—¡Ah!, sí, loco —repitió el conde—, ¿y cuál fue su locura?
—Ofrecía millones a cambio de la libertad.
Montecristo levantó los ojos al cielo, pero no lo veía. Existía una barrera impenetrable entre él y el firmamento. Pensó en que había mediado otra no menos espesa entre los ojos de aquellos a quienes había ofrecido el abate Faria sus tesoros, y entre estos mismos tesoros ofrecidos.
—¿Podían verse unos a otros? —preguntó Montecristo.
—¡Oh!, no, señor; estaba rigurosamente prohibido. Pero burlaron esta prohibición abriendo una galería de un calabozo a otro.
—¿Y quién de los dos abrió esa galería?
—¡Oh!, fue ciertamente el joven —dijo el conserje—, el joven era diestro y fuerte, mientras el abate era viejo y débil, y su inteligencia era además demasiado vacilante para seguir una idea.
—¡Ciegos! —murmuró Montecristo.
—El joven abrió, pues, la galería. ¿Con qué?, se ignora, pero la abrió, y la prueba es que pueden observarse aún las señales. Mirad, ¿lo veis?
Y acercó la antorcha a la muralla.
—¡Ah!, sí, ciertamente —dijo el conde con una voz fuertemente conmovida.
—Resulta que los presos se comunicaron. ¿Cuánto duró esta comunicación? No se sabe. Un día, el preso viejo cayó enfermo y murió. Adivinad lo que hizo el joven —dijo el conserje interrumpiéndose.
—Decid.
—Cogió el cadáver, y lo puso encima de su propio lecho, la nariz hacia la muralla. Después volvió al calabozo vacío, abrió el agujero, y se metió en el saco mortuorio. ¿Habéis visto nunca una idea semejante?
Montecristo cerró los ojos, y se sintió agitado por todas las impresiones que había experimentado, cuando la tela grosera del frío cadáver le tocó y le rozó con su semblante.
El carcelero prosiguió:
—Ved, ved aquí su proyecto. Creía que se enterraban los cadáveres en el castillo de If, y como dudaba mucho de que se hicieran gastos de funeral para los presos, contó con levantar la tierra con sus espaldas, pero había por desgracia una costumbre que frustró su intento. No se enterraba a los muertos, se les ataba una piedra a los pies y se les arrojaba al mar, y esto es lo que se hizo. Nuestro hombre fue lanzado al agua desde lo alto de la galería. Al día siguiente se halló el verdadero cadáver en su lecho, y se descubrió todo, porque los sepultureros dijeron entonces lo que antes no habían osado decir. Que en el momento de lanzar el cuerpo oyeron un grito terrible, ahogado en el instante mismo por el agua en la cual fue a desaparecer.
Montecristo respiraba fatigosamente. El sudor cubría su rostro. La angustia oprimía su corazón.
—¡No! —murmuró—, ¡no!, la duda que he experimentado era un principio de olvido, pero el corazón se abre de nuevo, y vuelve a estar sediento de venganza.
—¿Y el preso? —preguntó ansioso—. ¿Se ha vuelto a oír hablar de él?
—Jamás. Se cree una de dos cosas, o que murió en el acto, o que se ahogó en el mar.
—Decís que se le ató una bala a los pies. Caería derecho.
—Caería tal vez así —repuso el conserje—, y el peso de la bala le llevaría al fondo, en donde debió de quedar el pobre hombre.
—¿Le lloráis?
—Por vida mía que sí, aunque estuviese así en su elemento.
—¿Qué queréis decir?
—Que por aquel entonces se decía que aquel desgraciado había sido en su tiempo oficial de marina detenido por bonapartista.
—¡Cierto! —murmuró Montecristo—. Dios lo ha hecho para sobrenadar en las aguas y en las llamas.
Así el pobre marino vio en sus recuerdos algunos contornos de la historia que se refería sin duda en el hogar doméstico, estremeciéndose tal vez con la consideración de que había hendido el espacio para sepultarse en lo profundo de los mares.
—¿No se supo nunca su nombre? —preguntó el conde en voz alta.
—¡Oh!, no —dijo el conserje—. No era conocido más que por el número treinta y cuatro.
—¡Villefort! ¡Villefort! —murmuró Montecristo—, he aquí lo que hartas veces has debido decirte cuando mi espectro causaba tus insomnios.
—¿Queréis continuar la visita? —preguntó el conserje.
—Sí; sobre todo, si tenéis la bondad de mostrarme la morada del pobre abate.
—¡Ah! El número veintisiete.
—Sí, veintisiete —repitió Montecristo.
Y le parecía oír aún la voz del abate Faria, cuando le pedía su nombre, diciéndole aquel número a través de la muralla.
—Venid.
—Esperad —dijo Montecristo— que eche la mirada sobre todas las fases de este calabozo.
—Bueno —dijo el guía—, ahora resulta que he olvidado la llave del otro.
—Idla a buscar.
—Os dejo la antorcha.
—No; lleváosla.
—Pero os vais a quedar a oscuras.
—Es que puedo ver en medio de la oscuridad.
—¡Lo mismo que él!
—¿Que quién?
