El Conde de Montecristo (170 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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»“¡No blasfemes, desgraciado!, porque Dios lo ha dado la vida sin cólera. El crimen es de tu padre, y no tuyo; de tu padre, que lo entregaba al infierno si hubieses muerto, a la miseria, si un milagro lo volvía a la vida”.

»A partir de aquel instante, cesé de blasfemar a Dios, pero he maldecido a mi padre, y he aquí por qué he pronunciado las palabras que me habéis reprochado, señor presidente. He aquí por qué he causado el escándalo que aún hace temblar a todos. Si es un crimen más, castigadme, pero si os he convencido de que desde el día de mi nacimiento mi destino era fatal, doloroso, amargo, lamentable, tened entonces compasión de mí.

—¿Pero vuestra madre? —preguntó el presidente.

—Mi madre me creía muerto, y no era culpable; no he querido saber el nombre de mi madre, no la conozco.

En aquel momento un grito agudo que terminó en un suspiro salió del grupo que, como hemos dicho, rodeaba a una mujer.

Desplomóse con un violento ataque de nervios, y tuvieron que sacarla del pretorio; separóse el velo que ocultaba su rostro: era la señora Danglars.

A pesar de su postración, del rumor que había en sus oídos y la especie de locura que trastornaba su cerebro, Villefort la reconoció y se levantó.

—¡Las pruebas! ¡Las pruebas! —dijo el presidente—, recordad, acusado, que ese tejido de horrores necesita apoyarse en las pruebas más evidentes.

—¿Las pruebas? ¿Las pruebas queréis? —dijo Benedetto riéndose—, vais a verlas.

—Sí.

—Pues bien, mirad al señor de Villefort, y pedidme aún las pruebas.

Todos volvieron los ojos hacia el procurador del rey, que bajo el peso de aquellas mil miradas avanzó hacia el medio del tribunal, vacilante, con los cabellos desordenados y la cara sanguinolenta por la presión de sus uñas. Oyóse un murmullo de admiración.

—Me piden las pruebas, padre mío —dijo Benedetto—, ¿queréis que las dé?

—No, no —balbuceó el procurador del rey con voz ahogada—, no; es inútil.

—¡Cómo! ¿Inútil? —inquirió el presidente—. ¿Pero qué queréis decir?

—Quiero decir que en vano intentaría sustraerme al golpe mortal que me aterra, señores. Conozco que estoy entre las manos de un Dios vengador. Nada de pruebas, no hay necesidad; todo lo que ese joven ha dicho es verdad.

Un silencio análogo al que precede a las grandes catástrofes de la naturaleza se apoderó de los asistentes, sus cabellos se erizaron.

—¿Y qué?, señor de Villefort —dijo el presidente—, ¿no cedéis a una alucinación? ¡Cómo! ¿Gozáis de la plenitud de vuestras facultades intelectuales? ¿Se concebiría que una acusación tan extraordinaria, tan imprevista y terrible os hubiese turbado la razón? ¡Vamos, serenaos!

El procurador del rey movió la cabeza, sus dientes daban uno contra otro como los de un hombre devorado por la fiebre, y su palidez era mortal.

—Estoy en pleno uso de todas mis facultades —dijo—; solamente mi cuerpo es el que sufre, y esto se concibe. Me reconozco culpable de todo lo que ese joven acaba de decir contra mí, y me pongo desde ahora a la disposición del señor procurador del rey, mi sucesor.

Dichas estas palabras con una voz ronca y casi sofocada, el señor de Villefort se dirigió vacilante a la puerta, que le abrió maquinalmente el ujier de servicio.

La asamblea entera permaneció silenciosa y consternada con aquella revelación que tan terrible des enlace daba a las peripecias que durante quince días habían ocupado a la alta sociedad de París.

—¡Y bien! —dijo Beauchamp—. ¡Que vengan luego a decirnos que el drama no existe en la naturaleza!

