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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (177 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Qué bandidos tan raros —se dijo—, que me han dejado mi bolsa y mi cartera! Como pensé ayer al acostarme, van a ponerme a rescate. ¡Veamos!, ¡conservo también el reloj! Veamos la hora que es.

El reloj de Danglars, obra de Breguet, al que había cuidado de dar cuerda la víspera de su viaje, señalaba las cinco y media de la mañana. Sin él, Danglars hubiera ignorado completamente la hora que era, penetrando ya la luz del día en el aposento.

¿Sería preciso exigir una explicación de los bandidos? ¿Convendría esperar pacientemente a que se la diesen? En tal alternativa, lo último era más prudente. Danglars esperó. Esperó hasta el mediodía. Durante todo este tiempo un centinela había velado a su puerta. A las ocho de la mañana fue relevado.

Apoderóse de Danglars el deseo de ver quién le custodiaba.

Había notado que los rayos, no del día, sino de una lámpara, se filtraban por las hendiduras mal unidas de la puerta. Acercóse a una de ellas en el momento mismo en que el bandido echaba algunos tragos de aguardiente, los cuales, debido al pellejo que lo contenía, esparcían un olor repugnante para Danglars.

—¡Puf! —exclamó retrocediendo hasta el fondo de la habitación.

A mediodía, el hombre del aguardiente fue reemplazado por otro funcionario. Danglars tuvo la curiosidad de ver a su nuevo guardián, y se acercó otra vez a la hendidura. Era un bandido de complexión atlética, un Goliat de grandes ojos, labios gruesos, nariz aplastada. Su cabellera roja pendía por las espaldas en mechas retorcidas, como culebras.

—¡Oh!, ¡oh! —dijo Danglars—, éste parece más bien un ogro que una criatura humana. En todo caso soy perro viejo, soy duro de mascar.

Como se ve, Danglars no había perdido todavía el buen humor. En el mismo instante, como para probarle que no era un ogro, su guardián se sentó frente a la puerta del cuarto, y sacó de su zurrón pan negro, cebolla y queso, y se puso
in continenti
a devorarlos.

—¡Que me lleve el diablo! —dijo Danglars, echando a través de las hendiduras de la puerta una mirada a 1a comida del bandido—, el diablo me lleve si comprendo cómo pueden comerse semejantes porquerías.

Y fue a sentarse sobre las pieles, recordando en ellas el olor de aguardiente del primer centinela. Sin embargo, la situación de Danglars era crítica, y los secretos de la naturaleza son incomprensibles. Hay en ellos harta elocuencia en ciertas invitaciones materiales que dirigen las más groseras sustancias a los estómagos vacíos.

Danglars sintió de pronto que el suyo lo estaba en este momento, y así vio al hombre menos feo, al pan menos duro, al queso más fresco. En fin, las cebollas crudas, sucia alimentación del salvaje, le recordaron ciertas salsas Robert, y cierta ropa vieja que su cocinero preparaba de una manera superior cuando Danglars le decía: «Señor Deniseau, hágame para hoy un buen platito de canalla».

Se levantó y fue a llamar a la puerta. El bandido levantó la cabeza. Al ver Danglars que le había oído, volvió a llamar.


Che cosa
? —preguntó el bandido.

—¡Hola, amigo! —dijo Danglars, dando con los dedos contra la puerta—, ¡me parece que será tiempo que se piense en darme de comer también a mí!

Pero sea que no comprendiese, sea que no tuviese órdenes relativas a la comida de Danglars, el gigante continuó comiendo. Danglars sintió humillado su orgullo, y no queriendo meterse con semejante bruto, se echó sobre las pieles sin decir nada más.