—El número treinta y cuatro. Se dice que estaba tan habituado a la oscuridad, que hubiera distinguido una espina en lo más oscuro del calabozo.
—Necesitó diez años para llegar a tal estado —murmuró el conde.
El guía se alejó, llevándose la antorcha.
El conde había dicho la verdad. Apenas estuvo algunos segundos en la oscuridad, cuando ya lo distinguía todo como en medio del día. Entonces miró a su alrededor y reconoció palpablemente su calabozo.
—Sí —dijo—, ¡he aquí la piedra donde me sentaba, he aquí señaladas mis espaldas en el muro! ¡He aquí el rastro de la sangre que corrió de mi frente el día que quise romperla contra la pared! ¡Oh!, estos caracteres…, los recuerdo…, los escribí un día que calculaba la edad de mi padre para ver si lo volvería a encontrar vivo, y la edad de Mercedes para ver si la encontraría libre… Tuve un momento de esperanza después de efectuar el cálculo… ¡No tenía en cuenta el hambre y la infidelidad!
Y una amarga sonrisa se escapó de la boca del conde. Acababa de ver, como en un sueño, a su padre llevado a la tumba… ¡A Mercedes caminando hacia el altar!
En la otra pared atrajo su mirada una inscripción. Veíase aún, en el verdoso muro.
—DIOS MIO —leyó Montecristo—, ¡CONSERVADME LA MEMORIA!
»¡Oh!, sí —exclamó—; he ahí la última plegaria de mis últimos tiempos. No pedía la libertad, pedía la memoria, temiendo volverme loco y olvidar. Dios mío, me habéis conservado la memoria, y todo lo recuerdo ahora, ¡gracias, gracias, Dios mío!».
En este momento la luz de la antorcha reflejó en el muro. Era el guía que bajaba.
El conde le salió al encuentro.
—Seguidme —dijo, y sin necesidad de la luz del día, le hizo seguir un corredor subterráneo que conducía a otra entrada.
Aún allí fue asaltado Montecristo por un torbellino de pensamientos.
Lo primero que vio fue el meridiano trazado en la muralla, con cuyo auxilio sabía las horas el abate Faria. Luego, los restos del lecho en que murió el pobre preso.
Al verlo, en vez de la angustia que el conde había experimentado en el calabozo, abrió su corazón a un sentimiento dulce y tierno, un sentimiento de gratitud, y las lágrimas saltaron de sus ojos.
—Aquí es —dijo el guía— donde estaba el abate loco, por allí venía a encontrarle el joven —y señaló a Montecristo la abertura de la galería aún no cerrada—. Por el color de la piedra —prosiguió— ha reconocido un sabio que deba de hacer diez años poco más o menos que los dos presos se comunicaban en estos sitios. ¡Pobres gentes, cuánto debieron de aburrirse en diez años!
Dantés sacó algunos luises de su bolsillo y tendió la mano hacia el hombre que por segunda vez le compadecía sin conocerle.
El conserje los recibió, creyendo eran algunas monedas de poco valor, pero a la luz de la antorcha, diose cuenta de la suma que se le entregaba.
—Señor —le dijo—, os habéis equivocado.
—¿En qué?
—Es oro lo que me dais.
—Ya lo sé.
—¡Cómo! ¿Lo sabéis?
—Sí.
—¿Teníais la intención de darme este oro?
—Sí.
—¿Y puedo guardármelo sin recelo alguno?
El conserje contempló lleno de admiración a Montecristo.
—¡Y
honrosamente
! —dijo el conde, como Hamlet.
—Señor —repuso el conserje, no atreviéndose a creer en su suerte—, señor, no comprendo vuestra generosidad.
—Es fácil de comprender sin embargo —dijo el conde—. He sido marino, y vuestra historia me ha conmovido extraordinariamente.
—Entonces, señor —dijo el guía—, puesto que sois tan generoso, merecéis que os ofrezca yo alguna cosa.
—¿Qué tenéis que ofrecerme, amigo mío? ¿Conchas, obras de paja?, gracias.
—No, señor, no. Alguna cosa que se refiere a la historia presente.
—¿De veras? —exclamó el conde—, ¿y qué es ello?
—Escuchad —dijo el conserje—, he aquí lo que pasó. Dije para mí, siempre se descubre algo en una morada ocupada diez años por un preso, y me puse a registrarlo todo; observé que sonaba a hueco debajo del lecho y en el hogar de la chimenea.
—Sí —dijo el conde—, sí.
—Levanté las piedras, y hallé…
—Una escala de cuerda, herramientas —exclamó el conde Montecristo.
—¿Cómo sabéis eso? —preguntó el conserje, sorprendido.
—No lo sé, lo adivino —dijo el conde—, son cosas que se hallan ordinariamente en los escondrijos de los presos.
—Sí, señor, sí —dijo el guía—, una escala de cuerda y herramientas.
—¿Y las tenéis aún? —exclamó Montecristo.
—No, señor; vendí estos diferentes objetos, que eran muy curiosos a los visitantes, pero me queda otra cosa.
—¿Qué? —preguntó el conde con impaciencia.
