—Escuchad, Morrel —dijo el conde—, y fijad un momento vuestro espíritu en lo que voy a deciros. He conocido un hombre que, como vos, había depositado todas sus esperanzas de ventura en una mujer. Ese hombre era joven, tenía un padre anciano al que amaba, una mujer que pronto iba a ser su esposa, y a la cual idolatraba. Iba a casarse, cuando de repente, uno de esos caprichos de la suerte que haría dudar de la bondad de Dios, si Dios no se revelase al cabo, mostrando que todo es para Él un medio de guiar a su unidad infinita, cuando de repente un capricho de la suerte le robó la libertad, la novia, el porvenir que entreveía y que creía cierto, porque, ciego como estaba, no podía leer más que en lo presente, para sumergirle en la lobreguez de un calabozo.
—¡Ah! —dijo Morrel—, ¡se sale de un calabozo al cabo de ocho días, de un mes, de un año!
—Estuvo en él catorce años, Morrel —dijo el conde poniendo la mano en el hombro del joven.
Maximiliano se estremeció.
—¡Catorce años! —murmuró.
—¡Catorce años! —repitió el conde—, y también durante ellos tuvo hartos momentos de desesperación. También, como vos, Morrel, creyéndose el más desdichado de los hombres, pensó en suicidarse.
—¿Y bien? —preguntó Morrel.
—¡Y bien!, en el momento supremo, Dios se reveló a él por un medio humano, porque Dios hace milagros. Acaso en el primer momento, es preciso tiempo para que los ojos anegados en lágrimas vean claro, no comprendió la misericordia infinita del Señor, pero al fin, tuvo paciencia y esperó. Un día salió milagrosamente de la tumba, transformado, rico, poderoso, casi un dios; su primer grito fue para su padre; su padre había muerto.
—Y también el mío —dijo Morrel.
—Sí, pero vuestro padre murió en vuestros brazos, dichoso, honrado, rico, lleno de ilusiones. El otro murió pobre, desesperado, dudando de Dios, y cuando, diez años después, el hijo buscaba su tumba, ésta había desaparecido, y nadie ha podido decirle: «Aquí descansa en Dios el corazón que tanto lo ha amado».
—¡Oh! —dijo Morrel.
—Era, pues, más desventurado que vos, porque no sabía dónde hallar la tumba de su padre.
—Pero —dijo Morrel— restábale al menos la mujer amada.
—Os engañáis, Morrel; esa mujer…
—¿Había muerto? —exclamó Maximiliano.
—Peor aún. Era infiel, se había casado con uno de los perseguidores de su amante. Bien veis, Morrel, que era más desgraciado amante que vos.
—¿Y ha enviado Dios —preguntó Morrel— consuelos a ese hombre?
—Le ha dado la calma, al menos.
—¿Y ese hombre podrá ser dichoso algún día?
—Lo espera, Maximiliano.
El joven dejó caer la cabeza sobre el pecho.
—Ya tenéis mi promesa —dijo, tras un momento de silencio, y tendiendo la mano a Montecristo—, recordad únicamente…
—El 5 de octubre, Morrel, os espero en la isla de Montecristo. El 4 hallaréis una embarcación en el puerto de Bastia, llamada el
Eurus
. Daréis el nombre al patrón, que os conducirá cerca de mí. ¿De acuerdo, Maximiliano?
—De acuerdo, conde; así lo haré. Pero recordad que el 5 de octubre…
—Sois un niño que no sabe aun lo que vale la promesa de un hombre… Os he dicho veinte veces que ese día, si aún queréis morir, os ayudaré a ello, Morrel. Adiós.
—¿Me dejáis?
—Sí; tengo que hacer en Italia. Os dejo solo, solo en lucha con la desgracia, solo con el águila de poderosas alas que el Señor envía a sus elegidos para transportarlos a sus plantas. La historia de Ganimedes no es una fábula, es una alegoría, Maximiliano.
—¿Cuándo partís?
—En seguida, el vapor me espera, dentro de una hora estaré lejos de vos, ¿me acompañaréis al puerto, Morrel?
—Soy todo vuestro, conde.
—Dadme un abrazo.
Morrel acompañó al conde hasta el puerto. Ya el humo salía como un inmenso penacho del negro tubo que lo lanzaba hasta el cielo. Pronto partió el buque, y una hora después, como había dicho Montecristo, esta misma cola de humo blanquecino cortaba apenas visible el horizonte oriental, sombreado por las primeras brumas de la noche.
E
n el preciso instante en que el vapor del conde desaparecía detrás del cabo Morgion, un hombre que viajaba en posta por el camino de Florencia a Roma, se presentaba en la villa de Aquapendente. Seguía precipitadamente su camino para ganar tiempo sin hacerse sospechoso.
