El Conde de Montecristo (164 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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La discreta criada, a la que estaba confiado el cuidado de la habitación, encendía la chimenea en el invierno a las tres y media, y a la misma hora en verano subía helados y refrescos.

Como hemos dicho, a las cuatro llegaba el misterioso personaje.

Veinte minutos más tarde un coche se detenía a la puerta de la casa, y una mujer vestida de negro o de azul muy oscuro, pero cubierta siempre con un espeso velo, se apeaba, pasaba como un relámpago por delante de la portería y subía sin que se sintiesen en la escalera sus ligeras pisadas.

Sus facciones, como las del caballero, eran completamente desconocidas a los guardianes de la puerta, conserjes modelos, solos quizás en la inmensa cofradía de porteros de la capital, capaces de semejante discreción, jamás le preguntaron adónde iba.

Inútil es decir que jamás pasaba del primer piso, llamaba a la puerta de un modo particular, abríase ésta, se cerraba en seguida herméticamente, y he aquí todo.

Para salir tomaban las mismas precauciones que para entrar.

Primero salía la desconocida, cubierta siempre con el velo, y tomaba el coche, que desaparecía tan pronto por un lado de la calle como por el otro. A los veinte minutos bajaba el desconocido cubierto con su bufanda o tapándose con el pañuelo.

Al día siguiente a aquel en que el conde de Montecristo hizo la visita a Danglars y tuvo lugar el entierro de Valentina, el misterioso inquilino entró hacia las diez de la mañana en lugar de las cuatro de la tarde.

Casi inmediatamente y sin aguardar el intervalo ordinario, llegó un coche de alquiler, y la señora cubierta con el velo subió rápidamente la escalera.

La puerta se abrió y se cerró, pero antes que estuviese del todo cerrada, la señora había exclamado:

—¡Oh! ¡Luciano! ¡Oh!, ¡amigo mío!

De modo que el conserje, que sin quererlo había oído aquella exclamación, supo por primera vez que su inquilino se llamaba Luciano; pero como era un portero modelo, se propuso no decirlo ni aun a su mujer.

—Y bien, ¿qué hay, amiga querida? —respondió éste, pues la turbación y prisa de la señora le habían hecho conocer quién era—, hablad, decid.

—¿Puedo contar con vos?

—Desde luego, ya lo sabéis. Pero ¿qué ocurre? Vuestro billete de esta mañana me ha producido una terrible preocupación. La precipitación, el desorden de vuestra carta, vamos, tranquilizaos, o acabad de espantarme de una vez. ¿Qué hay?

—¡Luciano, un gran acontecimiento! —dijo la señora, fijando en él una mirada investigadora—, el señor Danglars se ha fugado la pasada noche.

—¡Danglars! ¿Y dónde ha ido?

—Lo ignoro.

—¡Cómo! ¿Lo ignoráis? ¿De modo que es para no volver más?

—¡Sin duda! A las diez su carruaje le condujo a la barrera de Charentón. Allí encontró una silla de posta, subió con su ayuda de cámara, diciendo a su cochero que iba a Fontainebleau.

—Entonces, ¿qué decís?

—Esperad, amigo mío. Me había dejado una carta.

—¿Una carta?

—Sí; leed.

Y la baronesa sacó del bolsillo una carta abierta que presentó a Debray.

Se detuvo un momento antes de leerla, como si hubiese querido adivinar el contenido, o más bien, como si hubiera ya tomado un partido decisivo, cualquiera que fuese el contenido. Firme en su resolución sin duda, empezó a leer al cabo de algunos segundos. He aquí lo que contenía la carta que tal turbación produjera en el ánimo de la señora Danglars.

Señora y muy cara esposa.

Sin pensar en lo que hacía, Debray miró fijamente a la baronesa, y ésta se puso encendida.

—Leed —le dijo.

Debray prosiguió:

Cuando recibáis esta carta, ya no tendréis marido. ¡Oh!, no os alarméis, no tendréis marido, como no tenéis hija; es decir, que estaré en uno de los treinta o cuarenta caminos que conducen a la frontera de Francia.

Os debo algunas explicaciones, y como sois mujer que las comprendéis perfectamente, voy a dároslas.

Escuchad, pues:

Esta mañana tuve que rembolsar cinco millones y los he pagado; casi inmediatamente he debido pagar igual suma. La he aplazado para mañana, y me marcho hoy para evitar ese mañana, que me sería, creédmelo, muy desagradable.

Comprendéis perfectamente, ¿no es cierto, señora y muy querida esposa?

Digo que comprendéis, porque conocéis tan bien como yo el estado de mis negocios, y aun mejor que yo, puesto que si debiese decir dónde ha ido a parar una gran parte de mi fortuna, antes tan bella, no sería capaz de hacerlo, mientras que vos, por el contrario, lo sabéis perfectamente.

Porque las mujeres tienen un instinto infalible, y explican por un álgebra de su invención hasta lo maravilloso. Yo, que no conozco más que mis números, nada sé desde el día en que ellos me engañaron.