—Me queda una especie de libro escrito sobre tiras de tela.
—¡Oh! —exclamó el conde—, ¿conserváis ese libro?
—No sé si es un libro —dijo el conserje—, pero me queda lo que os digo.
—Ve a buscármelo, amigo mío, ve —dijo Montecristo—, y si es lo que presumo, estate tranquilo.
—Voy, señor.
Y el guía salió.
Edmundo fue a arrodillarse piadosamente ante los restos del lecho que la muerte había convertido para él en altar.
—¡Oh!, mi segundo padre —dijo—, tú que me diste libertad, ciencia, riqueza; tú, que parecido a las criaturas de una especie superior a la nuestra, tenías la ciencia del bien y del mal, si en el fondo de la tumba queda de nosotros alguna cosa que se levante a la voz de los que moran sobre la tierra, si en la transformación que sufre el cadáver alguna cosa animada flota en los lugares en donde hemos amado o sufrido mucho, noble corazón, espíritu supremo, alma profunda, con una palabra, con un signo, con una revelación cualquiera, líbrame, lo ruego, en nombre del amor paternal que me dispensabas, y del respeto filial que lo profesé, del resto de duda, que vendrá a ser un remordimiento si no se cambia en mí en convicción.
Montecristo bajó la cabeza y juntó las manos.
—Ved, señor —le dijo una voz a sus espaldas.
El conde tembló y se volvió.
El conserje le entregó las tiras de tela en donde el abate Faria había depositado todos los tesoros de su ciencia. Este manuscrito era la gran obra del abate Faria sobre el reino de Italia.
El conde se apoderó de él con presteza, y sus ojos, mirando el epígrafe, leyeron:
«Arrancarás los dientes al dragón, y pisotearás los leones, ha dicho el Señor».
—¡Ah! —exclamó—, ¡he aquí la respuesta! ¡Gracias, padre mío, gracias!
Y sacando del bolsillo una cartera que contenía diez billetes de banco de mil francos cada uno:
—Tómala —dijo al conserje.
—¿Me la dais?
—Sí, pero a condición de que no la mirarás hasta que yo haya partido.
Y guardando en el pecho la reliquia que acababa de encontrar, y que para él equivalía al más preciado tesoro, salió del subterráneo y subió a la barca.
—¡A Marsella! —dijo.
Luego, alejándose, con los ojos fijos en la sombría prisión:
—¡Horror! —dijo—, ¡para los que me encerraron en ella, y para los que han olvidado que en ella estuve!
Al pasar otra vez por los Catalanes, el conde se volvió, y envolviendo la cabeza en la capa, murmuró el nombre de una mujer.
La victoria era completa. Montecristo había vencido la duda por dos veces.
Ese nombre, que pronunció con una expresión de ternura que era casi amor, era el nombre de Haydée.
Al poner el pie en tierra, el conde se dirigió al cementerio, seguro de encontrar a Morrel.
También él, diez años antes, había buscado piadosamente una tumba en el cementerio, y la había buscado inútilmente. Volviendo a Francia con millones, no había podido encontrar la tumba de su padre, muerto de hambre. Morrel mandó poner en ella una cruz, pero esta cruz se cayó y el enterrador la quemó, como hacen todos ellos, encendiendo lumbre en el cementerio. El honrado naviero había sido más afortunado. Muerto en brazos de sus hijos, fue llevado por ellos a enterrar cerca de su mujer, dos años antes entrada en la eternidad. Dos largas losas de mármol, con sus nombres inscritos en ellas, estaban extendidas, una al lado de otra, en un pequeño recinto, rodeado por una balaustrada de hierro, y sombreado por cuatro cipreses.
Maximiliano se apoyaba en uno de estos árboles, y tenía clavados sus ojos inciertos sobre las dos tumbas.
Su dolor era profundo, casi le trastornaba.
—Maximiliano —le dijo el conde—, no es ahí donde se debe mirar, sino allí.
Y le señaló el cielo.
—Los muertos se encuentran en todas partes —dijo Morrel—, ¿no me lo dijisteis al hacerme abandonar París?
—Maximiliano —dijo el conde—, me pedisteis durante el viaje deteneros algunos días en Marsella. ¿Es éste aún vuestro deseo?
—No tengo deseos, conde. Aunque creo que esperaré menos penosamente en Marsella que otras veces.
—Tanto mejor, Maximiliano, porque os dejo, llevándome vuestra palabra, ¿no es verdad?
—¡Ah!, lo olvidaré, conde —dijo Morrel—, lo olvidaré.
—No, no lo olvidaréis, porque sois hombre de honor antes que todo, Morrel, porque lo habéis jurado, porque vais a jurarlo de nuevo.
—¡Oh!, conde, ¡tened piedad de mí!, conde, ¡soy tan desgraciado!
—Conocí a un hombre más desgraciado que vos, Morrel.
—Es imposible.
—¡Ah! —dijo Montecristo—, es uno de los orgullos de nuestra pobre humanidad el creerse cada hombre más desgraciado que cualquier otro que gime y llora a su lado.
—¿Qué mayor desgracia que la del que pierde el único bien que amaba y deseaba en el mundo?