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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (168 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Ah!, señor —dijo la señora de Villefort—, ¿qué decís?

—No os corresponde preguntar, sino responder.

—¿Al juez o al marido? —balbuceó la señora de Villefort.

—¡Al juez!, señora, ¡al juez!

Espantosa era la palidez de aquella mujer, la angustia de su mirada y el temblor de todo su cuerpo.

—¡Ah!, ¡señor! —dijo—, ¡señor! —y no pudo continuar.

—¿No respondéis? —prosiguió el terrible inquisidor, y añadió en seguida con una risa más espantosa aún que su cólera:— ¿es verdad que no negáis?

Ella hizo un movimiento.

—Y no podríais negar —añadió Villefort extendiendo el brazo como para cogerla en nombre de la justicia—, consumasteis estos crímenes con impúdica desvergüenza, pero no han podido engañar más que a las personas cuyo afecto hacia vos las cegaba. Desde la muerte de la señora de Saint-Merán, he sabido que existía en mi casa un envenenador; después de la de Barrois, Dios me perdone, mis sospechas recayeron sobre un ángel. Mis sospechas, que aun sin necesidad de crimen están siempre despiertas en el fondo de mi alma; pero después de la muerte de Valentina ya no hay duda para mí, señora, y no solamente para mí, sino ni aun para otros. Así, vuestro crimen, conocido de dos personas y sospechado por muchas, va a hacerse público, y como os dije hace un momento, no habláis, señora, al marido, sino al juez.

La mujer escondió el rostro entre las manos.

—¡Oh!, señor —dijo—, os suplico…, no creáis en apariencias.

—¡Seríais tan cobarde! —gritó Villefort con tono de desprecio—. En efecto, he notado siempre que los envenenadores son cobardes. ¿Seréis cobarde vos, que habéis tenido valor para ver expirar a dos ancianos y una joven asesinados por vos?

—¡Señor! ¡Señor!

—¿Seréis tan cobarde, vos que habéis contado uno a uno los minutos de cuatro agonías? —continuó Villefort con una exaltación que aumentaba a cada instante—. ¿Vos, que habéis combinado vuestros planes infernales y preparado vuestras bebidas con una precisión y habilidad milagrosas? Vos, que todo lo habéis calculado tan bien, habéis olvidado una cosa, es decir, adónde podía conduciros el descubrimiento de vuestros crímenes. ¡Oh!, esto es imposible, sin duda habéis reservado algún veneno más dulce, más sutil y más mortífero que los demás para escapar al castigo que merecéis… Lo habéis hecho, al menos yo así lo espero.

La señora de Villefort retorcióse las manos y cayó de rodillas.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! —dijo el magistrado—, confesáis; pero la confesión hecha a los jueces, la confesión en el último trance, cuando ya es imposible negar, no disminuye el castigo.

—¡El castigo!, ¡el castigo!, ¡señor!, ¡es la segunda vez que pronunciáis esa palabra!

—Sin duda. ¿Creíais escapar porque habéis sido cuatro veces culpable? ¿O porque sois la esposa del que pide la aplicación de la pena, pensasteis sustraeros a ella? No, señora, no. Sea cual fuere la envenenadora, el cadalso la espera, si, como os lo decía hace un momento, no ha tenido cuidado de conservar para ella algunas gotas de su veneno, el más activo.

La señora de Villefort lanzó un grito horrible, un terror espantoso se dejó ver en sus desencajadas facciones.

—¡Oh!, no temáis el cadalso. No quiero deshonraros, porque sería deshonrarme. Al contrario, si me habéis entendido, debéis comprender que no estáis destinada a morir en el patíbulo.

—No os comprendo, ¿qué queréis decir? —balbuceó la desgraciada mujer, completamente aterrada.

—Quiero decir que la mujer del primer magistrado de la capital no cubrirá de oprobio un nombre sin mancilla, y no deshonrará a la vez a su marido y a su hijo.