—¡Por mi vida! —dijo Château-Renaud—, mejor quisiera concluir como el señor de Morcef; un tiro es dulce en comparación de semejante catástrofe.

—Y luego mata —dijo Beauchamp.

—Y yo que había pensado en casarme con su hija —dijo Debray—, ¡bien ha hecho en morirse! ¡Dios mío! ¡Pobre muchacha!

—Se levanta la sesión, señores —dijo el presidente—; la causa queda para la sesión próxima, pues debe empezarse de nuevo la instrucción y confiarla a otro magistrado.

Cavalcanti, siempre sereno y mucho más interesante, salió de la sala escoltado por los gendarmes, que voluntariamente le manifestaban cierta consideración.

—¡Y bien! ¿Qué pensáis de esto, buen hombre? —preguntó Debray al guardia municipal poniéndole un luís en la mano.

—Que habrá circunstancias atenuantes —respondió éste.

Capítulo
XXXII
Expiación

E
l señor de Villefort vio abrirse ante él las filas de la multitud, aunque muy compactas. Los grandes dolores son de tal modo venerables que no hay ejemplo ni aun en los tiempos más desgraciados, de que el primer movimiento de la multitud reunida no haya sido un movimiento de simpatía hacia una gran desgracia. Muchas gentes odiadas han sido asesinadas en un tumulto. Raras veces un desgraciado, aunque fuese criminal, ha sido insultado por los que asisten a su proceso de muerte.

Villefort atravesó, pues, las filas de los espectadores, de los guardias, de los agentes de policía, y se alejó, confesado culpable por sí mismo, pero protegido por su valor.

Existen en la vida situaciones que los hombres comprenden por instinto, pero que no pueden desentrañar con la reflexión. El mayor poeta en este caso es el que sabe expresar la queja más vehemente y más natural. La multitud toma este grito por una relación entera, y hace bien en contentarse con él, y mejor aún, en encontrarlo sublime si es verdadero.

Por lo demás, sería difícil decir el estado de estupor en que Villefort se hallaba al salir del palacio, pintar la fiebre que estremecía sus arterias, que helaba sus fibras, que hinchaba hasta reventar sus venas y aniquilaba cada punto de su cuerpo mortal con millares de sufrimientos.

Villefort se dirigía a lo largo de los pasillos, guiado solamente por la costumbre. Quitóse la toga magistral, no por conveniencia, sino porque era para él una carga insoportable, una túnica de Nesso, fecunda en torturas.

Llegó vacilante al patio Dauphine, vio su carruaje, despertó al cochero abriendo él mismo, y se dejó caer sobre los cojines señalando con el dedo la dirección del barrio de San Honorato.

El cochero partió.

Todo el peso de su fortuna fracasada acababa de desplomarse sobre su cabeza; este peso le abrumaba, no sabía sus consecuencias, no las había calculado y las sentía; no razonaba su código como el frío asesino que comenta un artículo conocido. Tenía a Dios en el fondo del corazón.

—¡Dios! —murmuraba sin saber lo que decía—. ¡Dios! ¡Dios!

No veía más que a Dios en medio del trastorno que por él pasaba.

El carruaje corrió precipitado. Villefort, agitándose sobre los cojines, sentía algo que le molestaba.

Llevó la mano al objeto. Era un abanico olvidado por la señora de Villefort entre el cojín y el respaldo del carruaje. Este abanico despertó un recuerdo, y este recuerdo fue como un rayo en las tinieblas de la noche.

Villefort pensó en su esposa.

—¡Oh! —exclamó, como si un hierro ardiendo le perforase el corazón.

En efecto, hacía una hora que no tenía a la vista más que un lado de su miseria, y he aquí que de repente se ofrecía otro a su espíritu, y otro no menos terrible.

