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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (163 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Ah!, en verdad que me dais lástima, ¡me causáis horror! Morrel…

—Sí; me dijisteis que me quitase la máscara, pues bien, me la quito: cuando me seguisteis al cementerio y me hablasteis os respondí, porque mi corazón es bueno; cuando entrasteis os dejé llegar hasta aquí. Sin embargo, puesto que abusáis, que venís a desafiarme hasta en este cuarto adonde me había retirado como en la tumba, puesto que me dais un nuevo tormento cuando creí haberlos apurado todos, ¡conde de Montecristo, mi pretendido bienhechor, el salvador universal, estad satisfecho, vais a ver morir a vuestro amigo…!

Y con la risa del delirio, Morrel se lanzó por segunda vez sobre las pistolas. Montecristo, pálido como un espectro, con los ojos despidiendo relámpagos y alargando las manos a las pistolas, dijo:

—Y yo os repito que nos os mataréis.

—Impedídmelo, pues —replicó Morrel, haciendo el último esfuerzo, que vino a estrellarse contra el brazo de acero del conde.

—Os lo impediré.

—¿Pero quién sois, en fin, para arrogaros ese derecho tiránico sobre criaturas libres e independientes?

—¿Quién soy? —repitió Montecristo—, soy el único en el mundo que tiene derecho para decirte: Morrel, no quiero que el hijo de tu padre muera hoy.

Montecristo, transfigurado, sublime y cruzando los brazos, se adelantó hacia el joven, que palpitante y vencido a su pesar por la majestuosa divinidad de aquel hombre, dio un paso atrás.

—¿Por qué me habláis de mi padre? —balbuceó—. ¿Por qué mezcláis su recuerdo a lo que hoy me sucede?

—Porque yo soy el que salvé la vida a tu padre un día que quería matarse como tú lo quieres hoy, porque soy el hombre que envió la bolsa a tu joven hermana y el Faraón al anciano Morrel. ¡Porque soy, en fin, Edmundo Dantés, que cuando niño lo hacía jugar sobre sus rodillas!

Morrel dio un paso atrás, vacilante, sofocado, aterrado. Sus fuerzas le abandonaron y cayó prosternado a los pies de Montecristo.

En seguida hubo un movimiento de regeneración en su hermosa naturaleza; se levantó, dio un salto, y se precipitó a la escalera gritando fuertemente:

—¡Julia! ¡Julia! ¡Manuel! ¡Manuel!

Montecristo quiso salir, pero hubiera sido más fácil matar a Maximiliano que hacerle abandonar la puerta que tenía entreabierta para no dejar salir al conde.

Julia, Manuel, Penelón y algunos criados acudieron asustados al oír los gritos de Maximiliano.

—¡De rodillas! —gritó con una voz ahogada por los sollozos—, ¡de rodillas!, es el bienhechor, el salvador de nuestro padre; es…

Iba a decir Edmundo Dantés, pero el conde le detuvo agarrándole por un brazo.

Julia se arrojó sobre la mano del conde. Manuel le abrazaba como a un dios tutelar; Morrel cayó por segunda vez en tierra, arrodillado ante el conde.

Aquel hombre de bronce sintió que el corazón se dilataba en su pecho. Una llama abrasadora subió a su garganta y a sus ojos, inclinó la cabeza y lloró.

Apenas se hubo recobrado Julia de la fuerte emoción que acababa de sufrir, cuando salió precipitadamente del cuarto, bajó al primer piso, corrió al salón con una alegría infantil, y alzó el globo de cristal que protegía la bolsa dada por el desconocido de las alamedas de Meillán.

Entretanto, Manuel decía al conde con una voz sofocada por los sollozos:

—¡Oh!, señor conde, cómo oyéndonos hablar tantas veces del bienhechor desconocido, cómo viéndonos acatar su memoria con tanto reconocimiento y adoración, ¿cómo habéis esperado hasta hoy para daros a conocer?

