El Conde de Montecristo (179 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Tenéis razón en recordármelo, Maximiliano —dijo—, volveros a ver es una ventura para mí, y olvidaba que toda ventura es pasajera.

—¡Oh!, no, no, conde —exclamó Morrel volviendo a asir las manos de su amigo—, reíd, por el contrario; sed dichoso y probadme con vuestra indiferencia que la vida no es mala sino para los que sufren. ¡Oh!, sois benéfico, bueno, grande, amigo mío, y para darme valor afectáis esa alegría.

—Os equivocáis, Morrel —dijo el conde—, es que en efecto soy feliz.

—Vamos, os olvidáis de mí, ¡tanto mejor!

—¿Cómo?

—Sí, porque ya lo sabéis amigo. Como el gladiador cuando entraba en el circo decía al emperador, os digo: «El que va a morir lo saluda».

—¿No estáis consolado? —preguntó Montecristo, con una expresión particular.

—¡Oh! —dijo Morrel, con una mirada llena de amargura—, ¿suponéis acaso que puedo estarlo?

—Escuchad —prosiguió el conde—, comprendéis bien el sentido de mis palabras, ¿no es verdad, Maximiliano? No me tenéis por un hombre vulgar, por una urraca que pronuncia frases vagas y vacías de sentido. Al preguntaros si estáis consolado, os hablo como hombre para quien el corazón humano no tiene secretos. Y bien, Morrel, bajemos juntos al fondo de vuestro corazón y sondeémosle. ¿Siente aún la fogosa impaciencia del dolor que hace estremecer el cuerpo, como se estremece el león picado por el mosquito? ¿O sufre esa sed devoradora que no se acaba hasta el sepulcro? ¿O la idealidad del recuerdo ya irrealizable que lanza al vivo en pos de la muerte? ¿O tan sólo la postración del valor agotado, el tedio que apaga los rayos de esperanza que quisieran lucir de nuevo? ¿O la pérdida de la memoria junto con la impotencia para el llanto? ¡Oh!, querido amigo, si esto es así, si no podéis llorar, si creéis muerto vuestro corazón embotado, si no encontráis fuerza más que en Dios, miradas más que para el cielo, amigo, dejemos a un lado las palabras harto mezquinas para la comprensión de nuestra alma. Maximiliano, estáis consolado, dejad, pues de lamentaros.

—Conde —dijo Morrel con una voz dulce y firme al mismo tiempo—, conde, escuchadme, como se escucha al hombre que habla con el dedo extendido hacia la tierra, con los ojos levantados al cielo. He venido cerca de vos para expirar en brazos de un amigo. Hay, es cierto, personas a quienes amo. Amo a mi hermana Julia, a su esposo Manuel, mas necesito que se abran unos brazos fuertes y se me estreche en ellos en mis últimos instantes. Mi hermana se desharía en lágrimas y se acongojaría. La vería sufrir, y ¡he sufrido yo tanto! Manuel me arrancaría el arma de las manos y atronaría la casa con sus destemplados gritos. Vos, conde, cuya palabra me esclaviza, que sois más que hombre, a quien llamaría dios si no fueseis mortal. Vos, vos me conduciréis dulcemente y con ternura, ¿no es verdad?, hasta las puertas de la muerte.

—Amigo —repuso el conde—, me queda aún una duda: ¿tendréis tan poca fuerza que empeñéis vuestro orgullo en exhalar vuestro dolor?

—No; mirad, soy sincero —dijo Morrel tendiendo la mano al conde—, y mi pulso no late más ni menos débil que de costumbre. No; me siento al término del camino. No, no procederé más allá. Me habéis hablado de aguardar, de esperar, ¿sabéis lo que habéis hecho, desventurado sabio? ¡He esperado un mes, es decir, que he sufrido un mes! He esperado, ¡el hombre es pobre y miserable criatura! He esperado, ¿y qué? No lo sé, ¡algo desconocido, absurdo, insensato!, un milagro…, ¿cuál? Dios sólo puede decirlo, que ha envuelto nuestra razón con la locura que se llama esperanza. Sí; he estado esperando. Sí; he esperado, conde, y en un cuarto de hora que hace que hablamos esta vez, me habéis, sin saber, partido, torturado el corazón cien veces, porque cada una de vuestras palabras me prueban que no hay esperanza para mí. ¡Oh, conde, cuán dulce y voluptuoso sería el descanso de la muerte!

