El Conde de Montecristo (150 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Maximiliano —dijo—. Regresad tranquilamente a vuestra casa; os recomiendo que no deis un paso, que nada intentéis, que no dejéis ver en vuestro semblante la más pequeña sombra de precaución; yo os daré noticias, id.

—¡Dios mío! —dijo Morrel—, me asustáis, conde, con vuestra sangre fría. ¿Podéis algo contra la muerte? ¿Sois algo más que un hombre? ¿Sois un ángel o un dios?

Y el joven, a quien ningún peligro había hecho dar un paso atrás, retrocedió ante el conde, lleno de terror indecible.

—Puedo bastante, amigo mío —respondió el conde—; id, tengo necesidad de estar solo.

El pobre joven, fascinado por el ascendiente que el conde ejercía sobre cuantos le rodeaban, no procuró sustraerse a él. Estrechóle la mano y salió.

Detúvose a la puerta, esperando a Bautista, al que vio venir corriendo por la calle de Matignón.

Entretanto Villefort y d’Avrigny, que habían llegado, encontraron a Valentina desmayada aún; el médico examinó a la enferma con el cuidado que reclamaban las circunstancias y con la profundidad que le daba el conocimiento del secreto. Villefort, pendiente de sus miradas y de sus labios, esperaba el resultado de aquel examen; Noirtier, más pálido que la joven y más ansioso de una solución que el mismo Villefort, esperaba también, y todo era en él impaciencia y ansiedad.

Al fin, d’Avrigny dijo lentamente estas palabras.

—Aún vive.

—¡Aún! —dijo Villefort—, ¡oh!, doctor, ¡qué palabras tan dulces acabáis de pronunciar!

—Sí —dijo el médico—; repito mi frase; aún vive, y me sorprende mucho.

—¿Pero se salvará? —preguntó el padre.

—Sí, puesto que vive aún.

En aquel momento, la mirada de d’Avrigny se encontró con la de Noirtier; sus ojos brillaban con una alegría extraordinaria; leíase en su vista un pensamiento tan profundo que llamó la atención del facultativo.

Dejó caer de nuevo en el sillón a la joven, cuyos blanquecinos labios apenas se distinguían de su rostro, y permaneció inmóvil, mirando a Noirtier, por el que todos los movimientos del médico eran comentados y comprendidos.

—Caballero —dijo d’Avrigny a Villefort—, llamad a la doncella de Valentina, os lo ruego.

Villefort dejó la cabeza de su hija que sostenía en sus manos, y fue él mismo a llamar a la doncella. En el momento se cerró la puerta; d’Avrigny se acercó a Noirtier.

—¿Queréis decirme algo? —le preguntó.

El anciano cerró y abrió prontamente los ojos; era la única señal afirmativa que podía hacer.

—¿A mí solo?

—Sí —dijo Noirtier.

—Bien, entonces me quedaré con vos.

Villefort entró seguido de la doncella, y tras ésta, la señora de Villefort.

—¿Pero qué le ocurre a esta niña querida? —dijo—, salió de mi cuarto, se quejaba, decía que estaba indispuesta, pero nunca creí que fuese cosa tan seria.

Y con los ojos llenos de lágrimas y con todas las señales de amor de una verdadera madre, se acercó a la joven, cuyas manos cogió.

El médico continuaba mirando a Noirtier. Vio los ojos del anciano dilatarse, abrirse redondos, sus mejillas ponerse cárdenas y temblar, y el sudor inundar su frente.

—¡Ah! —exclamó involuntariamente, siguiendo la dirección de la mirada de Noirtier, es decir, fijando sus ojos en la señora de Villefort, que repetía:

—¡Pobre niña! Mejor estará en su cama; venid, Fanny, la acostaremos.

D’Avrigny, que vio en aquella proposición un medio de quedarse a solas con Noirtier, hizo señal con la cabeza de que efectivamente era lo mejor que podía hacerse, pero prohibió expresamente que tomase nada sin que él lo mandase.

Lleváronse a Valentina, que había vuelto en sí, pero que no podía moverse ni casi hablar, tal era el estado en que la había dejado aquel ataque.

Saludó con la vista a su abuelo, al que parecía que le arrancaban el alma al verla salir. D’Avrigny siguió a la enferma, terminó sus recetas, mandó a Villefort que tomase un coche, y fuese en persona a la botica a hiciese preparar a su vista los medicamentos recetados, que los trajese él mismo, y le esperase en el cuarto de su hija. Y renovando la prohibición de darle nada, bajó al cuarto de Noirtier, cerró la puerta, y después de asegurarse de que no podía ser oído por nadie de fuera, le dijo:

—Veamos, ¿sabéis algo de la enfermedad de vuestra nieta?

—Sí —hizo el anciano.