—¡No!, ¡oh!, ¡no!

—Pues bien, haréis una buena acción, y os doy por ello las gracias.

—Me dais las gracias, ¿de qué?

—De lo que habéis dicho.

—¿Y qué he dicho? Yo me vuelvo loca. No comprendo nada. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Y se levantó con el cabello suelto y los labios llenos de espuma.

—¿Habéis respondido, señora, a la pregunta que os hice al entrar aquí, dónde está el veneno de que os servís corrientemente?

La señora de Villefort levantó los brazos al cielo y juntó convulsivamente las manos.

—No —vociferó—, no queréis eso…

—Lo que no quiero, señora, es que acabéis en el cadalso, ¿me oís?

—¡Oh!, señor, piedad.

—Lo que quiero es que se haga justicia. Estoy en el mundo para castigar, señora —añadió con una mirada encendida—. A cualquier otra mujer, aunque fuese una reina, la enviaría al verdugo. Pero con vos quiero ser misericordioso, y os digo, señora, ¿habéis guardado algunas gotas del veneno más seguro?

—¡Oh!, perdonadme, dejadme vivir.

—¡Cobarde! —dijo Villefort.

—Pensad que soy vuestra esposa.

—¡Sois una envenenadora!

—¡En nombre del cielo!

—¡No!

—¡Por el amor que me habéis profesado siempre!

—¡No!, ¡no!

—¡Por mi hijo, por nuestro hijo, dejadme vivir!

—No, no, no, os digo; si os dejase vivir le envenenaríais algún día como a los demás.

—¡Yo! ¡Matar a mi hijo! —gritó aquella madre salvaje arrojándose sobre Villefort—, ¡matar a mi Eduardo! ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!

Una sonrisa infernal, de demonio, de demente, terminó la frase y se perdió en un ronco suspiro.

La señora de Villefort cayó a los pies de su marido.

Escuchaba temblando, aterrada. Sólo había vida en sus ojos, y éstos ocultaban un fuego terrible.

—Pensad en ello, os digo. Si a mi vuelta no lo habéis hecho, os denuncio con mis propios labios, os prendo con mis propias manos.

Villefort se acercó aún más a ella.

—¿Me entendéis? —le dijo—, voy allá abajo a pedir la pena de muerte contra un asesino… Si os encuentro viva a la vuelta, dormiréis esta noche en la Conserjería.

La señora de Villefort lanzó un suspiro. Sus nervios se crisparon y cayó sobre la alfombra.

El procurador del rey sintió un instante de piedad, la miró menos severamente, e inclinándose un poco ante ella:

—Adiós, señora —dijo lentamente—, ¡adiós!

Aquel adiós cayó sobre ella como la mortífera cuchilla.

Cayó al suelo sin sentido.

El señor de Villefort salió y cerró la puerta dando doble vuelta a la llave.

Capítulo
XXX
Sesión judicial

E
l caso Benedetto, como se decía entonces en el Palacio de justicia y en la sociedad, había producido una enorme sensación. Parroquiano del café de París, del boulevard de Gante y del bosque de Bolonia, el falso Cavalcanti había hecho una porción de amistades y relaciones durante los tres meses de esplendor que había vivido en París. Los diarios habían contado las diversas vicisitudes del acusado, tanto durante su vida elegante, como la de presidiario. Aquello suscitó una curiosidad muy viva. Sobre todo entre los que habían conocido al príncipe Cavalcanti personalmente, y éstos estaban decididos a no perdonar medio para ir a ver en el banquillo de los acusados a Benedetto, asesino de su compañero de cadena.

A los ojos de muchas personas, Benedetto no era una víctima, sino una equivocación de la justicia. Habían visto al señor Cavalcanti padre, en París, y esperaban verle aparecer de nuevo para reclamar a su ilustre descendiente. Los que no habían oído hablar jamás de la famosa polaca, con la que llegó a casa de Montecristo, se hallaban prevenidos a su favor por el aire de dignidad, nobleza y conocimiento del mundo del anciano patricio, el que, preciso es decirlo, parecía completamente un gran señor cuando no hablaba o se ocupaba de aritmética.