Estas últimas palabras fueron pronunciadas por Morrel con una explosión de alegría que hizo estremecer al conde.

—Amigo mío —continuó Morrel, viendo que el conde callaba—, me designasteis el 5 de octubre como término del plazo definitivamente convenido…; amigo mío, hoy es el 5 de octubre…

Y sacó el reloj.

—Son las nueve; todavía me quedan tres horas de vida.

—Sea —respondió el conde—, venid.

Morrel siguió maquinalmente al conde, y estaban ya en la gruta, sin que Maximiliano se hubiese dado cuenta de ello. Vio alfombras bajo sus pies, y abierta una puerta de donde se exhalaban delicados perfumes. Una luz resplandeciente hirió sus ojos. Morrel se detuvo dudoso sin seguir adelante. Desconfiaba de las delicias mágicas que le rodeaban. Montecristo le atrajo dulcemente.

—¿Será preciso —dijo—, que empleemos las tres horas que nos restan, como los antiguos romanos, que, condenados por Nerón, su emperador y heredero, se sentaban a la mesa coronados de flores y aspiraban la muerte con el perfume de los heliotropos y de las rosas?

—Como gustéis —respondió Morrel—, la muerte es siempre la muerte, es decir, el reposo, es decir, la ausencia de la vida, y por consiguiente del dolor.

Sentóse, y Montecristo enfrente de él.

Estaban en el maravilloso comedor que hemos descrito, y en donde estatuas de mármol sostenían en la cabeza canastillos siempre llenos de flores y de frutas. Morrel lo había mirado todo vagamente, probablemente sin ver nada.

—Hablemos —dijo, mirando finalmente al conde.

—¡Hablad! —le respondió éste.

—Conde —repuso Morrel—, sois el compendio de todos los conocimientos humanos, y me parecéis bajado de un mundo más adelantado y sabio que el nuestro.

—Hay algo de cierto en eso —dijo el conde, con la sonrisa melancólica que confería a su rostro destellos de inefable bondad—, he bajado de un planeta que llaman el dolor.

—Creo todo lo que me decís, sin tratar de investigar su sentido, conde; y la causa de ello es porque me habéis dicho que viva y he vivido, porque me habéis dicho que espere y he esperado. Osaré preguntaros como si hubieseis muerto alguna vez: ¿Conde, es eso un mal?

Montecristo miraba a Morrel con una inefable expresión de ternura.

—Sí —dijo—, sí, sin duda; eso es un mal si rompéis brutalmente la capa mortal que os reclama obstinadamente la vida. Si desgarráis vuestra carne con la imperceptible punta de un puñal, si abrís con una bala siempre insegura vuestra cabeza, sensible al más leve dolor, ciertamente que sufriréis, y dejaréis odiosamente la vida, hallándola en medio de una agonía desesperada, mejor que un reposo a tanta costa comprado.

—Sí, lo comprendo —dijo Morrel—; la muerte, como la vida, tiene secretos de dolor y de voluptuosidad. Todo estriba en conocerlos.

—Exacto, Maximiliano. Acabáis de decir una gran verdad. La muerte es según el cuidado que tomamos de ponernos bien o mal con ella: o una amiga que nos mece dulcemente como una nodriza, o una enemiga que nos arranca con violencia el alma del cuerpo. Un día, cuando el mundo haya vivido un millar de años más, y se haya hecho dueño de todas las fuerzas destructoras de la naturaleza para aprovecharlas en el bienestar general de la humanidad, cuando el hombre conozca, como decíais no ha mucho, los secretos de la muerte, será ésta tan dulce y voluptuosa como el sueño en los brazos de la mujer querida.