Transcurrieron cuatro horas. El gigante fue reemplazado por otro bandido. Danglars, que sentía fuertes movimientos de estómago, se levantó despacio, aplicó en seguida el ojo a las hendiduras de la puerta y reconoció la figura inteligente de su guía. Era, efectivamente, Pepino, que se preparaba a entrar de guardia del mejor modo posible, sentándose frente a la puerta, y colocando entre ambas piernas una cazuela que contenía, calientes y olorosos, guisantes fritos con tocino. Cerca de estos guisantes, Pepino colocó un canastillo de racimos de Velletri, y una botella de vino de Orvieto. Seguramente Pepino era inteligente. Viendo estos preparativos gastronómicos, el hambre atormentaba a Danglars.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, veamos si éste es más tratable que el otro. —Y tocó pausadamente la puerta.

—Allá van —dijo en mal francés el bandido, que, frecuentando la casa del señor Pastrini, había acabado por aprender aquella lengua hasta en sus modismos.

Y abrió en efecto.

Danglars le reconoció por el que le había gritado de una manera harto furiosa: «Meted la cabeza». Pero no era aquella hora para recriminaciones, y adoptó, por el contrario, el ademán más agradable, y con graciosa sonrisa:

—Perdonad —le dijo—, pero ¿no se me dará de comer a mí también?

—¡Cómo, pues! —exclamó Pepino—. ¿Vuestra excelencia tendrá hambre acaso?

—¡Acaso! ¡Es magnífico! —murmuró Danglars—, hace veinticuatro horas justas que no como. Sí, señor —añadió, levantando la voz—, tengo hambre, sobrada hambre.

—¿Y vuestra excelencia quiere comer?

—Al instante, si es posible.

—Nada más fácil —dijo Pepino—, aquí se proporciona todo, pagando, por supuesto, como se hace entre buenos cristianos.

—¡Ni que decir tiene! —exclamó Danglars—, aunque en realidad, las gentes que detienen y aprisionan deberían al menos alimentar a los prisioneros.

—¡Ah!, excelencia —repuso Pepino—, eso ya no se estila.

—No es mala la razón —siguió Danglars, contando ganar a su guardián con su amabilidad—, yo me satisfago con ella. Veamos qué es lo que se me sirve de comer.

—En seguida, excelencia, ¿qué deseáis?

Y Pepino puso su escudilla en el suelo, de tal manera que el vapor subía directamente a las narices del banquero.

—Mandadme —dijo.

—¿Hay cocina aquí? —preguntó Danglars.

—¿Que si hay cocina? ¡Cocina perfecta!

—¿Y cocineros?

—¡Excelentes!

—¡Y bien!, un pollo, un pescado, un ave, cualquier cosa, con tal que yo coma.

—Como desee vuestra excelencia. Pediremos un pollo, ¿no es verdad?

—Sí, un pollo.

Pepino, levantándose y asomándose a la puerta, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Un pollo para su excelencia!

La voz de Pepino resonaba aún por las bóvedas, cuando se presentó un joven, hermoso, esbelto, y medio desnudo como los antiguos pescadores, llevando en un plato de plata un pollo delicadamente colocado.

—Se creería uno en el Café de París —murmuró Danglars.

—¡Helo aquí, excelencia! —dijo Pepino, cogiendo el pollo de manos del joven bandido, y colocándolo en una mesa carcomida, que con un asiento y la cama de pieles, formaba todo el ajuar de la celda.

Danglars pidió un cuchillo y un tenedor.

—¡Helo aquí, excelencia! —dijo Pepino, ofreciéndole un cuchillo pequeño de punta roma y un tenedor de madera. Danglars tomó el cuchillo en una mano y el tenedor en la otra, y se puso a trinchar el ave.

—Dispensad, excelencia —dijo Pepino, pasando una mano por la espalda del banquero—, aquí se paga antes de comer, para el caso de quedar luego descontentos.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo para sí Danglars—, esto no es como en París. Me van a desollar probablemente, pero hagamos las cosas en grande, veamos, he oído hablar del buen trato de la vida de Italia; un pollo debe de valer doce sueldos en Roma. Tened —dijo en voz alta, y dio un luís a Pepino.

