Read El Conde de Montecristo Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (157 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
9.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Así sea! —dijo Villefort levantando al cielo su rostro amenazador.

—Dejad la causa de ese desgraciado para los jurados venideros; eso nos dará seis meses para que lo olviden.

—No —dijo Villefort—; todavía me quedan cinco días; la instrucción está terminada; me sobra tiempo. Además, conocéis, señora, que yo también necesito olvidar; pues bien, cuando trabajo noche y día, hay momentos en que nada recuerdo, y soy dichoso como los muertos, pero aún vale más esto que sufrir.

—Si se ha fugado, dejadle huir; la inercia es una clemencia fácil.

—Os he dicho que era demasiado tarde, que al ser de día funcionó el telégrafo, y…

—Señor —dijo el ayuda de cámara entrando—, un soldado trae este despacho del ministro del Interior.

Villefort tomó la carta y la abrió.

—Preso, le han apresado en Compiegne. Esto ha terminado.

—Adiós —dijo la señora Danglars levantándose.

—Adiós, señora —respondió el procurador del rey, acompañándola hasta la puerta.

Luego, volviendo a su despacho, añadió:

—Vamos; tenía un delito de falsificación, tres robos, dos incendios; me faltaba un asesinato, y hele aquí; la sesión será interesante.

Capítulo
XXI
La aparición

C
omo había dicho el procurador del rey a la señora Danglars, Valentina no estaba aún restablecida; quebrantada por la fatiga, se hallaba en cama, y en ella, y por la señora de Villefort, supo los sucesos que acabamos de contar, es decir, la huida de Eugenia y la prisión de Cavalcanti o Benedetto y la acusación de asesinato intentada contra él. Pero Valentina se hallaba en un estado tan débil, que no le causó aquélla noticia el efecto que hubiera producido en ella en su estado habitual. En efecto, algunas ideas vagas, algunos fantasmas fugitivos se presentaron al cerebro de la enferma, o pasaron ante su vista, pero bien pronto se borraron, dejando tomar toda su fuerza a las sensaciones personales.

Durante el día, Valentina se mantenía en la realidad por la presencia del señor Noirtier que se hacía conducir al cuarto de su nieta, y permanecía en él protegiendo a Valentina con su paternal mirada. Después, cuando regresaba del tribunal, era Villefort quien pasaba una hora entre su padre y su hija. A las seis se retiraba el señor de Villefort a su despacho, a las ocho llegaba el señor d’Avrigny, quien preparaba por sí mismo la poción nocturna para la joven. En seguida se llevaban a Noirtier. Una enfermera escogida por el médico reemplazaba a los demás, y no se retiraba hasta las diez o las once, hora en que Valentina quedaba ya dormida. Al bajar, daba las llaves del cuarto al señor Villefort, de suerte que no podía nadie entrar en la habitación de la enferma sin atravesar por la habitación de la señora de Villefort y por el cuarto del pequeño Eduardo.

Todas las mañanas iba Morrel a la habitación de Noirtier para saber de Valentina, y, ¡cosa extraordinaria!, cada día parecía menos inquieto. Primeramente, porque Valentina, aunque en medio de una grande exaltación, estaba cada día mejor; y después, ¿no le había dicho Montecristo cuando fue a verle que si dentro de dos horas Valentina no había muerto, se salvaría? Valentina vivía, y ya habían transcurrido cuatro días.

La exaltación nerviosa a que hemos hecho alusión perseguía a Valentina hasta durante el sueño, o más bien en el estado de somnolencia que sucedía a la vigilia. Entonces, en medio del silencio de la noche, y a la débil luz de la lámpara de alabastro puesta sobre la chimenea, veía pasar esas sombras que pueblan el cuarto de los enfermos y que sacude con sus alas la fiebre. Tan pronto se le aparecía su madrastra que la amenazaba, como Morrel que le tendía sus brazos. Veía otras veces extraños a su vida habitual, como el conde de Montecristo. Hasta los muebles parecían animados y errantes; duraba aquel estado hasta las dos o las tres de la madrugada, y entonces un sueño de plomo se apoderaba de la joven y duraba hasta que era de día.

