El Conde de Montecristo (154 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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A pesar de sus pocos años, era un joven listo e inteligente, y así es que a los primeros rumores que penetraron en el salón, le vimos ir ganando gradualmente la puerta. Olvidamos una circunstancia que no debe omitirse, y es que en uno de los salones que atravesó Cavalcanti estaban los regalos de la novia: diamantes, chales de Cachemira, encajes de Valenciennes, velos ingleses, y en fin, todos aquellos objetos que sólo el nombrarlos basta para hacer saltar de alegría a una joven.

Ahora bien, al pasar por aquel cuarto, y esto prueba que Cavalcanti era no solamente un joven diestro e inteligente, sino también previsor, se apoderó del mejor aderezo. Reconfortado con aquel viático, se sintió la mitad más ligero para saltar por una ventana y escaparse de entre las manos, de los gendarmes.

Alto, bien formado como un gladiador antiguo, y musculoso como un espartano, Cavalcanti corrió un cuarto de hora sin saber adónde iba, y con el solo fin de alejarse del sitio en que faltó muy poco para que le prendiesen. Salió de la calle de Mont-Blanc, y por el instinto que los ladrones tienen a las barreras, como la liebre a su madriguera, se halló sin saber cómo al extremo de la calle de Lafayette.

Allí se detuvo jadeante. Estaba completamente solo, tenía a su izquierda el campanario de San Lázaro y a su derecha París en toda su profundidad.

—¿Estoy perdido? —se preguntó a sí mismo—. No, si mi actividad es superior a la de mis enemigos.

Vio que subía por el arrabal Poissonnière un cabriolé de alquiler, cuyo cochero, fumando su pipa, parecía querer ganar la extremidad del arrabal San Dionisio, donde debía sin duda parar ordinariamente.

—¡Eh! ¡Amigo! —le gritó Benedetto.

—¿Qué hay, señor? —preguntó el cochero.

—¿Vuestro caballo está muy cansado?

—¿Cansado? ¡Bah! Si no ha hecho nada en todo el santo día. Cuatro miserables viajes, y un franco para beber, siete francos en total, y debo llevar diez al patrón.

—¿Queréis agregar a esos siete francos otros veinte que veis aquí?

—Con mucho gusto. Veinte francos no son de despreciar; ¿qué he de hacer para ello? Veamos.

—Una cosa muy fácil, si vuestro caballo no está cansado.

—Os aseguro que irá como el viento; basta que me digáis por dónde debo marchar.

—Por el camino de Louvres.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Pau de ratafia!

—Exacto. Se trata solamente de alcanzar a uno de mis amigos, con el que debo cazar mañana en la Chapelle-en-Serva; debía esperarme aquí a las once y media con su cabriolé. Son las doce, se habrá marchado solo, cansado de esperar.

—Es probable.

—Y bien, ¿queréis ver si lo alcanzamos?

—¿Cómo no?

—Pero si no lo alcanzamos hasta Bourget, os daré veinte francos; si tenéis que ir a Louvres, treinta.

—¿Y si lo alcanzamos?

—Cuarenta —dijo Cavalcanti, que había reflexionado un instante y comprendió que con prometer no arriesgaba nada.

—Está bien —dijo el cochero—, subid y adelante. Porrrrruuuu…

Cavalcanti montó en el cabriolé, atravesaron a la carrera el arrabal San Dionisio, costearon el de San Martín, pasaron la barrera y tomaron el camino de la interminable Villete.

No se preocupaba de alcanzar al quimérico amigo, pero, con todo, Cavalcanti se informaba al paso ya de los viajeros, ya de las ventas que estaban aún abiertas; preguntaba por un cabriolé verde tirado por un caballo castaño oscuro, y como en el camino de los Países Bajos circulaban siempre millares de cabriolés y las nueve décimas partes son verdes, llovían señales a cada paso. Acababan de verlo pasar, sólo llevaría de ventaja quinientos pasos, doscientos, ciento solamente. Finalmente, lo alcanzaban, pasaban delante, y veían que no era él.

Una vez le tocó también que pasaran delante de él, pero fue una magnífica silla de posta tirada por cuatro caballos a galope.

—¡Ah! —dijo entre sí Cavalcanti—, ¡si yo tuviera esa silla, sus buenos caballos, y sobre todo, el pasaporte que ha sido preciso sacar para viajar de ese modo! —y lanzó un profundo suspiro.

En ella iban las señoritas Danglars y Armilly.

—Vamos, vamos —dijo Cavalcanti—, no podemos tardar en alcanzarle.

Y el pobre caballo volvió a emprender el trote veloz que había traído desde la barrera y llegó a Louvres lleno de espuma.

—Está visto —dijo Cavalcanti— que no alcanzaré a mi amigo y mataré vuestro caballo. Así, es mejor que me detenga aquí. Ahí tenéis vuestros treinta francos, yo me voy a acostar a la fonda del Caballo Rojo, y en la primera diligencia en que halle un asiento lo tomaré. Buenas noches, amigo mío.

Y poniendo seis piezas de cinco francos en la mano del cochero saltó con presteza del carruaje.