¿Habéis admirado alguna vez la prontitud de mi caída, señora? ¿No os ha llamado la atención la pronta fusión de mis barras? Yo solamente he visto el fuego, preciso será que hayáis encontrado algún oro entre las cenizas.

Me alejo de vos, señora y prudente esposa, con esta consoladora esperanza, sin tener el menor remordimiento de conciencia al abandonaros. Os quedan amigos, las cenizas en cuestión, y para colmo de dicha, la libertad que me apresuro a devolveros.

Con todo, señora, ha llegado el momento de colocar en este párrafo una palabra de explicación íntima. Mientras creí que trabajabais por el bienestar de nuestra casa y la felicidad de nuestra hija, he cerrado filosóficamente los ojos, pero como habéis hecho de la casa una vasta ruina, no quiero servir de fundamento a la fortuna de otro. Os he tomado por mujer rica, mas no por mujer honrada. Disculpadme si os hablo con esa franqueza, pero como creo no hablar más que para los dos, no veo que nada me obligue a disimular mis palabras. He aumentado nuestra fortuna, que durante quince años ha ido siempre creciendo hasta el momento en que catástrofes desconocidas e ininteligibles hasta para mí han venido a destrozarla, sin culpa de mi parte.

Vos, señora, habéis trabajado para aumentar la vuestra, y estoy moralmente convencido de que lo habéis conseguido. Os dejo, pues, como os tomé, rica, pero con poca honra.

Adiós, me marcho, y desde hoy trabajaré por mi cuenta. Creed en mi eterno agradecimiento por el ejemplo que me habéis dado y que voy a seguir.

Vuestro afectísimo marido,

Barón Danglars.

La baronesa seguía con la vista a Debray durante aquella larga y penosa lectura, y vio que el joven, a pesar de su conocido dominio sobre sí, mudó de color dos o tres veces.

Cuando concluyó, cerró lentamente la carta y volvió a su estado pensativo.

—¿Y bien? —le preguntó la señora Danglars con una ansiedad fácil de comprender.

—¡Y bien!, señora —repitió maquinalmente Debray.

—¿Qué idea os inspira esa carta?

—Una idea muy sencilla, señora. Me inspira la idea de que el señor Danglars ha partido con sospechas.

—Sin duda, ¿pero es eso cuanto tenéis que decirme?

—No comprendo —dijo Debray con una frialdad glacial.

—¡Se ha marchado!, sí, para no volver más.

—¡Oh! —dijo Debray—, no creáis nada de eso, baronesa.

—Os digo que no volverá, es un hombre de resoluciones invariables y que sólo mira su interés. Si me hubiese juzgado útil para alguna cosa me hubiera llevado consigo. Me deja en París porque nuestra separación puede servir para sus proyectos. Es, pues, irrevocable y está perfectamente libre para siempre —añadió la señora Danglars con el mismo acento de súplica.

Pero en lugar de responder, Debray la dejó en aquella penosa ansiedad producida por una interrogación entre la mirada y el pensamiento.

—¡Qué! —dijo al fin—, ¿no me respondéis, caballero?

—Sólo tengo una cosa que preguntaros. ¿Qué pensáis hacer?

—Eso mismo iba a preguntaros —respondió la baronesa, cuyo corazón palpitaba aceleradamente.

—¡Ah! —dijo Debray—, ¿me pedís un consejo?

—Sí, os lo pido —dijo la baronesa con el corazón oprimido.

—Pues entonces —respondió el joven con frialdad—, os aconsejo que viajéis.

—¿Que viaje? —murmuró la señora Danglars.

—Eso es. Es cierto, como ha dicho Danglars, que sois rica y perfectamente libre, una ausencia de París os es necesaria, según creo, después del doble escándalo del frustrado matrimonio de Eugenia y la fuga de Danglars. Lo que importa es que todo el mundo sepa que os han abandonado y os crea pobre, porque difícilmente se perdonaría a la mujer del bancarrotero la opulencia y el gran tren de vida. Para lo primero basta que permanezcáis quince días en París, repitiendo a todos que os han abandonado, contando el cómo a vuestras mejores amigas, que lo repetirán en todas partes. En seguida dejaréis vuestra casa, abandonaréis alhajas, dinero, muebles, cuanto haya en ella, y todos alabarán vuestro desinterés y generosidad. Todos os creerán entonces abandonada y pobre, menos yo, que conozco vuestra posición, y que estoy pronto a presentaros mis cuentas como un socio leal.

La baronesa, pálida y aterrada, había escuchado aquel discurso con tanto espanto y desesperación, como con calma e indiferencia lo había pronunciado Debray.

—¡Abandonada…! ¡Oh!, sí, tenéis razón, Luciano, y bien abandonada.

Tales fueron las únicas palabras que aquella mujer altiva y tan perdidamente enamorada pudo responder a Debray.

—Pero rica y muy rica —prosiguió él sacando una cartera y extendiendo sobre la mesa los papeles que contenía.

La señora Danglars le dejó hacer, sin ocuparse más que de ahogar sus suspiros y retener sus lágrimas, que a pesar suyo se asomaban a sus ojos.