La noche del día en que supo Valentina la fuga de Eugenia y la prisión de Benedetto, y en que después de mezclarse a las sensaciones de su existencia, empezaban a borrarse de su imaginación aquellos sucesos, retirados ya Villefort, Noirtier y d’Avrigny, dando las once en San Felipe de Roul, y que habiendo colocado la enfermera cerca de la cama la poción preparada por el doctor y cerrado la puerta, se retiró a la antecámara, a juzgar por los lúgubres comentarios que en ella se oían desde hacía tres meses, una escena inesperada tenía lugar en aquella habitación tan cuidadosamente cerrada.

Hacía diez minutos poco más o menos que se había retirado la enfermera. Valentina, atacada de aquella fiebre que se presentaba todas las noches, dejaba que su imaginación, que no podía dominar, continuase aquel trabajo monótono, ímprobo e implacable de un cerebro que reproduce incesantemente los mismos pensamientos o crea las mismas imágenes. Mil y mil rayos de luz, todos llenos de significaciones extrañas, se escapaban de la lámpara, cuando de repente a su reflejo incierto, creyó ver Valentina que su biblioteca, colocada al lado de la chimenea en un rincón de la pared, se abría poco a poco sin que los goznes hiciesen el menor ruido.

En cualquier otra ocasión Valentina hubiese tirado de la campanilla, pidiendo ayuda, pero de nada se admiraba en su actual situación. Sabía que todas aquellas visiones que la rodeaban eran hijas de su delirio, y esta convicción se afianzó en ella, porque por la mañana no se veía traza alguna de aquellos fantasmas de la noche que desaparecían con la aurora.

Detrás de la puerta apareció una figura humana.

Valentina, merced a su fiebre, estaba demasiado familiarizada con aquellos fantasmas para espantarse de ellos; abrió solamente los ojos esperando ver a Morrel.

La figura continuó avanzando hacia su cama, detúvose, y pareció escuchar con una atención profunda.

Un rayo de luz dio entonces de lleno en el rostro de la nocturna visita.

—No es él —dijo Valentina.

Esperaba, convencida de que soñaba, que aquel hombre, como sucede en los sueños, desapareciese o se cambiase en otro.

Solamente tocó su pulso, y sintiéndolo latir con violencia, recordó que el mejor medio para hacer desaparecer aquellas visiones importunas era beber: la frescura de la bebida, compuesta con el fin de calmar las agitaciones de Valentina, que se había quejado de ellas al doctor, haciendo disminuir la calentura, renovaba las sensaciones del cerebro, y después de haber bebido se sentía durante un rato más sosegada.

Extendió el brazo con el fin de coger el vaso que estaba junto a la cama, y en aquel instante y con bastante viveza la aparición dio dos pasos hacia la cama, y llegó tan cerca de la joven, que le pareció oír su respiración, y creyó sentir la presión de su mano.

Esta vez la ilusión, o mejor dicho la realidad, sobrepujaba a cuanto Valentina había experimentado hasta entonces. Sintió que estaba despierta y viva, vio que gozaba de toda su razón y se echó a temblar.

La presión que Valentina había sentido tenía por objeto detenerle el brazo, y ella lo retiró lentamente.

Entonces aquella figura, de la que no podía apartar su vista, y que más bien parecía protegerla que amenazarla, tomó el vaso, se acercó a la lámpara y examinó el contenido, como si hubiese querido juzgar su colorido y transparencia.

Pero aquella primera prueba no fue suficiente. Aquel hombre o fantasma, porque caminaba de un modo que sus pasos no resonaban en la alfombra, tomó una cucharada de la poción y la tragó.

Valentina contemplaba lo que ocurría ante sus ojos con una sensación indefinible. Creía que todo aquello iba a desaparecer para dar lugar a otra escena, pero el hombre, en lugar de desvanecerse como una sombra, se acercó a ella y alargándole la mano con el vaso le dijo con una voz en la que vibraba la emoción:

—Ahora, bebed.