«¡Esa mujer!». Acababa de portarse con ella como un juez severo e inexorable, la había condenado a muerte, y ella, ella, aterrorizada, llena de remordimientos, abismada con el oprobio que acababa de causarle con la elocuencia de su intachable virtud, pobre mujer débil e indefensa contra un poder absoluto y supremo, se preparaba acaso a morir en aquellos instantes.

Había transcurrido una hora desde su condenación. Tal vez entonces repasaba en su memoria todos sus crímenes, pedía perdón a Dios, escribía una carta para implorar de rodillas el perdón de su virtuoso esposo, perdón que compraba con la muerte.

Villefort lanzó otro quejido de dolor y de rabia.

—¡Ah! —exclamó agitándose sobre el raso del carruaje—, ¡esa mujer no es criminal más que por haberme tocado! ¡Yo soy el crimen, yo! ¡Y ha adquirido el crimen como se adquiere el tifus, como se adquiere el cólera, como se adquiere la peste, y yo la castigo! ¡Oh!, ¡no!, ¡no!, vivirá…, me seguirá… Huiremos, abandonaremos Francia, correremos por la tierra mientras nos sostenga. ¡Le hablaba de cadalso…! ¡Gran Dios! ¡Cómo osé pronunciar esta palabra! ¡Y a mí también me espera el cadalso…! Huiremos… Sí, me confesaré a ella, sí; todos los días le diré humillándome que yo también he cometido un crimen… ¡Oh! ¡Alianza del tigre y de la serpiente! ¡Oh! ¡Digna esposa de un marido como yo…! ¡Es preciso que viva, es necesario que mi infamia haga palidecer la suya!

Y Villefort hundió, más que bajó, el vidrio del coche.

—¡Más aprisa! —exclamó con una voz que hizo estremecer al cochero en su asiento.

Los caballos, avivados por el miedo, volaron hasta llegar a la casa.

—¡Sí!, ¡sí! —repetía Villefort a medida que se acercaba—, sí; es preciso que esta mujer viva, es preciso que se arrepienta y que eduque a mi hijo, mi pobre hijo, único que con el indestructible anciano sobrevive a la ruina de la familia. Le amaba, por él lo ha hecho todo. No hay que desesperar jamás del corazón de una madre que ama a su hijo. Se arrepentirá. Nadie sabrá que ha sido culpable; los crímenes cometidos en mi casa y de que el mundo se entera ya, serán olvidados con el tiempo, y si algunos enemigos se acuerdan, les anotaré en la lista de mis crímenes. Uno, dos o tres más, ¡qué importa! Mi mujer se salvará llevando el oro, y sobre todo llevando su hijo, lejos del abismo en donde me parece ver caer el mundo conmigo. Vivirá, aún será dichosa, puesto que todo su amor está en su hijo, y su hijo no la abandonará. Habré hecho una buena acción.

Y el señor de Villefort respiró más libremente de lo que lo había hecho en mucho tiempo.

El carruaje se detuvo en el patio de la casa.

El procurador del rey se lanzó del estribo y halló a los criados sorprendidos de verle volver tan pronto. No leyó otra cosa en su fisonomía. Nadie le dirigió la palabra. Paráronse ante él como de costumbre, para dejarle paso. Esto fue todo.

Pasó por la cámara de Noirtier, y por la puerta entreabierta percibió como dos sombras, pero no se preocupó de la persona que estaba con su padre. Su inquietud le trastornaba.

—Vamos —dijo subiendo la escalerilla que conducía al descansillo, donde estaba la habitación de su mujer y la cámara vacía de Valentina—, vamos, nada ha cambiado aquí.

Antes de todo, cerró la puerta del descansillo.

—Es conveniente que nadie nos interrumpa —dijo Villefort—, conviene que pueda hablarle libremente, acusarme a ella, decírselo todo.

Acercóse a la puerta, puso la mano en el botón de cristal, y cedió.

—¡Paso libre! ¡Oh!, ¡bien, muy bien! —murmuró.