—Y si quisierais morir, conde, ¿sabríais hacerlo de ese modo?

—Sí.

Morrel le tendió la mano.

—Comprendo ahora —dijo— por qué me habéis citado aquí, en esta isla perdida en medio del Océano, en este palacio subterráneo, sepulcro que envidiaría Faraón. Es porque me queréis, ¿no es así, conde?, ¿es que me queréis lo suficiente, para procurarme una de esas muertes de que me habláis, una muerte sin agonía, una muerte que me permita desahogarme pronunciando el nombre de Valentina, y estrechándoos la mano?

—Sí; habéis adivinado, Morrel —dijo el conde con sencillez—, y así es como lo comprendo.

—Gracias, la idea de que mañana no sufriré más resulta consoladora para mi angustiado corazón.

—¿No dejáis a nadie? —preguntó Montecristo.

—¡No! —respondió Morrel.

—¿Ni siquiera a mí? —repuso el conde con emoción profunda.

Morrel quedó suspenso. Sus claros ojos se nublaron de pronto, y brillaron luego con vívida llama, brotando de ellos una lágrima que rodó abriendo un surco plateado en su mejilla.

—¡Cómo! —dijo el conde—, ¡os queda un recuerdo en la tierra y morís…!

—¡Oh!, por favor —exclamó Morrel con voz apagada—, ¡ni una palabra más, conde, no prolonguéis mi suplicio!

Montecristo creyó que Morrel iba a entrar en delirio.

Esta creencia de un instante resucitó en él la horrible duda sepultada ya una vez en el castillo de If.

Pensó devolver este hombre a la ventura, mirando tal restitución como un peso echado en la balanza para compensación del mal que pudiera haber derramado.

«Ahora —pensó el conde—, si yo me equivocase, si este hombre no fuera tan desgraciado que mereciese la ventura, ¡ay!, ¡qué sería de mí que no puedo olvidar el mal sino representándome el bien!».

—Escuchad, Morrel —dijo—, vuestro dolor es inmenso, me doy cuenta, pero, sin embargo, creéis en Dios, y no querréis arriesgar la salvación del alma.

Morrel se sonrió con tristeza.

—Conde —dijo—, sabéis que no entro fríamente en los espacios de la poesía; pero, os lo juro, mi alma no es mía.

—Escuchad, Morrel —dijo el conde—, no tengo pariente alguno en el mundo, ya lo sabéis. Me he acostumbrado a miraros como hijo, ¡y bien!, por salvar a mi hijo, sacrificaría mi vida, cuanto más mi fortuna.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir, Morrel, que atentáis a vuestra vida porque no conocéis todos los goces que ofrece una gran fortuna. Morrel, poseo cerca de cien millones, os los doy. Con tal fortuna podéis esperar todo lo que os propongáis. ¿Sois ambicioso?, todas las carreras os serán abiertas. Revolved el mundo, cambiad su faz, entregaos a prácticas insensatas, sed criminal si es preciso, pero vivid.

—Conde, cuento con vuestra palabra —respondió fríamente Morrel, y añadió, sacando el reloj—, son las nueve y media.

—¡Morrel! ¿Insistís?, ¿a mi vista?, ¿en mi casa?

—Dejadme marchar, entonces —dijo Maximiliano, profundamente sombrío—, o creeré que no me amáis sino por vos.

Y se puso en pie.

—Está bien —dijo el conde, cuyo rostro pareció iluminarse—, lo queréis, Morrel, y sois inflexible. ¡Sí!, sois profundamente desgraciado, y lo habéis dicho, sólo puede remediaros un milagro. Sentaos y esperad, Morrel.

Morrel obedeció. Montecristo se levantó a su vez y fue a buscar a un armario cuidadosamente cerrado, y cuya llave llevaba suspendida de una cadena de oro, un cofrecito de plata primorosamente cincelado, cuyos ángulos representaban cuatro figuras combadas, parecidas a esas cariátides de formas ideales, figuras de mujer, símbolos de ángeles que aspiran al cielo. Colocó el cofre encima de la mesa. Luego, abriéndolo, sacó una cajita de oro, cuya tapa se levantaba apretando un resorte secreto.