Valentina tembló. Era la primera vez que una de sus visiones le hablaba de aquel modo. Abrió la boca para dar un grito. El hombre puso un dedo sobre sus labios.

—¡El conde de Montecristo! —murmuró Valentina.

Al miedo que se pintó en los ojos de la joven, al temblor de sus manos y al movimiento que hizo para ocultarse entre las sábanas, se reconocía la última lucha de la duda contra la convicción. Con todo, la presencia de Montecristo en su cuarto a semejante hora, su entrada misteriosa, fantasmagórica e inexplicable, a través de un muro, parecía imposible a la quebrantada razón de Valentina.

—No llaméis a nadie, ni os espantéis —le dijo el conde—, no tengáis el menor recelo ni la más pequeña inquietud en el fondo de vuestro corazón. El hombre que veis delante de vos, porque esta vez tenéis razón, Valentina, y no es una ilusión, es el padre más tierno y el más respetuoso amigo que podáis desear.

Valentina no respondió. Tenía un miedo tan grande a aquella voz que le revelaba la presencia real del que hablaba, que temió asociar a ella la suya, pero su mirada espantada quería decir: «Si vuestras intenciones son puras, ¿por qué estáis aquí?».

El conde, con su maravillosa sagacidad, comprendió cuanto sucedía en el corazón de la joven.

—Escuchadme —le dijo—, o mejor, miradme: ¿veis mis ojos enrojecidos y mi cara más pálida aún que de costumbre? Es porque desde hace cuatro noches no he podido dormir un instante. Hace cuatro noches que velo sobre vos, que os protejo y os conservo a nuestro amigo Maximiliano.

La sangre coloreó rápidamente las mejillas de la enferma, porque el nombre que acababa de pronunciar el conde desvanecía el resto de desconfianza que le había inspirado.

—¡Maximiliano…! —repitió Valentina; tan dulce le era pronunciar aquel nombre—. ¡Maximiliano! ¿Os lo ha contado todo?

—Todo: me ha dicho que vuestra vida era la suya, y le he prometido que viviríais.

—¿Le habéis prometido que viviría?

—Sí.

—En efecto, señor, acabáis de hablar de vigilancia y protección. ¿Sois médico, acaso?

—Sí, y el mejor que el cielo pudiera enviaros en este momento, creedme.

—¿Decís que habéis velado? —preguntó Valentina, inquieta—. ¿Adónde? Yo no os he visto.

Montecristo señaló la biblioteca.

—He estado escondido tras esa puerta que da a la casa inmediata que he alquilado.

Valentina, por un movimiento de púdico orgullo, apartó sus ojos con terror.

—Caballero —dijo—, lo que habéis hecho es de una demencia sin ejemplo, y la protección que me concedéis se asemeja mucho a un insulto.

—Valentina —dijo—, durante esta larga vigilia, esto es lo único que he visto: qué personas venían a vuestro cuarto, qué alimentos os preparaban, qué bebidas os he dado, y cuando éstas me parecían peligrosas, entraba, como acabo de entrar, vaciaba vuestro vaso, y sustituía el veneno por una poción bienhechora, que en lugar de la muerte que os habían preparado, hacía circular la vida en vuestras venas.

—¡El veneno! ¡La muerte! —dijo Valentina, creyéndose de nuevo bajo el poder de alguna fiebre alucinadora—. ¿Qué estáis diciendo, caballero?

—Silencio, hija mía —dijo Montecristo, volviendo a poner un dedo sobre sus labios—; he dicho el veneno, sí, he dicho la muerte, y repito, la muerte; pero ante todo, bebed esto —y el conde sacó de su bolsillo un fresco de cristal que contenía un licor rojo, del que vertió algunas gotas en el vaso—, y cuando hayáis bebido esto no toméis nada más en toda la noche.

La joven alargó la mano; pero apenas tocó el vaso, cuando volvió a retirar la mano llena de miedo.