El auriga metió su dinero en el bolsillo y tomó alegremente, al paso, el camino de París.

Cavalcanti hizo como que iba a la fonda del Caballo Rojo. Paróse un instante a la puerta, y cuando ya el ruido del carruaje no se oía emprendió el camino, y con paso bastante acelerado anduvo aún dos leguas. Paróse al fin y calculó que debía estar ya muy cerca de la Chapelle-en-Serval, adonde había dicho que iba…

No se detuvo por cansancio, sino porque convenía tomar una resolución, adoptar un plan. Subir en diligencia era imposible; tomar la posta, todavía más. Para viajar, de uno a otro modo, es preciso un pasaporte. Tampoco era posible quedarse en el departamento del Oise, es decir, en uno de los más descubiertos y vigilados de Francia, sobre todo a un hombre como Cavalcanti, tan experimentado en materia criminal.

Sentóse al borde de una cuneta, dejó caer la cabeza entre sus manos y reflexionó; a los diez minutos se levantó: había tomado ya su resolución.

Llenó de polvo un lado de su paletó, que tuvo tiempo de descolgar de la antecámara, y abotonárselo por encima de su traje de baile, y entrando en la Chapelle-en-Serval, fue a llamar resueltamente a la puerta de la única posada que hay en la región. Abrióle el posadero.

—Amigo —dijo Cavalcanti—, iba de Morfontaine a Sculis, y mi caballo, que es asombradizo, emprendió la fuga, arrojándome a diez pasos; me precisa llegar esta noche a Compiegne, so pena de causar sumo cuidado a mi familia; ¿tenéis un caballo que alquilarme?

Bueno o malo, un posadero dispone siempre de un caballo. El de la Chapelle-en-Serval llamó al mozo de cuadra, y le dijo que ensillara el
Blanco
; despertó a su hijo, chico de siete años, que debía montar en grupa y volver a traer el cuadrúpedo.

Cavalcanti dio veinte francos al posadero, y al sacarlos del bolsillo dejó caer una tarjeta; era la de uno de sus amigos del café de París, de suerte que el posadero, cuando Cavalcanti se marchó y recogió la tarjeta que vio en el suelo, se convenció de que había alquilado su caballo al señor conde de Mauleón, calle de Santo Domingo, 25. Era el nombre que había visto en la tarjeta.

El
Blanco
no iba ligero, pero llevaba un paso igual y constante. En tres horas y media anduvo Cavalcanti las nueve leguas que le separaban de Compiegne. Daban las cuatro en el reloj del Ayuntamiento cuando llegó a la plaza adonde paran las diligencias.

Hay en Compiegne una fonda excelente que no olvidan los que en ella se han alojado una vez. Cavalcanti, que había hecho alto allí en una de sus correrías por los alrededores de París, se acordó de la fonda de la Campana y la Botella. Orientóse y vio a la luz de un reverbero la muestra indicadora, y habiendo despedido al chico, al que dio cuanta moneda menuda tenía, llamó a la puerta, pensando con razón que aún disponía de tres o cuatro horas, y que lo mejor que podía hacer era prepararse con un buen sueño y una buena cena para las fatigas del viaje.

Abrióle un camarero.

—Amigo —le dijo Cavalcanti—, vengo de Saint-Jean-du-Bois, donde he comido. Creía tomar la diligencia que pasa a medianoche, me he desorientado como un imbécil, y hace cuatro horas que me paseo a la ventura. Dadme uno de esos lindos cuartos que dan al patio y subidme un pollo frito y una botella de Burdeos.

El camarero no sospechó nada. Cavalcanti hablaba con la mayor tranquilidad. Tenía el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos del paletó. Su vestido era elegante y calzaba botas de charol. Parecía un vecino que llegaba un poco tarde.

Mientras el mozo preparaba el cuarto, se levantó el ama. El joven la recibió con su más lisonjera sonrisa, y le preguntó si no podría darle el número tres, que había ocupado ya otra vez en su último viaje a Compiegne. Desgraciadamente el número tres lo ocupaba un joven que viajaba con su hermana.

Cavalcanti pareció desesperado, pero se consoló cuando el ama le dijo que el número siete, que le preparaban, tenía absolutamente las mismas condiciones que el número tres, y calentándose los pies y hablando de las últimas carreras de caballos de Chantilly, esperó a que le avisasen que el cuarto estaba preparado.

No sin razón había hablado Cavalcanti de los lindos cuartos que daban al patio de entrada. Este, con su triple orden de galerías, que le hacen parecer un teatro, con sus jazmines y sus clemátides, que suben enredadas en las delgadas columnas como una decoración natural, es una de las entradas de fonda más encantadoras que existen en el mundo.

El pollo estaba tierno, el vino era añejo, y en la chimenea ardía un buen fuego. Cavalcanti se quedó sorprendido al ver que cenaba con tan buen apetito, como si nada le hubiese sucedido. Acostóse inmediatamente, y se durmió con aquel sueño que el hombre tiene siempre a los veinte años, aun cuando tenga remordimientos.