—Un momento, vuestra excelencia —dijo Pepino levantándose—, un momento, vuestra excelencia me queda a deber aún alguna cosa.

—¡Cuando yo decía que habrían de desollarme! —murmuró Danglars. Luego, resuelto a sacar partido de todo—: Veamos lo que se os debe por esa ave hética —prosiguió.

—Vuestra excelencia ha dado un luís a cuenta.

—¿Un luís a cuenta de un pollo?

—Claro está, a cuenta.

—Bien…, ¡veamos!, ¡veamos!

—No son más que cuatro mil novecientos noventa y nueve luises lo que me debe vuestra excelencia.

Danglars abrió espantado los ojos al oír tan pesada broma.

—¡Ah, bribón! —murmuró—, ¡bribón, por vida mía!

Y quiso ponerse a trinchar el pollo, pero Pepino le detuvo la mano derecha con la izquierda, y extendió además la otra mano, diciendo:

—¡Vamos!

—¿Qué? ¿No os reís? —dijo Danglars.

—Aquí no reímos nunca, excelencia —contestó Pepino, serio como un cuáquero.

—¿Cien mil francos este pollo?

—Excelencia, es increíble el trabajo que cuesta criar aves en estas malditas grutas.

—¡Vamos!, ¡vamos! —dijo Danglars—, encuentro esto muy chistoso, muy divertido en verdad. Pero como tengo hambre, dejadme comer. Tomad, he aquí otro luís para vos, amigo mío.

—Entonces no faltan más que cuatro mil novecientos noventa y ocho luises —dijo Pepino conservando la misma sangre fría—, con paciencia todo se consigue.

—¡Oh!, lo que es eso —dijo Danglars, indignado de tan perseverante burla—, lo que es eso, jamás. Idos al diablo, vos no sabéis quién soy yo.

Pepino hizo una señal, el criado echó las dos manos y llevóse en seguida el pollo. Danglars se tendió en la cama de piel de lobo, Pepino cerró la puerta y se puso a comer los guisantes con tocino.

Danglars no podía ver lo que hacía Pepino, pero el ruido de sus dientes no debía dejarle duda acerca de lo que estaba haciendo. Era evidente que comía, y que comía toscamente como un hombre mal criado.

—¡Avestruz! —dijo Danglars.

Pepino hizo que no oía nada, y sin volver la cabeza continuó comiendo con admirable calma. El estómago de Danglars encontrábase en tal estado que no creía él mismo poder llegar a llenarlo nunca. Sin embargo, tuvo paciencia por espacio de hora y media, que en realidad se le antojó un siglo. Levantóse y fue de nuevo a la puerta.

—Vamos —siguió—, no me hagáis desfallecer más tiempo, y decidme al fin qué es lo que se quiere de mí.

—Decid más bien, excelencia, lo que queréis de nosotros… Dad vuestras órdenes y las ejecutaremos.

—Abridme primero.

Pepino abrió.

—¡Yo quiero —dijo Danglars—, por Dios! ¡Quiero comer!

—¿Tenéis hambre?

—De sobra lo sabéis.

—¿Qué quiere comer vuestra excelencia?

—Un pedazo de pan seco, puesto que los pollos están a tal precio en estas malditas cuevas.

—¡Pan!, sea —dijo Pepino—. ¡Eh!, pan —gritó.

El criado trajo un pedazo de pan.

—¡Helo aquí! —dijo Pepino.

—¿Qué vale? —preguntó Danglars.

—Cuatro mil novecientos noventa y ocho luises, estando ya otros dos pagados por anticipado.

—¡Cómo! ¡Un pan cien mil francos!

—Cien mil francos —dijo Pepino.

—¡Y no me pedíais más que cien mil francos por un pollo!

—No servimos por lista, sino a precio fijo. Cómase poco o mucho, pídanse diez platos o uno solo, el coste es absolutamente igual.

