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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (162 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Bah!, no tenéis razón. ¿Qué culpa tenéis de ello?

—Amigo mío, cuando se lleva un nombre sin tacha como el mío, se es muy susceptible.

—Todo el mundo os compadece, creedlo, y más aún, a la señorita, vuestra hija.

—¡Pobre Eugenia! —dijo el banquero, dando un profundo suspiro—. ¿Sabéis que ingresa en un convento?

—No.

—Pues desgraciadamente es así. Al día siguiente se decidió a partir con una amiga suya, religiosa ya, y va a buscar un convento severo en Italia o España.

—¡Oh! Es terrible.

Y el séñor de Boville se retiró al hacer esta exclamación, cumplimentando al barón.

Mas apenas hubo salido, cuando Danglars, con un gesto enérgico, que comprenderán solamente los que hayan visto a Frederik representar el Robert Macaire, exclamó:

—¡Imbécil!

Y guardando el recibo del conde en su cartera, añadió:

—Ven a mediodía, que yo estaré ya lejos.

Encerróse, vació todos los cajones de su caja, reunió unos cincuenta mil francos en billetes de banco, quemó diferentes papeles, puso otros a la vista, y escribió una carta que cerró y cuyo sobre dirigió:

A la señora baronesa de Danglars.

—Esta noche —murmuró— yo mismo la colocaré en su tocador.

Sacando en seguida un pasaporte de otro cajón, dijo:

—Bueno, aún puede servir dos meses.

Capítulo
XXVI
El cementerio del Padre Lachaise

E
l señor de Boville había encontrado en efecto el fúnebre cortejo que conducía a Valentina a la mansión de los muertos.

El tiempo estaba sombrío y nebuloso, un viento cálido aún, pero mortal para las hojas ya secas, las arrancaba, arrojándolas sobre la muchedumbre que ocupaba el boulevard, dejando desnudas las ramas.

El señor de Villefort, parisiense genuino, consideraba el cementerio del Padre Lachaise como el único digno de recibir los restos mortales de una familia de París. Los demás le parecían cementerios rurales, indignos de recibir los restos mortales de una familia parisiense.

Había comprado cierta porción de terreno, en el que erigió un magnífico monumento que se llenó en poco tiempo con los miembros de la primera familia. Leíase en el frontispicio del mausoleo: «Familias Saint-Merán y Villefort». Porque tal fue el último voto de la pobre Renata, madre de Valentina.

Hacia el cementerio del Padre Lachaise, pues, se encaminaba el pomposo entierro que salió del arrabal Saint-Honoré, atravesó todo París por el arrabal del Temple, pasó en seguida al boulevard exterior, y de allí al cementerio. Más de cincuenta coches de particulares seguían a otros veinte de duelo, y más de quinientas personas componían el acompañamiento.

Eran todos jóvenes, para quienes la muerte de Valentina representaba una gran desgracia, y que a pesar del vapor glacial del siglo y el prosaísmo de la época, sentían vivamente la pérdida de aquella hermosa, casta y adorable joven, muerta en la primavera de su vida.

Al salir de París vieron llegar un carruaje tirado por cuatro fogosos caballos que pasó a la cola. Era el coche de Montecristo, que se apeó y fue a mezclarse con los demás que seguían el coche fúnebre.

Château-Renaud y Beauchamp que le vieron llegar se acercaron a él inmediatamente.

El conde miraba con atención a todas partes. Buscaba con mucho interés a alguien. Finalmente, no pudo aguantar más.

—¿Dónde está Morrel? —preguntó—. ¿Alguien lo sabe?

—Ya nos hemos hecho esa pregunta en la casa mortuoria —contestó Château-Renaud—, porque nadie le ha visto.

El conde calló, pero continuó observando a su alrededor. Llegaron por fin al cementerio; la penetrante mirada de Montecristo registró de un golpe el bosque de sauces llorones y pinos que rodean las rumbas, y perdió toda inquietud. Una sombra atravesó los árboles, y el conde reconoció al que buscaba.

Todos saben a lo que se reduce un entierro en aquel magnífico palacio de la muerte. Un silencio profundo, el ruido de tal cual rama que se desgaja de los árboles, el triste canto de los sacerdotes y algún suspiro que se escapa de entre un bosquecillo de flores que cubren una rumba, junto a la cual se ve una mujer arrodillada y con las manos juntas. La sombra que había visto Montecristo cruzó rápidamente por detrás del sepulcro de Abelardo y Eloísa, y fue a colocarse junto a los caballos del coche fúnebre, llegando así hasta el sitio destinado para la sepultura. Montecristo no perdía de vista aquella sombra en la que los demás apenas habían reparado. Dos veces se separó Montecristo del acompañamiento para observar si las manos de aquel hombre buscaban algún arma oculta bajo su ropa.

Cuando el acompañamiento se detuvo, viose que aquella sombra era Morrel, que con su levita abotonada hasta arriba, la frente lívida, los pómulos salientes y el sombrero estropeado por sus manos convulsas, se había arrimado a un árbol colocado en un alto desde donde dominaba el mausoleo, de modo que no le estorbaban ver hasta la más pequeña ceremonia del fúnebre suceso que iba a consumarse.