—Escuchadme, amigo —dijo el conde—, y puedo llamaros así, porque sin que lo supieseis, sois mi amigo hace ya once años. El descubrimiento de este secreto lo ha producido un gran suceso que debéis ignorar. Dios me es testigo de que deseaba sepultarlo en lo más recóndito de mi alma durante toda mi vida. Vuestro hermano Maximiliano me lo ha arrancado con violencias, de las que estoy seguro se arrepiente.

En seguida, viendo que Maximiliano, permaneciendo aún de rodillas, se había recostado sobre un sillón:

—Velad sobre él —añadió, apretando la mano de Manuel de un modo significativo.

—¿Por qué? —preguntó admirado el joven.

—No puedo decíroslo. Mas vigilad, cuidad de él.

Manuel miró por todas partes, y vio las pistolas de Morrel sobre la mesa. Sus ojos se fijaron espantados en aquellas armas que señaló a Montecristo levantando el dedo hasta la altura de la mesa.

Montecristo bajó la cabeza.

Manuel hizo un movimiento hacia las pistolas.

—Dejad —dijo el conde.

En seguida, acercándose a Morrel, le tomó la mano. Los movimientos tumultuosos que agitaron el corazón del joven habían cedido el lugar al desaliento.

Julia subió trayendo en la mano la bolsa de seda, y dos lágrimas brillantes y alegres caían por sus mejillas como dos gotas de rocío matinal.

—He aquí la reliquia —dijo—, no penséis que me es menos querida después que he conocido al salvador.

—Hija mía —dijo el conde sonrojándose—, permitidme que vuelva a recoger esa bolsa, pues que ya me conocéis, no quiero estar presente a vuestro recuerdo más que por el cariño que os suplico me concedáis.

—¡Oh! —dijo Julia poniendo la bolsa sobre su corazón—, no, no, os lo ruego, porque un día podréis dejarnos, un día desgraciadamente os separaréis de nosotros, ¿no es verdad?

—Habéis adivinado —dijo Montecristo sonriéndose—, dentro de ocho días abandonaré este país, en el que tantas personas que merecían la venganza del cielo vivían contentas y dichosas, mientras mi padre expiraba de hambre y de dolor.

En el instante de anunciar su próximo viaje, Montecristo fijó sus ojos en Morrel, y notó que las palabras
ya habré dejado este país
, no le habían sacado de su letargo. Conoció que necesitaba aún la última lucha con el dolor de su amigo, y tomando por la mano a Julia y a Manuel, les dijo con la autoridad de un padre.

—Mis buenos amigos, os ruego que me dejéis a solas con Maximiliano.

Era el momento favorable para que se llevase Julia la reliquia, como ella la llamaba, y de la que se había olvidado el conde.

—Dejémosle —dijo, y salió precipitadamente con su marido.

Montecristo se quedó con Morrel, que permanecía como una estatua.

—Vamos —dijo el conde, tocándole en un hombro con su dedo de fuego—, ¿vuelves a ser hombre, Maximiliano?

—Sí, porque empiezo a sufrir otra vez.

La frente del conde se contrajo. Parecía entregado a una profunda meditación.

—¡Maximiliano, Maximiliano! —le dijo—, ¡las ideas que lo embargan son indignas de un cristiano!

—¡Oh!, tranquilizaos, amigo —dijo Morrel levantando la cabeza, y mostrando al conde una sonrisa de inefable tristeza—, ya no seré yo el que busque la muerte.

—Así —dijo Montecristo—, nada de armas, nada de desesperación.

—No, porque tengo algo que vale más que el cañón de una pistola o la puma de un puñal.

—¡Pobre loco! ¿Qué es, pues, lo que tenéis? —preguntó el conde con profunda tristeza.

—El dolor, que concluirá con mi existencia.