En cuanto al acusado, muchos recordaban haberle visto tan amable, apuesto y liberal, que preferían creer que se había urdido contra él alguna trama por parte de alguno de aquellos enemigos que encuentran en el mundo las personas extraordinariamente ricas, y que poseen los medios de hacer el bien o el mal de un modo maravilloso.

Todo el mundo se apresuró a asistir a la sesión del tribunal del Jurado, unos para divertirse con el espectáculo, otros para comentarlo. Desde las siete de la mañana acudió gente a la reja, y la sala de las sesiones estaba ya llena de privilegiados.

En los días de los procesos famosos, antes de que se constituya el tribunal, y muchas veces aun después, la sala de Audiencia se parece a un salón particular, en el que muchas personas se reconocen, se juntan unas con otras cuando están cerca y se hablan por señas, temiendo perder su sitio, cuando están separadas por el pueblo, los abogados y los gendarmes.

Hacía uno de aquellos magníficos días de otoño que varias veces vienen a consolarnos de la ausencia del estío. Las nubes que el señor de Villefort viera al despuntar la aurora, se disiparon como por arte de magia al rayar el sol, y dejaron lucir con toda su brillantez uno de los días más hermosos de septiembre.

Beauchamp, uno de los magnates de la prensa diaria, tenía su sitio seguro en el tribunal, como en todas partes, lo había ocupado y miraba con sus gemelos a derecha e izquierda. Vio a Château-Renaud y a Debray, que habían merecido las consideraciones de un guardia municipal, el cual les cedió su sitio, colocándose detrás para no impedirles la vista. El digno agente había conocido al millonario y secretario del ministro, y se mostró muy cortés con sus nobles vecinos, permitiéndoles se acercasen a Beauchamp, y prometiéndoles guardarles sus sitios.

—Y bien —dijo Beauchamp—, ¿venimos a ver a nuestro amigo?

—Sí, ¡Dios mío!, sí, ¡al digno príncipe! Llévese el diablo a todos los príncipes italianos, ¡bah…!

—Un hombre que tenía a Dante por genealogista, y cuyo origen se remontaba hasta la
Divina Comedia
.

—Nobleza de cuerda —dijo con sorna Château-Renaud.

—Será condenado, ¿no es cierto? —preguntó Debray a Beauchamp.

—¡Eh!, querido mío, no sois vos el que debéis preguntarnos eso. ¿Ayer visteis al presidente a la salida del baffle del ministro?

—Sí.

—¿Y qué os dijo?

—Una cosa que os dejará maravillado.

—¡Ah!, entonces hablad pronto, mi querido amigo. Hace mucho tiempo que no me sucede tal cosa.

—Pues bien, me ha dicho que Benedetto, al que suele considerarse como un fénix de sutileza y astucia, es un pillo de orden muy subalterno, e indigno de los experimentos frenológicos que se harán con su cabeza después de guillotinado.

—¡Bah! —dijo Beauchamp—, no representaba del todo mal el papel de príncipe.

—Para vos, Beauclíamp, que detestáis a los príncipes, y que estáis encantado cuando les halláis maneras poco finas, pero para mí, que a la legua descubro el noble, y deduzco el origen de una familia aristocrática, en seguida le conocí.

—¿Así, jamás creísteis en su principado?

—Creí en que era principal, sí; príncipe, no.

—No está mal —dijo Debray—, pero para cualquier otro podría pasar por tal, yo le he visto en casa de los ministros.

—¡Ah!, sí —dijo Château-Renaud—, ¡como si vuestros ministros conociesen a los verdaderos nobles!