Todo sucedió como de costumbre. Algunos hombres, y como siempre los menos impresionados, pronunciaron discursos. Los unos compadeciendo aquella muerte prematura, los otros extendiéndose sobre el dolor de su padre, y los hubo tan ingeniosos que incluso averiguaron que aquella infortunada joven había solicitado del señor de Villefort en varias ocasiones un poco de misericordia para los culpables, sobre cuya cabeza estaba suspendida la espada de la justicia. Apuraron las metáforas y períodos sentimentales, comentando de mil maneras a Malherbe y Dupérier.

El conde nada escuchaba, nada veía, o por mejor decir, solamente veía a Morrel, cuya tranquilidad e inmovilidad formaban un espectáculo espantoso para el que podía leer lo que sucedía en el fondo del corazón del joven.

—Mirad —dijo Beauchamp a Debray—, mirad a Morrel. ¿Por qué se habrá metido allí?

Y se lo hicieron observar a Château-Renaud.

—¡Qué pálido está! —dijo aquél, estremeciéndose.

—Tendrá frío —replicó Debray.

—No; yo creo que está conmovido. Es un joven muy impresionable.

—¡Bah!, apenas conocía a Valentina, según vos mismo habéis dicho.

—Es cierto. No obstante, recuerdo que en el baile de la señora de Morcef bailó tres o cuatro veces con ella. Vos lo sabéis, conde. Aquel baile en el que tanto efecto causasteis.

—No lo sé —respondió Montecristo, sin saber a lo que respondía, pues sólo le ocupaba Morrel, a quien observaba atentamente y cuyas mejillas se colorearon como les sucede a los que comprimen y retienen la respiración.

—Los discursos han terminado. Adiós, señores —dijo bruscamente el conde.

Y dio la señal de marcha, desapareciendo sin que se supiese por dónde había ido. Terminado todo, los asistentes tomaron el camino de París.

Sólo Château-Renaud buscó un instante a Morrel, pero mientras había seguido al conde con la vista, Maximiliano había dejado su sitio, y no encontrándolo, se unió a Beauchamp y Debray. El conde habíase ocultado detrás de un mausoleo y espiaba hasta el menor movimiento de Morrel, que poco a poco se había acercado a la tumba, abandonada primero por los curiosos, después por los operarios.

Morrel miró alrededor lenta y vagamente, y aprovechando el momento en que su vista se dirigía a la parte opuesta, el conde se acercó a unos diez pasos sin que lo notara.

El joven se arrodilló.

El conde, alargando el cuello, con la vista fija y dilatada, y dispuesto a lanzarse a la primera señal, continuaba acercándose a Morrel.

Este inclinó su frente hasta tocar la fría losa, y cogiéndola con ambas manos, exclamó:

—¡Oh! ¡Valentina!

Aquellas dos palabras destrozaron el corazón del conde, dio un paso más y tocando a Morrel en el hombro, le dijo:

—Os buscaba, mi querido amigo.

El conde esperaba un escándalo, reconvenciones, quejas, en fin, cuanto debía presumirse, y se engañó.

Morrel se volvió hacia él, y tranquilo en apariencia, le dijo:

—Ya veis que estaba rezando.

La mirada penetrante del conde examinó al joven de pies a cabeza, y concluida aquella observación quedó más tranquilo.

—¿Queréis que os conduzca a París en el carruaje?

—No, gracias.

—¿Deseáis alguna cosa?

—Dejadme rezar.

El conde se alejó sin hacer ninguna observación, pero fue para colocarse en otro sitio, desde donde veía hasta el menor movimiento de Morrel. Levantóse éste al poco rato, limpió las rodillas de su pantalón y tomó el camino de París sin volver atrás la cabeza.

Descendió lentamente por la calle de la Roquette.

El conde mandó retirar su carruaje y le siguió a unos cien pasos de distancia.

Maximiliano atravesó el canal y entró en la calle de Meslay por el boulevard.

Cinco minutos después de haberse cerrado la puerta para Morrel, se abrió para Montecristo.

Julia estaba sentada a la entrada del jardín, adonde miraba trabajar a Penelón, que tomando en serio su profesión de jardinero se entretenía arreglando unos rosales de Bengala.

—¡Ah!, señor conde de Montecristo —exclamó con aquella alegría que solía manifestar cuando el conde hacía una visita a la calle de Meslay.

—Maximiliano acaba de entrar, ¿es verdad, señora? —preguntó el conde.

—Creo que le he visto pasar, sí —respondió la joven—, pero llamad a Manuel, por favor.

—Perdonad, señora, es preciso que suba al cuarto de Maximiliano al instante, tengo que decirle una cosa de la mayor importancia.

—Id, pues —le dijo, acompañándole con una dulce sonrisa hasta dejarle en la escalera.

Montecristo subió rápidamente al segundo piso, llegó al cuarto de Maximiliano, escuchó, pero no se percibía ningún ruido.