—Amigo —dijo Montecristo, con una melancolía igual a la suya—, escuchadme. Un día, y en un momento de desesperación igual al tuyo, puesto que me conducía a una idéntica resolución, yo quise matarme. Un día tu padre, desesperado, lo quiso también. Si hubiesen dicho a tu padre en el momento en que apoyaba contra su frente el cañón de una pistola, si me hubiesen dicho a mí cuando separaba de mi cama el pan del prisionero, al que no había tocado en tres días, si a los dos nos hubieran dicho en aquel momento supremo: ¡vivid!, vendrá un día en que seáis dichosos y bendigáis la vida, fuera quien fuera el que nos lo hubiera dicho, su dicho lo hubiéramos recibido con la sonrisa de la duda o la angustia de la incredulidad, y sin embargo, ¡cuántas veces tu padre, abrazándote, bendijo la vida! ¡Cuántas veces he hecho yo lo mismo!

—¡Ah! —dijo Morrel, interrumpiendo al conde—, vos habíais perdido solamente la libertad, y mi padre su fortuna, ¡pero yo he perdido a Valentina!

—Mírame, Morrel —dijo el conde con aquella solemnidad que en ciertas ocasiones le hacía tan grande y tan persuasivo—, mírame. Yo no tengo lágrimas en los ojos, ni fiebre en las venal, ni palpitaciones fúnebres en el corazón. No obstante, lo veo sufrir, Maximiliano, a ti, ¡a quien amo como amaría a mi hijo! Pues bien, ¿esto no lo dice, Morrel, que el dolor es como la vida, que hay algo después de ella? Ahora bien, si yo lo ruego, si lo mando que vivas, es porque tengo la convicción de que un día me darás las gracias por haberte conservado la vida.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me decís, conde? Pensadlo, quizá nunca habéis amado.

—Niño —repuso Montecristo.

—De amor —replicó Morrel—, yo me entiendo. Soy soldado desde que fui hombre, y he llegado a veintinueve años sin amar porque ninguna de las pasiones que he sentido antes merece este hombre. Pues bien, a los veintinueve años vi a Valentina, y hace dos años que la amo, que he podido leer en su corazón las virtudes de la joven y de la mujer escritas por la mano del Señor, en aquel corazón abierto para mí como un libro. Conde, mi felicidad con Valentina era infinita, inmensa, desconocida. Demasiado completa, demasiado grande, demasiado divina para este mundo, puesto que este mundo no me la ha dado. Esto es deciros, conde, que sin Valentina no hay para mí en la tierra más que tristeza y desesperación.

—Os he dicho que esperéis, Morrel —dijo el conde.

—Cuidado, repetiré yo —dijo Morrel—, porque si queréis persuadirme, si lo conseguís creeré que puedo volver a ver a Valentina.

Montecristo se sonrió.

—Amigo mío, padre mío —exclamó Morrel exaltado—, cuidado. Os repetiré por tercera vez: el ascendiente que tomáis sobre mí me espanta. Cuidado con el sentido de vuestras palabras, porque ved que mis ojos se reaniman, mi corazón renace a la esperanza, y en él late la vida, porque me haríais creer en cosas sobrenaturales. Obedeceré si me mandáis que levante la losa que cubre a la hija de Jairo. Caminaré sobre las ondas como el apóstol, si me hacéis señal con la mano de caminar sobre ellas, obedeceré en todo…

—Espera, amigo —dijo el conde.

—¡Ah! —dijo Morrel, pasando del extremo de la exaltación al abismo de la tristeza—, ¡ah!, me engañáis. Hacéis como aquellas madres que calman con palabras dulces a los chicos, cuyos gritos les incomodan. No, amigo mío. Enterraré mi dolor en lo más hondo de mi pecho, le ocultaré tanto que no me veréis sufrir. Adiós, amigo mío, adiós.

—Al contrario —dijo el conde—, desde ahora, Maximiliano, vivirás conmigo, no lo apartarás de mí un solo instante, y dentro de ocho días saldremos de Francia.

—¿Y me decís aún que espere?

—Te lo digo, porque conozco un medio para curarte.

