a la Providencia? —exclamó Mercedes—. ¿Por qué os acordáis, cuando ella olvida? ¿Qué os importan a vos, Edmundo, Janina y su visir? ¿Qué mal os hizo Fernando Mondego al hacer traición a Alí-Tebelín?

—Pero eso, señora, es un asunto que concierne al capitán franco y a la hija de Basiliki. Nada tengo que ver con eso; decís muy bien, y por eso si he jurado vengarme, no es ni del capitán franco, ni del conde de Morcef, sino del pescador Fernando, marido de la catalana Mercedes.

—¡Ah! —dijo la condesa—, ¡qué terrible venganza, por una falta que la fatalidad me hizo cometer!, porque la culpable soy yo, Edmundo, y si queríais vengaros debió ser de mí, que no tuve fuerza para resistir vuestra ausencia y mi soledad.

—Pero ¿por qué estaba yo ausente y vos sola?

—Porque estabais detenido, Edmundo, porque estabais preso.

—¿Y por qué estaba yo preso?

—No lo sé —dijo Mercedes.

—No lo sabéis, señora, así lo creo; pero voy a decíroslo; me prendieron, porque la víspera misma del día en que iba a casarme con vos, en una glorieta de la Reserva, un hombre llamado Danglars escribió esta carta que el pescador Fernando se encargó de poner en el correo.

Y dirigiéndose hacia un escritorio, abrió Montecristo un cajón y sacó un papel, cuya tinta se había ya enrojecido, poniendo a la vista de Mercedes la carta de Danglars al procurador del rey, que el día en que había pagado los doscientos mil francos al señor Boville, el conde, nombrándose agente de la casa de Thompson y French, había sustraído del proceso de Edmundo Dantés.

Mercedes leyó temblando lo siguiente:

«Se advierte al señor procurador del rey, por un amigo del trono y de la religión, que el llamado Edmundo Dantés, segundo del navío El Faraón, llegado esta mañana de Esmirna, después de haber tocado en Nápoles y Porto-Ferrajo, ha sido encargado por Murat de una carta para el usurpador, y por éste de otra para el comité bonapartista de París.

»La prueba de este crimen se adquirirá prendiéndole, pues se le encontrará la carta encima, o en casa de su padre, o en su camarote a bordo».

—Ay, ¡Dios mío! —dijo Mercedes pasando la mano por su frente, inundada en sudor—, y esta carta…

—Doscientos mil francos me ha costado el poseerla, señora, pero es barata aún, puesto que me permite hoy disculparme a vuestros ojos.

—¿Y el resultado de esta carta?

—Ya lo sabéis, señora, fue mi prisión; pero ignoráis el tiempo que duró, ignoráis que permanecí catorce años a un cuarto de legua de vos en un calabozo en el castillo de If: lo que no sabéis es que cada día durante estos catorce años he renovado el juramento de venganza que había hecho el primero de ellos, y sin embargo ignoraba que os hubieseis casado con Fernando, mi delator, y que mi padre había muerto… ¡de hambre!

—¡Santo cielo! —exclamó Mercedes.

—Pero lo supe al salir de mi prisión; y por Mercedes viva y por mi padre muerto, juré vengarme de Fernando, y me vengo.

—¿Y estáis seguro de que el desgraciado Fernando hizo eso?

—Por mi alma, señora, lo ha hecho como os lo digo; y además ¿no es mucho más odioso el haberse pasado a los ingleses siendo francés por adopción; siendo español de nacimiento haber hecho la guerra a los españoles; estipendiario de Alí, venderle traidoramente y asesinarle? Ante tales hechos, ¿qué es la carta? Una mixtificación galante que debe perdonar, lo reconozco y lo confieso, la mujer que se ha casado con ese hombre, pero que no perdona el amante que debió casarse con ella. Ahora bien, los franceses no se han vengado nunca del traidor: los españoles no le han fusilado. Alí desde su tumba ve sin castigo al asesino; pero yo, engañado, asesinado, enterrado vivo en una tumba, he salido de ella, gracias a Dios, y a Dios debo la venganza; me envía para eso y aquí estoy.

La pobre mujer inclinó la cabeza, dobláronse sus piernas y cayó de rodillas.

—Perdonad, Edmundo, perdonad por Mercedes que os ama aún.

La dignidad de la esposa detuvo el ímpetu de la amante y de la madre.

Su frente se inclinó casi hasta tocar la alfombra.

El conde se acercó a ella y la levantó.

Sentada en un sillón, pudo en medio de sus lágrimas ver el rostro varonil de Montecristo en el que el dolor y el odio se pintaban de un modo amenazador.

—¡Que no haya yo de extirpar esa raza maldita…! ¡Que desobedezca a Dios que me ha sostenido para su castigo…! Imposible, señora, imposible…

—Edmundo —dijo la pobre madre tocando todos los resortes—, Edmundo cuando os llamo por vuestro nombre, ¿por qué no me respondéis Mercedes?

—¡Mercedes! —repitió el conde—. ¡Mercedes! Sí, tenéis razón, aún es grato para mí ese nombre, y he aquí la primera vez hace mucho tiempo que resuena tan claro en mis oídos al salir de mis labios. ¡Oh, Mercedes!, he pronunciado vuestro nombre con los suspiros de la melancolía, con los quejidos del dolor, con el furor de la desesperación; lo he pronunciado helado por el frío, hundido entre la paja de mi calabozo, devorado por el calor, revolcándome en las losas de mi mazmorra. Mercedes, es preciso que me vengue, porque durante catorce años he padecido, he llorado, maldecido; ahora, os lo repito, Mercedes, es preciso que me vengue.

Y temiendo ceder a los ruegos de la que tanto había amado, Edmundo llamaba en su socorro a todos los recuerdos de su odio.

—Vengaos, Edmundo —gritó la pobre madre—, vengaos sobre los culpables, sobre él, sobre mí, pero no sobre mi hijo.

—Está escrito en libro santo —respondió Montecristo—. «Las faltas de los padres caerán sobre sus hijos, hasta la tercera y cuarta generación». Puesto que Dios ha dictado estas palabras a su profeta, ¿por qué seré yo mejor que Dios?

—Porque Dios es dueño del tiempo y de la eternidad, y estas dos cosas escapan a los hombres.

Montecristo dio un suspiro que parecía un rugido, y se mesó los cabellos con desesperación.

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