Como la mayor parte de las casas habitadas por una sola familia, el cuarto tenía solamente una puerta de cristales, y ésa carecía de llave. Maximiliano estaba encerrado por dentro, y las cortinas de seda encarnada no dejaban ver lo que hacía. La ansiedad del conde se dejaba ver en el color sonrosado de sus mejillas, síntoma de emoción poco común en aquel hombre impasible.

—¿Qué haré? —dijo, y reflexionó un instante.

«¿Llamar? ¡Oh!, ¡no!, muchas veces el ruido de una campanilla, es decir, el anuncio de una visita, acelera la resolución de los que se encuentran en el caso de Maximiliano; y entonces al ruido de la campanilla responde otro ruido».

El conde tembló de pies a cabeza, y como sus decisiones tenían la rapidez del relámpago, dio con el codo a uno de los cristales, que se hizo pedazos, y levantando la cortina vio a Morrel que, sentado ante la mesa y escribiendo, acababa de dar una media vuelta al ruido del cristal roto.

—No es nada —dijo Montecristo—, mi querido amigo; resbalé y di con el codo en la puerta, y puesto que está roto, voy a aprovecharme para abrir sin que tengáis necesidad de incomodaros. —Y pasando el brazo, el conde abrió la puerta.

Morrel se levantó visiblemente contrariado, y fue al encuentro del conde, menos para recibirle que para impedir que pasara más adelante.

—La culpa es de vuestros criados —dijo el conde—, tienen el suelo tan lustroso como un espejo.

—¿Os habéis lastimado, señor? —preguntó fríamente Morrel.

—No sé. ¿Pero qué hacíais? ¿Estabais escribiendo?

—¿Yo?

—Sí. Tenéis los dedos manchados de tinta.

—Es verdad. Me ocurre algunas veces al escribir mucho; es cosa que me gusta, a pesar de que soy militar.

Montecristo dio algunos pasos por el cuarto, y Maximiliano se vio obligado a dejarlo pasar, pero lo siguió.

—¿Escribíais? —repitió Montecristo mirándole fijamente.

—Creo que ya he tenido el honor de deciros que sí.

El conde miró en derredor.

—¿Vuestras pistolas al lado de la escribanía? —dijo, señalando a Morrel—. ¿Las armas puestas sobre la mesa?

—Voy de viaje —respondió con despecho Maximiliano.

—¡Amigo mío! —le dijo el conde de Montecristo con una dulzura infinita.

—¿Señor?

—Amigo mío, mi querido Maximiliano, nada de decisiones extremadas, os lo ruego.

—¡Yo! —respondió Morrel encogiéndose de hombros—, pues qué, ¿mi viaje es una resolución extremada?

—Maximiliano, dejemos a un lado la máscara que llevamos, no me engañáis con vuestra fingida calma, como tampoco os engaño yo con mi frívola solicitud. Bien conocéis que para haber roto los cristales y violado el secreto de vuestro cuarto, conocéis, digo, que es necesario tenga una inquietud verdadera o mejor una convicción terrible. Morrel, ¿vos queréis suicidaros?

—¡Bueno! —dijo Morrel—. ¿Qué idea es la vuestra?

—Os digo que queréis mataros —continuó el conde con la misma voz—, y he aquí la prueba —y acercándose a la mesa levantó un pliego blanco que el joven había puesto sobre lo que escribía, y tomó la carta empezada.

Morrel se abalanzó hacia él para arrancársela de las manos, pero Montecristo, adivinando el movimiento, cogió el brazo de Maximiliano y le detuvo con mano de hierro.

—Bien veis que queríais mataros, Morrel, ¡está escrito!

—¡Y bien! —dijo Morrel pasando de repente de la apariencia de la tranquilidad a la expresión de violencia—, ¡y bien!, aun cuando así fuera, aun cuando volviese contra mí el cañón de una pistola, ¿quién me lo impediría? ¿Quién tendría valor para impedírmelo? Cuando diga: todas mis esperanzas se han concluido, mi corazón está muerto, aborrezco la vida, no hay más que duelos y disgustos alrededor de mí, la tierra se ha convertido en cenizas, una voz humana es cosa que desgarra mi alma. Al decir: es piedad dejarme morir, porque si no perderé la razón, me volveré loco; decidme, cuando diga esto y vean que lo digo con las angustias y lágrimas del corazón, me responderán: no tenéis razón, ¿o me impedirán el dejar de ser desgraciado? Decidme, ¿tendríais valor para ello?

—Sí, Morrel —dijo Montecristo, cuya voz sosegada formaba un singular contraste con la exaltación del joven.

—Vos —dijo Morrel con una expresión infinita de cólera—, vos que habéis alimentado en mí una esperanza absurda, que me habéis alentado con vuestras vanas promesas, cuando por algún golpe o una resolución violenta yo hubiera podido salvarla, o al menos verla morir en mis brazos. Vos que afectáis poseer todos los recursos de la inteligencia, todo el poder de la materia, que pretendéis desempeñar en la tierra el papel de la Providencia, y que no habéis podido dar un contraveneno a la infeliz…

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