—Conde, me entristecéis más, veis solamente en mi dolor un dolor vulgar, y queréis curarme con un remedio igual, el de hacerme viajar.

Y Morrel movió la cabeza con desdeñosa incertidumbre.

—¿Qué quieres que lo diga? Tengo confianza en mis promesas, déjame hacer el experimento.

—Conde, prolongáis mi agonía, y he aquí todo.

—Así —dijo el conde—, lo débil corazón no quiere conceder unos días a un amigo para la prueba que intenta hacer. ¿Sabes tú de lo que el conde de Montecristo es capaz? ¿Sabes que da órdenes a muchos poderosos de la tierra? ¿Sabes que tiene bastante confianza en Dios para obtener un milagro de aquel que ha dicho que con la fe puede el hombre mover una montaña? Pues bien, ese milagro, yo lo espero, o si no…

—Si no —repitió Morrel.

—Cuidado, Morrel, lo llamaría ingrato.

—Tened piedad de mí, conde.

—Escúchame, Maximiliano. Tengo tanta, que si no lo curo dentro de un mes, día por día, hora por hora, yo mismo lo colocaré delante de dos pistolas cargadas y de una copa del más sutil veneno de Italia, de un veneno, créeme, más pronto y más seguro que el que ha muerto a Valentina.

—¿Me lo prometéis?

—Sí, porque soy hombre, porque he sufrido, y porque, como lo he dicho también, he querido morir, y muchas veces, después que el infortunio se ha alejado de mí, he soñado con las delicias del sueño eterno.

—¡Oh!, ¿me prometéis esto ciertamente, conde?

—Te lo prometo y lo juro —dijo Montecristo alargando el brazo.

—Dentro de un mes, si no me he consolado, ¿me dejáis en libertad para disponer de mi vida, y haga lo que hiciere, no me llamaréis ingrato?

—En un mes, día por día, hora por hora, y la fecha es sagrada, Maximiliano, no sé si has pensado en ello, pero estamos en 5 de septiembre, y hace diez años que salvé a tu padre, que también quería morir.

Morrel cogió las manos del conde y las besó. Este le dejó hacer como si comprendiese que aquella muestra de adoración se le debía.

—Dentro de un mes tendrás en una mesa, a la que estaremos sentados los dos, buenas armas y una muerte dulce, pero hasta entonces prométeme esperar y vivir.

—¡Oh! —dijo Morrel—, os lo juro.

Montecristo atrajo al joven sobre su pecho y le estrechó contra su corazón.

—Desde ahora —le dijo— vienes a vivir conmigo, ocuparás la habitación de Haydée, mi hijo reemplazará a mi hija.

—Haydée —dijo Morrel—, ¿pues qué es de ella?

—Ha partido esta noche.

—¿Para separarse de vos?

—Para esperarme… Prepárate a venir a la casa de los Campos Elíseos, y haz que yo salga de aquí sin que me vean.

Maximiliano bajó la cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol.

Capítulo
XXVII
La partición

E
n la casa de la calle de Saint-Germain-des-Pres, que había escogido para su madre y para sí Alberto de Morcef, el primer piso estaba alquilado a un personaje misterioso.

Era un hombre a quien el conserje no había podido nunca ver la cara, entrase o saliese, porque en el invierno la cubría con una bufanda encarnada, como los cocheros de casas grandes que esperan a sus amos a la salida del espectáculo, y en verano se sonaba siempre en el momento de pasar por delante de la portería.

Preciso es decir que contra las costumbres establecidas, nadie espiaba a aquel vecino, y que la noticia de que era un gran personaje poderoso e influyente había hecho respetar su incógnito y sus misteriosas apariciones.

Sus visitas eran ordinariamente fijas, aunque algunas veces se adelantaban o retrasaban, pero casi siempre, lo mismo en invierno que en verano, a las cuatro de la tarde, tomaba posesión de su cuarto y jamás pasaba en él la noche.

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