Vestido con una levita o más bien un sobretodo, sumamente deteriorado por el viaje, pero que dejaba ver brillante y nueva aún una cinta de la Legión de Honor cosida al pecho. Este hombre, no solamente por su aspecto, sino también por el acento con que hablaba a su postillón, debía ser tenido por francés. Una prueba más de que había nacido en el país de la lengua universal, es que no sabía otras palabras italianas que las músicas, que pueden, como el goddan de Fígaro, reemplazar todos los modismos de una lengua particular.
—
Allegro
! —decía a los postillones a cada subida.
—
Moderato
! —a cada bajada.
¡Y Dios sabe si hay subidas y bajadas yendo de Florencia a Roma por el camino de Aquapendente!
Estas dos palabras, por otra parte, provocaban grandes risas en las gentes a quienes se dirigían.
A la vista de la Ciudad Eterna, es decir, al llegar a la Storta, punto desde donde se divisa Roma, el viajero no experimentó el sentimiento de curiosidad entusiasta que lleva a cada extranjero a elevarse desde el fondo del asiento para tratar de distinguir la famosa cúpula de San Pedro, que se remonta sobre todos los demás objetos que la rodean.
No. Sacó una cartera del bolsillo, y de ella un papel plegado en cuatro dobleces, que desdobló y dobló con una atención parecida a respeto, contentándose con decir:
—¡Bueno!, no me abandones.
El carruaje atravesó la puerta del Popolo, giró a la izquierda y se detuvo ante la fonda de España.
Nuestro antiguo conocido, el señor Pastrini, recibió al viajero en la puerta y con el sombrero en la mano.
El viajero bajó, encargó una buena comida, y tomó las señas de la casa Thomson y French, que le fue indicada en el instante mismo, y era una de las más conocidas de Roma, situada en la calle del Banchi, cerca de San Pedro.
En Roma, como en todas partes, la llegada de una silla de posta constituye un acontecimiento. Diez jóvenes, descendientes de Mario y de los Gracos, con los pies desnudos, los codos rotos, un puño sobre la cadera, y el otro brazo pintorescamente encorvado alrededor de la cabeza, miraban al viajero, la silla de posta y los caballos. A estos bodoques, de la ciudad por excelencia, se habían juntado unos cincuenta papamoscas de los Estados del Papa, de los que forman corrillos escupiendo en el Tíber desde el puente de Santángelo, cuando el Tíber lleva agua.
Además, como los bodoques y los papamoscas de Roma, más dichosos que los de París, entienden todas las lenguas, y sobre todo la lengua francesa, oyeron al viajero pedir una habitación y comida, y las señas de la casa de Thomson y French.
Resultó de esto que cuando el nuevo viajero salió de la fonda con el
cicerone
de rigor, un hombre se separó del grupo de los curiosos, y sin parecer ser notado por el guía, marchó a poca distancia del extranjero, siguiéndole con tanta cautela como hubiera podido emplear un agente de la policía parisiense.
El francés estaba tan impaciente por efectuar su visita a la casa Thomson y French, que no había tenido tiempo de esperar fuesen enganchados los caballos. El carruaje debía encontrarle en el camino, o esperarle a la puerta del banquero. Llegó sin que el carruaje le alcanzase.
El francés entró, dejando en la antecámara su guía, que inmediatamente trabó conversación con dos o tres de esos industriales sin industria, o más bien de cien industrias, que ocupan en Roma las puertas de los banqueros, de las iglesias, de las ruinas, de los museos y de los teatros. Al propio tiempo que el francés, entró el hombre que se había separado del grupo de curiosos. El francés abrió la puerta y entró en la primera pieza. Su sombra hizo lo mismo.
—¿Los señores Thomson y French? —preguntó el extranjero.
Una especie de lacayo se levantó a la señal de un encargado de confianza, guarda solemne de la primera mesa.
—¿A quién anunciaré? —preguntó el lacayo preparándose a preceder al extranjero.
El viajero respondió:
—Al barón Danglars.
—Pasad —dijo el lacayo.
Abrióse una puerta. El lacayo y el barón entraron por ella.
El hombre que había seguido a Danglars se sentó a esperar en un banco.
El que le había recibido primero continuó escribiendo por espacio de cinco minutos aproximadamente, durante los cuales el hombre sentado guardó profundo silencio y la más completa inmovilidad.
Luego, la pluma del primero dejó de chillar sobre el papel. Levantó la cabeza, miró atentamente en derredor suyo, y bien asegurado:
—¡Ah!, ¡ah! —dijo—, ¡tú aquí, Pepino!
—¡Sí! —respondió lacónicamente.
—¿Tú has olfateado algo de bueno en la cara de ese hombre gordo?
—No hay gran mérito en esto. Estamos prevenidos.
—¿Sabes lo que viene a hacer aquí, curioso?
—Pardiez, viene a tocar, aunque falta saber qué suma.
—En seguida lo sabrás, amigo.
—Muy bien, pero no vayas, como el otro día, a darme noticias falsas.
—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a aquel inglés que sacó de aquí tres mil escudos el otro día?
—No; ése tenía en efecto los tres mil escudos y nosotros los hemos hallado. Hablo del príncipe ruso.