—¡Una nueva burla! Querido amigo, os declaro que esto es absurdo, que esto es estúpido. Decid más bien que al fin queréis que me muera de hambre, y es más sencillo.

—No, excelencia, vos sois quien queréis suicidaros. Pagad y comed, creedme.

—¿Conque he de pagar tres veces, bruto? —dijo Danglars exasperado—. ¿Crees que se llevan así cien mil francos?

—Tenéis cinco millones cincuenta mil francos en vuestro bolsillo, excelencia —dijo Pepino—, que equivalen a cincuenta pollos y medio.

Danglars se estremeció. Cayóle la venda de los ojos. Continuaba la misma broma, pero por fin acababa de comprenderla. Es fácil conocer que no la encontraba tan sencilla como antes.

—Veamos —dijo—, veamos. ¿Dando esos cien mil francos, quedaréis satisfecho al menos, y podré comer a mi placer?

—Sin duda —dijo Pepino.

—Pero ¿cómo darlos? —dijo el banquero respirando más libremente.

—Nada más fácil. Tenéis un crédito abierto en casa de Thonmson y French, calle de Banchi, en Roma. Dadme un bono de cuatro mil novecientos noventa y ocho luises contra estos señores. Nuestro banquero los recogerá.

Danglars quiso al menos asumir el aire de generoso. Tomó la pluma y el papel que le presentaba Pepino, escribió la letra y firmó.

—Tened —dijo—, vuestro bono al portador.

—Y vos, el pollo.

Danglars trinchó el ave suspirando. Parecíale flaca para una suma tan crecida.

En cuanto a Pepino, leyó atentamente el papel, lo metió en el bolsillo y prosiguió comiendo sus guisantes con tocino.

Capítulo
XXXVII
El perdón

A
l día siguiente Danglars volvió a tener hambre. El aire de aquella caverna despertaba a más no poder el apetito. El prisionero creyó que en todo aquel día no tendría que hacer nuevos gastos. Como hombre económico había ocultado la mitad del pollo y un pedazo de pan en un rincón del cuarto. Pero después de comer tuvo sed. No había contado con ello. Luchó contra la sed hasta el momento en que sintió la lengua reseca pegársele al paladar. Entonces llamó, no pudiendo resistir más tiempo el fuego que le consumía. El centinela abrió la puerta; era una cara distinta. Pensó que mejor le sería entenderse con su antiguo conocido y llamó a Pepino.

—Aquí me tenéis, excelencia —dijo el bandido presentándose con tal presteza que le pareció de buen agüero a Danglars—, ¿qué queréis?

—Beber —contestó el prisionero.

—Excelencia —dijo Pepino—, ya sabéis que el vino no tiene precio en las cercanías de Roma.

—Dadme agua entonces —dijo Danglars, pensando salir del paso.

—¡Oh!, excelencia, el agua escasea aún más que el vino. ¡Hay tanta sequía!

—Vamos —dijo Danglars—, ¡volvéis a empezar, a lo que parece!

Y sonriéndose como en aire de broma, el desgraciado sentía humedecidas las sienes con el sudor.

—Vamos, vamos, amigo —dijo Danglars viendo que Pepino permanecía impasible—, os pido un vaso de vino, ¿me lo negaréis?

—Os he dicho, excelencia —respondió gravemente Pepino—, que no vendemos al por menor.

—¡Y bien!, entonces dadme una botella.

—¿De cuál?

—Del menos caro.

—Todos son del mismo precio.

—¿Y cuál es?

—Veinticinco mil francos la botella.

—Decid —exclamó Danglars, con indescriptible amargura—, decid que queréis robarme y es más sencillo que hacerlo así paso a paso.

—Es posible —dijo Pepino— que tal sea la intención del señor.

—¿Qué señor?

—Aquel a quien se os presentó anteayer.

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