Montecristo tomó el vaso, bebió un poco y lo presentó a Valentina, que tragó sonriendo el licor que contenía.

—¡Oh!, sí —dijo—; reconozco el gusto de mis bebidas nocturnas, de aquella agua que refrescaba un poco mi pecho y calmaba mi cerebro. Gracias, señor, gracias.

—Considerad cómo habéis vivido hace cuatro noches, Valentina —dijo el conde.

»Yo, en cambio, ¿cómo vivía? ¡Ah!, ¡qué horas tan crueles me habéis hecho pasar! ¡Qué tormentos no he sufrido al ver verter en vuestro vaso el mortífero veneno, temblando siempre de que tuvieseis tiempo para beberlo antes que yo pudiese derramarlo en la chimenea!

—Decís, señor —respondió Valentina en el colmo del terror—, ¿que habéis sufrido mil martirios viendo derramar en mi vaso un mortífero veneno? Pero si lo habéis visto, ¿también debisteis ver quién lo derramaba?

—Sí.

Valentina se incorporó en la cama, y echando sobre su pálido pecho la batista bordada, mojada aún con el sudor del delirio, al que se mezclaba ahora el del terror, repitió:

—¿Lo habéis visto?

—Sí —repitió el conde.

—Lo que me decís, señor, es horroroso; queréis hacerme creer en algo infernal. ¡Cómo! ¡En la casa de mi padre! ¡En mi cuarto! ¡En el lecho del dolor continúan asesinándome! ¡Oh!, retiraos, tentáis mi conciencia; blasfemáis de la bondad divina. Es imposible, no puede ser.

—¿Sois la primera a quien ha herido esa mano, Valentina? ¿No habéis visto caer junto a vos al señor y la señora de Saint-Merán y a Barrois? ¿No hubiera sucedido lo mismo al señor Noirtier sin el método que sigue hace tres años? En él la costumbre del veneno le ha protegido contra el veneno.

—¡Ay! ¡Dios mío! —dijo Valentina—, ahora comprendo por qué mi abuelo exigía de mí hace un mes que tomase de todas sus bebidas.

—Y tenían un sabor amargo como el de la cáscara de naranja medio seca, ¿es verdad?

—Sí, Dios mío, sí.

—¡Oh!, todo lo explica eso —dijo Montecristo—, él sabe que aquí envenenan y quizá quién: ha querido preservaros a vos, su hija amada, contra la mortal sustancia, y ésta ha venido a estrellarse contra ese principio de costumbre. Ved por lo que vivís aún, cosa que me admiraba habiéndoos envenenado hace cuatro días con un veneno que por lo general no tiene remedio.

—Pero ¿quién es el asesino?

—Dejadme que os pregunte: ¿No habéis visto entrar a nadie de noche en vuestro cuarto?

—Sí; muchas veces he creído ver pasar como unas sombras, acercarse, retirarse, y finalmente desaparecer; pero creía que eran visiones de mi calentura, y hace un instante, cuando entrasteis, creía estar soñando o delirando.

—Así, ¿no conocéis a la persona que atenta contra vuestra vida?

—No. ¿Por qué desea mi muerte?

—Vais a conocerla entonces —dijo Montecristo aplicando el oído.

—¿Cómo? —preguntó Valentina, mirando con terror a su alrededor.

—Porque esta noche no tenéis fiebre ni delirio, estáis bien despierta, son las doce, y es la hora de los asesinos.

BOOK: El Conde de Montecristo
9.27Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shades of Avalon by Carol Oates
The Beggar and the Hare by Tuomas Kyrö
The Low Road by A. D. Scott
The Last Boleyn by Karen Harper
Circle of Honor by Carol Umberger
Snowbound With the Sheriff by Lauri Robinson
Blood Diamond by R. J. Blain
The Man's Outrageous Demands by Elizabeth Lennox
Any Duchess Will Do by Tessa Dare
Keeper of Keys by Bernice L. McFadden