—¿Y bien?
—¡Y bien! Nos habías dicho treinta mil libras, y no hemos hallado más que veintidós.
—Las habréis buscado mal.
—Luigi Vampa es el que hizo el registro en persona.
—En tal caso, tendría deudas y las pagaría.
—¿Un ruso?
—O gastaría su dinero.
—Después de todo, es posible.
—Es seguro, pero déjame ir a mi observatorio, el francés puede efectuar su negocio sin que yo sepa la cantidad exacta.
Pepino hizo una señal afirmativa, y sacando un rosario del bolsillo se puso a rezar algunas oraciones, mientras el empleado desapareció por la misma puerta que había dado paso al otro empleado y al barón. Al cabo de unos diez minutos, el empleado apareció gozoso.
—¿Y bien? —preguntó Pepino a su amigo.
—¡Alerta! ¡Alerta! —respondió—, la suma es respetable.
—Cinco o seis millones, ¿no es verdad?
—Sí; ¿cómo lo sabes?
—Por un recibo de su excelencia el conde de Montecristo.
—¿Conoces al conde?
—Se le acredita sobre Roma, Venecia y Viena.
—¿Es posible? —exclamó—, ¿cómo lo has informado tan bien?
—Te he dicho que se nos había avisado de antemano.
—Entonces, ¿por qué lo diriges a mí?
—Para estar seguro de que es el hombre a quien buscábamos.
—Él es…, cinco millones. Una hermosa suma. ¿Eh, Pepino?
—Sí.
—No volveremos a ver otra parecida.
—Al menos —respondió filosóficamente Pepino—, recogeremos alguna tajada.
—¡Silencio! Ahí viene nuestro hombre.
El empleado tomó la pluma, y Pepino el rosario. El uno escribía, el otro oraba cuando volvió a abrirse la puerta.
Danglars apareció radiante de satisfacción, acompañado del banquero, que le guió hasta la puerta. Detrás de Danglars salió Pepino.
Según lo convenido, el carruaje que debía ir a buscar a Danglars esperaba delante de la casa Thomson y French. El
cicerone
tenía la portezuela abierta. El
cicerone
es un ser muy complaciente y que puede destinarse a cualquier cosa. Danglars montó en el carruaje, ligero como un joven de veinte años. El
cicerone
cerró la portezuela y subió con el cochero. Pepino se acomodó detrás.
—¿Quiere su excelencia ver San Pedro? —preguntó el
cicerone
.
—¿Para qué? —repuso el barón.
—Pues… para ver.
—No he venido a Roma para ver —dijo en voz alta Danglars; después añadió en voz baja con una sonrisa codiciosa:— he venido para tocar.
Y tocó en efecto su cartera, en la cual acababa de guardar una letra.
—Entonces, ¿su excelencia va…?
—A la fonda.
—A casa de Pastrini —dijo al cochero el
cicerone
.
Y el carruaje partió rápido, como carruaje de gran señor.
Diez minutos más tarde, el barón había entrado en su aposento, y Pepino se instalaba en un banco situado delante de la fonda, después de pronunciar unas palabras al oído de uno de aquellos descendientes de Mario y de los Gracos que hemos designado al principio de este capítulo, mozo que tomó a todo correr el camino del Capitolio.
Danglars estaba cansado, satisfecho, y tenía sueño. Se acostó, colocó su cartera bajo la almohada y se quedó dormido.
Pepino tenía tiempo de más jugó a la
morra
con los faquines, perdió tres escudos, y para consolarse bebióse una botella de vino de Orvieto.
Al día siguiente, el banquero se levantó tarde, aunque se había acostado temprano. Hacía cinco o seis noches que dormía muy mal, cuando dormía. Almorzó mucho, y poco deseoso, como había dicho, de ver las bellezas de la Ciudad Eterna, pidió los caballos de posta para el mediodía.
Pero Danglars no había contado con las formalidades de la policía y con la pereza del maestro de postas. Los caballos tardaron dos horas en estar enganchados, y el
cicerone
no trajo el pasaporte visado hasta después de las tres. Todos estos preparativos atrajeron a la puerta del señor Pastrini a buen número de curiosos. Tampoco faltaron los descendientes de los Gracos y de Mario.
El barón atravesó triunfalmente estos grupos, que le llamaban excelencia para obtener un bayoco.
Como Danglars, hombre muy popular, como sabemos, se había contentado con el dictado de barón hasta entonces, sin ser tratado de excelencia, este título le lisonjeó, y distribuyó una docena de monedas a toda aquella canalla, dispuesta por otras doce a tratarle de alteza.
—¿Adónde? —inquirió el postillón en italiano.
—Camino de Ancona —respondió el barón. El señor Pastrini tradujo la pregunta y la respuesta, y el carruaje partió al galope.
Danglars quería, en efecto, trasladarse a Venecia a recoger una parte de su fortuna, y después a Viena a realizar el resto.