Esta caja contenía una sustancia untuosa medio sólida, cuyo color era indefinible, a causa del reflejo del oro bruñido, de los zafiros, rubíes y esmeraldas que la guarnecían, mezcla de azul, de púrpura y oro. El conde tomó entonces una pequeña cantidad de esta sustancia con una cuchara de plata sobredorada, y la ofreció a Morrel, mirándole fijamente largo tiempo. Pudo verse entonces que esta sustancia era de un color verdoso.

—He aquí lo que me habéis pedido —dijo—. He aquí lo que os he prometido.

—Viviendo aún —dijo el joven, al tomar la cuchara de manos del conde—, os doy las gracias desde el fondo de mi corazón.

El conde cogió otra cuchara y la metió también en la caja de oro.

—¿Qué vais a hacer, amigo? —inquirió Morrel, deteniéndole la mano.

—A fe mía, Morrel —le dijo sonriéndose—, creo, y Dios me lo perdone, que estoy tan cansado de la vida como vos, y puesto que la ocasión se presenta…

—¡Alto! —exclamó el joven—. ¡Vos que amáis, que sois amado, que tenéis fe y esperanza! ¡Oh, no hagáis lo que yo voy a hacer! ¡En vos sería un crimen! ¡Adiós, mi noble y generoso amigo, adiós! Voy a decir a Valentina todo lo que habéis hecho por mí.

Y lentamente, sin otro movimiento que el de una contracción de la mano izquierda que tendía a Montecristo, Morrel tomó o más bien saboreó la misteriosa sustancia que le había ofrecido el conde.

En este momento quedaron ambos silenciosos. Alí, también callado y atento, les dio tabaco, sirvió el café y desapareció.

Poco a poco, las lámparas palidecieron en las manos de las estatuas de mármol que las sostenían, y el perfume de los pebeteros pareció menos penetrante a Morrel. Sentado frente a él, el conde le miraba desde el fondo de la sombra, y Morrel no veía brillar más que los ojos de Montecristo.

Apoderóse del joven un dolor inmenso. Sentía caerse el servicio de café de las manos. Los objetos iban perdiendo insensiblemente su forma y sus colores. Sus ojos turbados veían abrirse como puertas y cortinas en las paredes.

—Amigo —dijo—, conozco que me muero. Gracias.

Realizó un esfuerzo por tenderle por segunda vez la mano, pero sin fuerza se dejó caer sobre él.

Entonces le pareció que Montecristo se sonreía, no con la risa extraña e impresionante que le había dejado entrever muchas veces los misterios de su alma profunda, sino con la compasiva bondad que tienen los padres para con sus hijos extraviados. Al mismo tiempo el conde crecía a sus ojos. Su estatura, casi doble, se dibujaba sobre las pinturas rojas; había echado hacia atrás sus negros cabellos y se presentaba alto e imponente como uno de esos ángeles que amenazarán a los pecadores el día del juicio eterno.

Morrel, abatido, desconcertado, se tendió en un sofá. Advertíase entorpecimiento en la circulación de la sangre, ya algo azulada. Su cabeza experimentaba un trastorno en las ideas.

Tendido, enervado, anhelante, Morrel no sentía en sí nada de vivo más que un sueño. Parecía entrar decididamente en el vago delirio que precede al estado desconocido que llamamos muerte. Trató de tender nuevamente al conde la mano, pero carecía ya de movimiento. Quería decirle ya un adiós supremo, y su lengua se agitó sordamente en su garganta, como la losa al cerrar el sepulcro.

Sus ojos, llenos de languidez, se cerraron a pesar suyo; sin embargo, en derredor de sus párpados se agitaba una imagen que reconoció a pesar de la oscuridad en que se creía envuelto. Era el conde que acababa de abrir una puerta. De pronto, una claridad inmensa resplandeció en la cámara contigua, o más bien en un palacio encantado, inundando la sala donde Morrel se abandonaba a una dulce agonía.

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