—Escuchad, no podemos perder tiempo; voy a preguntaros, vos me responderéis.

Noirtier hizo señal de que estaba pronto a responder.

—¿Habíais previsto el accidente que ha sucedido hoy a Valentina?

—Sí.

El doctor reflexionó un instante, y luego se acercó a Noirtier.

—Perdonad lo que voy a deciros, pero en las terribles circunstancias en que estamos, no debe descuidarse el menor indicio. ¿Visteis morir al pobre Barrois? Noirtier levantó los ojos al cielo.

—¿Sabéis de qué murió? —preguntó d’Avrigny, apoyando una mano sobre el hombro de Noirtier.

—Sí —respondió el anciano.

—¿Pensáis que su muerte fue natural?

Algo parecido a una sonrisa quiso asomarse a los inertes labios de Noirtier.

—¿Entonces habéis creído que Barrois fue envenenado?

—Sí.

—¿Creéis que el veneno de que fue víctima se había preparado para él?

—No.

—¿Creéis que sea la misma mano que envenenó a Barrois, queriendo hacerlo con otro, la que ha envenenado a Valentina?

—Sí.

—¿Entonces va a sucumbir? —preguntó d’Avrigny, fijando en Noirtier una profunda mirada y esperando el efecto que producirían en él estas palabras.

—¡No! —respondió con un aire de triunfo que hubiese bastado a desbaratar las conjeturas del más hábil adivino.

—¿Esperáis? —dijo sorprendido d’Avrigny.

—Sí.

—¿Qué es lo que esperáis?

El anciano dio a entender con los ojos que no podía responder.

—¡Ah!, sí; es verdad —dijo d’Avrigny, y volviéndose a Noirtier, dijo—; ¿Esperáis que el asesino se cansará?

—No.

—¿Esperáis que el veneno resulte ineficaz para Valentina?

—Sí.

—No creo enseñaros nada de nuevo, si os digo que han tratado de envenenarla, ¿verdad? —añadió d’Avrigny.

El anciano le hizo seña de que no le quedaba duda de ello.

—¿Cómo esperáis entonces que Valentina se libre de la muerte?

Noirtier mantuvo los ojos obstinadamente fijos en el mismo sitio. D’Avrigny siguió la dirección de los ojos del anciano, y vio que se dirigían a una botella que contenía la poción que tomaba todas las mañanas.

¡Ah!, ¡ah! —dijo d’Avrigny iluminado por aquella señal—, ¿habéis tenido la idea…? Noirtier no le permitió acabar la frase.

—Sí —expresó con la mirada.

—De precaverla contra el veneno.

—Sí.

—¿Acostumbrándola paulatinamente?

—Sí, sí, sí —hizo Noirtier con los ojos, encantado de que le comprendiesen.

—En efecto, ¿me habéis oído decir que entraba en la composición de las pociones que os daba?

—Sí.

—Y acostumbrándola a ese veneno, ¿habéis querido neutralizar los efectos de otro semejante?

La misma alegría del triunfo se dejó ver en el semblante de Noirtier.

—Y lo habéis conseguido —dijo el doctor—; sin esa precaución, Valentina moriría hoy, sin remedio. El ataque ha sido terrible, pero al menos de este golpe Valentina no morirá.

Una alegría sobrenatural brillaba en los ojos del anciano, levantados al cielo con una indecible expresión de reconocimiento.

En aquel momento entró Villefort.

D’Avrigny tomó la botella, vertió algunas gotas del contenido en su mano, y las bebió.

—Bien, subamos al cuarto de Valentina —dijo—; daré mis instrucciones a todo el mundo, y cuidad vos mismo, señor de Villefort, de que nadie se aparte de ellas.

En el instante en que d’Avrigny entraba en el cuarto de Valentina acompañado de Villefort, un sacerdote italiano, con su aire severo, palabras dulces y tranquilas, alquilaba para habitarla la casa inmediata a la de Villefort.

Ignorábase en virtud de qué transacción se mudaron a las dos horas los tres inquilinos que la ocupaban, pero se dijo en el barrio que la casa no estaba segura y amenazaba ruina, lo cual no fue obstáculo para que el nuevo arrendatario se estableciese en ella la misma noche con sus modestos muebles.

El arrendamiento fue por tres, seis o nueve años, que según la costumbre establecida por los propietarios, pagó seis meses adelantados el nuevo arrendatario, que se llamaba Giaccomo Busoni.

En seguida llamaron a unos obreros, y en la misma noche los que se acostaron tarde vieron a los carpinteros empezando las reparaciones necesarias.

Capítulo
XVI
Padre e hija

Y
a vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar oficialmente a la de Villefort el próximo enlace matrimonial de Eugenia con Cavalcanti.

Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión tomada por todos los interesados, había sido precedido de una escena de la que vamos a dar cuenta a nuestros lectores.

Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana misma de aquel día de grandes desastres, al hermoso salón dorado que ya conocemos y que era el orgullo de su propietario, el barón Danglars.

En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el banquero, pensativo y visiblemente inquieto, mirando a todas las puertas y deteniéndose al menor ruido; apurada ya la paciencia, llamó a un criado.

—Esteban —le dijo—, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la espere en el salón y cuál es la causa de su tardanza.

Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.

Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una entrevista, para lo cual había señalado el salón dorado. La singularidad de aquel paso y su carácter oficial sobre todo habían sorprendido al banquero, que desde luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.

Esteban volvió de cumplir su encargo.

—La doncella de la señorita —dijo— me ha encargado diga al señor que la señorita está en el tocador y no tardará en venir.

Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho. Para con el mundo y aun con sus criados, Danglars afectaba ser el buen hombre y el padre débil; era un papel que representaba en la comedia de su popularidad, una fisonomía que había adoptado por conveniencia.

Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil desaparecía, para dar lugar al marido brutal y al padre absoluto.

—¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice —murmuraba Danglars—, no viene a mi despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?

Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se abrió la puerta y apareció Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase de ir a sentarse en una butaca del teatro Italiano.

—Y bien, Eugenia, ¿qué hay? —dijo el padre—, ¿y por qué esta entrevista en el salón cuando podríamos hablar en mi despacho?

—Tenéis razón, señor —respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que podía sentarse—, y acabáis de hacerme dos preguntas, que resumen toda la conversación que vamos a tener; voy a contestar a las dos, y contra la costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón a fin de evitar las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un banquero: aquellos libros de caja, por dorados que sean; aquellos cajones cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que vienen, ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, España, las Indias, la China y el Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le hacen olvidar que hay en el mundo un interés mayor y más sagrado que la posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón que veis tan alegre, con sus magníficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y toda clase de paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones externas; tal vez me equivoque con respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería artista si no tuviese ilusiones.

—Muy bien —respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con una imperturbable sangre fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí mismo, como todo hombre lleno de pensamientos serios, y buscando el hilo de su propia idea en la de su interlocutor.

—Ahí tenéis explicado el segundo punto —dijo Eugenia sin turbarse y con aquella serenidad masculina que la caracterizaba—, me parece que estáis satisfecho con esta explicación. Ahora volvamos al primer punto: me preguntáis por qué os he pedido esta audiencia: os lo diré en dos palabras. No quiero casarme con el conde Cavalcanti.

Danglars dio un respingo en el sillón y levantó los ojos y los brazos al cielo.

—¡Oh! ¡Dios mío! Sí, señor —continuó Eugenia con la misma calma—, os admiráis, bien lo veo, porque desde que se planeó este asunto no he manifestado la más pequeña oposición, porque estaba determinada, al llegar la hora, a oponer francamente a las personas que no me han consultado y a las cosas que me desagradan una voluntad firme y absoluta. Esta vez la tranquilidad, la posibilidad, como dicen los filósofos, tenía otro origen; hija sumisa y obediente… —y una ligera sonrisa asomó a los sonrosados labios de la joven—, quería acostumbrarme a la obediencia.

—¿Y bien? —preguntó Danglars.

—Lo he intentado con todas mis fuerzas —respondió Eugenia—, y ahora que ha llegado el momento, a pesar de los esfuerzos que he hecho sobre mí misma, me siento incapaz de obedecer.

—Pero, en fin —dijo Danglars, que con un talento mediocre parecía abrumado bajo el peso de aquella implacable lógica, cuya calma reflejaba tanta premeditación y firmeza de voluntad—, ¿la razón de vuestra negativa, Eugenia?

—La razón —replicó la joven— no es que ese hombre sea más feo, tonto o desagradable que otro cualquiera, no. El señor conde Cavalcanti puede pasar entre los que miran a los hombres por la cara y el talle por un buen modelo. No es porque mi corazón esté menos interesado por ése que por otro. Ese sería motivo digno de una chiquilla, que considero como indigno de mí. No amo a nadie, lo sabéis, ¿no es cierto? No veo por qué sin una necesidad absoluta iré a obstaculizar mi vida con un compañero eterno. ¿No dice el sabio: nada de más, y en otra parte: Llevadlo todo con vos mismo? Me enseñaron estos dos aforismos en latín y en griego, el uno creo es de Fedro y el otro de Bias. Pues bien, mi querido padre, en el naufragio de la vida, porque no es otra cosa el naufragio eterno de nuestras esperanzas, arrojo al mar el bajel inútil, me quedo con mi voluntad, dispuesta a vivir perfectamente sola, y por lo tanto, completamente libre.

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