Y entró en el pequeño salón en donde todas las noches se ponía el lecho de Eduardo, porque aunque en pensión, Eduardo venía todas las noches. Su madre no había querido nunca separarse de él.

Recorrió con una mirada todo el salón.

—Nadie —dijo—, está en su alcoba, sin duda.

Y se dirigió a la puerta.

El cerrojo estaba corrido.

Se detuvo estremecido.

—¡Eloísa! —exclamó.

Parecióle oír mover un mueble.

—Eloísa —repitió.

—¿Quién es? —preguntó la voz de la que llamaba.

Parecióle que esta voz era más débil que otras veces.

—¡Abrid! ¡Abrid! —exclamó Villefort—, ¡soy yo!

Sin embargo, a pesar de esta orden, a pesar del tono angustiado con que era proferida, no abrieron.

Villefort abrió la puerta de una patada.

A la entrada de su dormitorio, la señora de Villefort estaba en pie, pálida, con las facciones contraídas, mirándole con ojos de una inmovilidad espantosa.

—¡Eloísa! ¡Eloísa! —dijo—, ¿qué os ocurre? ¡Hablad!

La joven extendió hacía él su mano crispada y lívida.

—Esto se ha acabado, señor —dijo con un quejido que parecía desgarrar su garganta—, ¿qué más queréis?

Y cayó sobre la alfombra. Villefort corrió a ella y la cogió de la mano. Esta mano oprimía convulsivamente un frasco de cristal con tapón de oro. La señora de Villefort estaba muerta. El procurador del rey, sobrecogido de horror, retrocedió hasta la puerta, mirando el cadáver.

—¡Hijo mío! —exclamó de repente—, ¿dónde está mi hijo? ¡Eduardo! ¡Eduardo!

Y se precipitó fuera de la habitación, gritando:

—¡Eduardo! ¡Eduardo!

Con tal acento de angustia era pronunciado este nombre, que acudieron los criados.

—¡Hijo mío! ¿Dónde está mi hijo? —preguntó Villefort—. Que le saquen de casa, que no la vea.

—El señorito Eduardo no está abajo —respondió un criado.

—Jugará sin duda en el jardín. Mirad si está allí. ¡Buscadle!

—No, señor. La señora llamó a su hijo hará media hora aproximadamente. El señorito Eduardo entró con la señora, y no ha vuelto a bajar.

Un sudor helado inundó la frente de Villefort, sus pies vacilaron sobre las baldosas, sus ideas comenzaron a trastornar su cabeza como las ruedas desordenadas de un reloj que se rompe.

—¡Con la señora! —murmuró—, ¡con la señora! —Y volvió lentamente sobre sus pasos, enjugándose la frente con una mano y apoyándose con la otra en las paredes.

Al volver a entrar en la estancia, era preciso ver de nuevo a aquella desgraciada.

Para llamar a Eduardo, era preciso despertar el eco del aposento convertido en féretro mortuorio. Hablar, era violar el silencio de la tumba.

Villefort sintió su lengua paralizada en la garganta.

—¡Eduardo! ¡Eduardo! —balbuceó.

El niño no contestó. ¿Dónde estaba el niño que, al decir de los criados, había entrado con su madre, sin volver a salir?

Villefort dio un paso adelante.

El cuerpo exánime de la señora de Villefort estaba tendido a través de la puerta del salón en donde se hallaba necesariamente Eduardo. Este cadáver parecía velar sobre el umbral con ojos fijos y abiertos, con una espantosa y misteriosa sonrisa irónica en los labios.

En derredor del cadáver, la mampara dejaba ver una parte del salón, un piano y el extremo de un diván de raso azul.

Villefort avanzó tres o cuatro pasos y vio a su hijo acostado en el sofá.

El niño dormía, sin duda.

El infeliz tuvo un rapto de alegría, un rayo de luz pura bajó al infierno en el cual estaba luchando.

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