Nos vemos precisados a confesar que Cavalcanti podía haber tenido remordimientos, pero no los tenía. He aquí el plan que le había dado la mayor parte de su seguridad.

Levantarse tan pronto como amaneciese. Salir de la fonda después de haber pagado rigurosamente su cuenta, internarse en el bosque; comprar, bajo el pretexto de hacer estudios de pintura, la hospitalidad de un campesino, procurarse un traje de leñador y un hacha, despojarse del traje del elegante para vestir el del obrero; luego, con las manos llenas de tierra, oscurecidos los cabellos con un peine de plomo, y ennegrecido el rostro con una receta que le habían dado sus compañeros, ir de bosque en bosque hasta la frontera más cercana, caminando de noche y durmiendo de día, sin acercarse a lugares habitados más que de vez en cuando para comprar un pan.

Cuando hubiere pasado la frontera, reduciría a dinero sus diamantes, y juntando su importe a unos diez billetes de banco que llevaba siempre consigo para caso de apuro, se hallaba aún con cincuenta mil libras, lo que según su filosofía, no era malo del todo.

Contaba además con el interés que Danglars tenía en echar tierra a aquel asunto. Por estas razones y por el cansancio, Cavalcanti se durmió en un momento.

Para despertarse temprano, dejó abierta la ventana, pasó el cerrojo de la puerta y dejó abierto sobre la mesa de noche un cuchillo de aguda punta y excelente temple que llevaba siempre consigo.

Serían las siete cuando un brillante rayo de sol hirió su rostro, despertándose al mismo tiempo.

En todo cerebro bien organizado, la idea dominante, y siempre hay una, es la primera que se presenta al despertarse, como es también la última que se tiene al dormirse. Cavalcanti no había aún abierto bien los ojos cuando ya conoció que había dormido más tiempo del que debía. Saltó de la cama y se dirigió a la ventana.

Un gendarme cruzaba por el patio.

El gendarme es el objeto que más llama la atención hasta del hombre que no tiene que temer, pero para una conciencia intranquila, y con motivo para estarlo, el pajizo, azul y blanco de que se compone su uniforme, toman unas tintas espantosas.

—¿Por qué un gendarme? —se preguntó Cavalcanti.

En seguida se respondió a sí mismo con aquella lógica que el lector ha debido ya observar en él:

—Un gendarme nada tiene que deba espantar en una fonda. No nos espantemos, pues, pero vistámonos.

Y el joven se vistió con una rapidez que no había perdido con la costumbre de servirse del ayuda de cámara, durante el tiempo que como un gran señor vivía en París.

—Bueno —dijo Cavalcanti vistiéndose—, esperaré, y cuando se marche me iré.

Diciendo estas palabras, acababa de vestirse, se acercó a la ventana y levantó la cortina de muselina.

No sólo no se había marchado el primer gendarme, sino que el joven vio un segundo uniforme azul, pajizo y blanco, al pie de la escalera, única por donde él podía bajar, mientras que otro tercero, a caballo y con la carabina en la mano, estaba de centinela en la puerta de entrada, única por la que podía salir.

Este tercer gendarme era muy significativo, pues delante de él había formado un semicírculo por una turba de curiosos que sitiaban la puerta de la fonda.

«Me buscan a mí —pensó Cavalcanti—, ¡diablo!».

La palidez se apoderó de su frente, miró en derredor con ansiedad. Su cuarto, como todos los de aquel piso, no tenía más salida que la galería exterior, que estaba precisamente a la vista de todos.

«Estoy perdido», fue su segundo pensamiento.

Efectivamente, para un hombre en la situación de Cavalcanti, la prisión significa el jurado, el juicio, la muerte; pero la muerte sin misericordia y sin dilación.

Durante un momento oprimió su cabeza entre sus manos, y poco le faltó para enloquecer de miedo; pero en seguida, en medio de aquella multitud de ideas contrarias, se dejó ver una, llena de esperanza.

Dejóse ver una triste sonrisa sobre sus cárdenos labios. Miró nuevamente a su alrededor, y vio sobre una mesa los objetos que necesitaba, pluma, tinta y papel.

Con mano bastante segura trazó las siguientes líneas:

No tengo dinero para pagar, pero soy hombre de bien, y dejo empeñado mi alfiler, que vale diez veces más que el gasto que he hecho: He salido al ser de día, porque me daba vergüenza hacer esta declaración personalmente al ama.

Quitóse el alfiler de la corbata y lo puso sobre el papel. Luego, en lugar de dejar corridos los cerrojos, los abrió, y aun dejó la puerta entornada como si hubiese salido del cuarto olvidándose de cerrar. Encaramóse a la chimenea como hombre acostumbrado a esta suerte de acrobacias, borró las pisadas con anticipación y se preparó a escalar el cañón que le ofrecía el único medio de salvación en que esperaba.

Tuvo el tiempo preciso para esconderse, pues el primer gendarme subía la escalera, acompañado del comisario de policía, sostenido por el segundo, que estaba al pie de ella, al que a su vez sostenía el colocado en tercera línea a la puerta de la fonda.

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