—Hay mucho de verdad en lo que acabáis de decir, Château-Renaud —respondió Beauchamp echándose a reír—; la frase es corta, pero agradable. Os pido permiso para usar de ella cuando dé cuenta a mis lectores de lo que ha sucedido.

—Como gustéis, Beauchamp —dijo Château-Renaud—, os doy mi frase por lo que vale.

—Pero —dijo Debray a Beauchamp—, si yo he hablado al presidente, vos debéis haber hablado al procurador del rey.

—Imposible. Hace ocho días que el señor de Villefort se oculta, y es muy natural. Tantas desgracias domésticas, coronadas por la extraña muerte de su hija…

—¡La extraña muerte! ¿Qué decís?

—¡Ah!, sí; haceos el ignorante bajo el pretexto de que eso sucede en casa de la nobleza de toga —dijo Beauchamp llevando su lente a los ojos.

—Permitidme, amigo mío, que os diga que para los gemelos no valéis tanto como Debray. Y vos, Debray, dad una lección al señor Beauchamp.

—Toma —dijo Beauchamp—, no me equivoco.

—¿Qué es, pues?

—Es ella.

—¿Quién?

—Decían que se había marchado.

—¿La señorita Eugenia? —preguntó Château-Renaud—, ¿habrá regresado ya?

—No, pero su madre…

—¿La señora Danglars?

—¡Cómo! —dijo Château-Renaud—, ¡es terrible, diez días después de haberse fugado su hija, y tres después de la quiebra de su marido!

Debray se sonrojó un poco y miró hacia el sitio que señalaba su amigo Beauchamp.

—Vaya, pues. Es una mujer cubierta con un velo, una desconocida, quizá la madre del príncipe Cavalcanti. ¿Pero decíais o ibais a decir cosas muy interesantes, Beauchamp?

—¿Yo?

—Sí; hablabais de la extraña muerte de Valentina.

—¡Ah!, sí; es verdad. Pero ¿por qué la señora de Villefort no está presente?

—¡Pobre mujer! —dijo Debray—, estará ocupada en destilar agua de melisa para los hospitales, o en preparar cosméticos para ella y sus amigas. ¿Sabéis que gasta en esa diversión dos o tres mil escudos al año? Y en efecto, tenéis razón. ¿Por qué no está aquí la señora del procurador del rey? La habría visto con gran placer. Me gusta mucho esa mujer.

—Y yo la detesto —dijo Château-Renaud.

—¿Por qué?

—No lo sé. ¿Por qué amamos? ¿Por qué aborrecemos? La detesto por antipatía.

—O, al menos, por instinto.

—No lo creo… pero volvamos a lo que decíais, Beauchamp.

—¡Y bien! —respondió éste—, ¿tenéis curiosidad por saber cómo hay con frecuencia tantos muertos en casa de Villefort?

—Con frecuencia, ésta es la expresión exacta —dijo Château-Renaud.

—Querido, es la que usa San Simón.

—Y la muerte en casa del señor de Villefort es donde se la encuentra. Volvamos, pues, a ella.

—¡Por vida mía!, confieso que hace tres meses tengo fija mi atención en esa casa, y precisamente anteayer la señora me hablaba de ella con motivo de la muerte de Valentina.

—¿Y quién es la señora? —preguntó Château-Renaud.

—La mujer del ministro.

—¡Ah!, disculpad mi ignorancia, yo no frecuento las casas de los ministros. Eso queda para los príncipes.

—Erais magnífico y os volvéis divino, barón. Tened piedad de nosotros. Vuestras palabras van a abrasarnos como los rayos de Júpiter.

—No volveré a decir nada. ¡Pero que el diablo tenga piedad de mí! ¡No me deis lugar para replicar!

—Vamos, ¿podremos llegar al fin de nuestro diálogo, Beauchamp? Os decía que la señora me preguntaba anteayer sobre las muertes de Villefort; informadme, y podré satisfacerla.

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