Sin embargo, al fin pudo más en ella el sentimiento de su dignidad, y si no logró sofocar su corazón, logró al menos contener sus lágrimas.

—Señora —dijo Debray—, hará seis meses o poco más que nos asociamos. Habéis puesto un capital de treinta mil francos.

»En el mes de abril de este año empezó precisamente nuestra asociación.

»En mayo hicimos las primeras operaciones.

»En el mismo mes ganamos cuatrocientos mil francos.

»En junio el beneficio subió a novecientos mil.

»En julio agregamos un millón setecientos mil francos. Vos lo sabéis, el mes de los bonos en España.

»En el mes de agosto perdimos al principio del mes trescientos mil francos, pero al quince los habíamos vuelto a ganar. Ayer ajusté nuestras cuentas desde el día de nuestra asociación, y me dan un activo de dos millones cuatrocientos mil francos, es decir un millón doscientos mil francos para cada uno.

—¿Pero qué quieren decir esos intereses, si jamás habéis hecho valer ese dinero?

—Estáis en un error —dijo fríamente Debray—, tenía vuestros poderes y he usado de ellos. Tenemos, pues, cuarenta mil francos de intereses por vuestra parte, más cien mil francos de la primera remesa de fondos, es decir, vuestra parte asciende a un millón tres cientos mil francos.

Ahora bien, anteayer tuve la precaución de movilizar vuestro dinero. No hace mucho tiempo, como veis, y se diría que adivinaba lo que iba a suceder. Vuestro dinero está aquí: la mitad en billetes de banco, la otra mitad en bonos al portador. Cuando digo aquí es porque es verdad, pues no creyendo mi casa bastante segura, y rehuyendo la indiscreción de los notarios, lo he guardado en un cofre sellado, oculto en aquel armario.

—Ahora —dijo Debray, abriendo el armario y sacando un cofrecito pequeño—, he aquí ochocientos billetes de banco de mil francos, un cupón de rentas de veinticinco mil francos y un bono a la vista de ciento diez mil francos, sobre mi banquero, y como éste no es el señor Danglars, podéis estar segura de que se pagará a su presentación.

La señora Danglars tomó maquinalmente el bono, el cupón de ventas y los billetes de banco. Aquella enorme fortuna parecía bien poca cosa puesta sobre la mesa. La señora Danglars, con los ojos secos, pero con el pecho oprimido por mil suspiros, encerró en su bolso los billetes de banco, puso en su cartera el bono y el cupón de rentas, y en pie, pálida e inmóvil, esperó una palabra de amor que la consolase de ser tan rica.

Pero la esperó en vano.

—Ahora tenéis una existencia magnífica —dijo Debray—, sesenta mil libras de renta, suma enorme para una mujer que no podrá tener casa abierta hasta dentro de un año por lo menos. Estáis en el caso de poder contentar todos vuestros caprichos, sin contar con que si vuestra parte os parece insuficiente, podéis tomar de la mía cuanto queráis, pues estoy pronto a ofreceros, a título de préstamo, se entiende, todo lo que poseo, es decir, un millón sesenta mil francos.

—Gracias, caballero, me dais mucho más de lo que necesita una mujer que está resuelta a no presentarse en el mundo, al menos en muchos años.

Debray se admiró por un momento, mas volviendo en sí rápidamente, hizo un gesto que podría traducirse por…

—Como gustéis.

La señora Danglars había esperado hasta entonces, pero al ver la acción de Debray, la mirada oblicua que la acompañó, la reverencia profunda y el silencio significativo que se siguió, levantó la cabeza, abrió la puerta, y sin cólera, sin odio, pero con decisión, encaminóse a la escalera sin dignarse saludar por última vez al que así la dejaba marchar.

—¡Bah! —dijo Debray—, proyectos y nada más. Permanecerá en su casa, leerá novelas y jugará al whist, ya que no puede jugar a la bolsa.

Tomó su cartera, y señaló con cuidado las cantidades que acababa de pagar.

—Me quedan un millón sesenta mil francos —dijo—, ¡lástima que la señorita de Villefort haya muerto! Esa mujer en todos sentidos me convenía y me hubiera casado con ella.

Y flemáticamente, según su costumbre, esperó que transcurrieran veinte minutos después de la salida de la señora Danglars para marcharse.

Los empleó en hacer números con el reloj sobre la mesa.

Aquel personaje diabólico que cualquier imaginación aventurera hubiera creado si Lesage no se hubiera adelantado a ello, Asmodeo, que levanta los tejados de las casas para ver lo que pasa en el interior, gozaría siquiera de un singular espectáculo, si levantase en el momento a que nos referimos, y en el cual Debray hacía sus cuentas, el techo de la casa de la calle de San Germán de los Prados.

Encima del cuarto en que Debray acababa de partir con la señora Danglars dos millones y medio, había otra habitación ocupada por personas que ya conocemos, las cuales han representado un papel demasiado importante en los sucesos que hemos contado, para que no las veamos de nuevo con interés.

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