El Conde de Montecristo (151 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Desgraciada! —dijo Danglars palideciendo, porque conocía por experiencia la fuerza del obstáculo que encontraba.

—¿Desgraciada decís, señor? —repitió Eugenia—, al contrario, y la exclamación me parece teatral y afectada. Más bien dichosa, porque os pregunto, ¿qué me falta? El mundo me encuentra bella, y esto basta para que me acoja favorablemente; me gusta que me reciban bien, eso hace tomar cierta expansión a las fisonomías, y los que me rodean me parecen entonces menos feos. Tengo algo de talento y cierta sensibilidad relativa, que me permite aproveche lo que considero bueno de la existencia general, para hacerlo entrar en la mía como el mono cuando rompe una nuez para sacar lo que contiene. Soy rica, porque poseéis una de las mayores fortunas de Francia, y soy vuestra única hija, y no sois tenaz hasta el punto en que lo son los padres de la Puerta de San Martín y de la Gaité, que desheredan a sus hijas porque no quieren darles nietos. Además, la previsora ley os ha quitado el derecho de desheredarme, al menos del todo, como os ha arrebatado la facultad de obligarme a casarme con éste o con el otro. Así, pues, bella, espiritual, dotada de algún talento, como dicen en las óperas cómicas, y rica, siendo esto la dicha, ¿por qué me llamáis desgraciada, señor?

Viendo Danglars a su hija risueña y altanera hasta la insolencia, no pudo contener un movimiento de brutalidad, que se manifestó con un grito, pero fue el único. Bajo el poder de la inquisitiva mirada de su hija, y ante sus hermosas cejas negras un poco fruncidas, se volvió con prudencia y se calmó, domado por la mano de hierro de la circunspección.

—En efecto, hija mía, sois todo lo que acabáis de decir excepto una cosa; no quiero deciros bruscamente cuál, prefiero que la adivinéis.

Eugenia miró a su padre, sorprendida de que quisiese quitarle una flor de las de la corona de orgullo que acababa de poner sobre su cabeza.

—Hija mía —continuó el banquero—, me habéis explicado muy bien cuáles son los sentimientos que presiden a las descripciones de una joven como vos, cuando ha decidido que no se casará. Ahora voy a deciros los motivos que tiene un padre como yo para decidir que su hija se case.

Eugenia se inclinó, no como hija sumisa, sino como adversario dispuesto a discutir y que se mantiene a la expectativa.

—Hija mía —continuó Danglars—, cuando un padre pide a su hija que se case, siempre tiene alguna razón para desear su matrimonio. Los unos tienen la manía que decíais ha un momento, verse renacer en sus nietos. Empezaré por deciros que no tengo esa debilidad, los goces de familia me son casi indiferentes. Puedo confesarlo así a una hija bastante filósofa para comprender esta indiferencia, sin reprocharme por ello como si se tratara de un crimen.

—Sea en buena hora —dijo Eugenia—, hablemos francamente, así me gusta.

—¡Oh!, veis que sin participar en tesis general de vuestra simpatía por la franqueza, me someto a ella como creo que las circunstancias lo requieren. Proseguiré, entonces. Os he propuesto un marido, no por vos, porque en verdad era lo que menos pensaba en aquel momento. Amáis la franqueza, pues ya veis. Os lo propuse, porque tengo necesidad de que toméis ese esposo, lo más pronto posible, para ciertas combinaciones comercia les que pienso efectuar en estos momentos.

Eugenia hizo un movimiento.

—Como os lo digo, hija mía, y no debéis tomarlo a mal, porque vos misma me obligáis a ello. Es bien a pesar mío que entro en estas explicaciones aritméticas con una artista como vos, que teme penetrar en el despacho de un banquero, por no recibir impresiones desagradables o antipoéticas; pero en aquel despacho de banquero donde entrasteis anteayer para pedirme los mil francos que os entrego mensualmente para vuestros caprichos, sabed, mi querida, que se aprenden muchas cosas útiles, hasta las jóvenes que no quieren casarse. Se aprende, por ejemplo, y os lo diré en este salón por miedo de vuestros nervios, se aprende que el crédito de un banquero es su vida moral y física; que ese crédito sostiene al hombre como el alma anima al cuerpo, y el señor de Montecristo me hizo ayer un discurso que no olvidaré jamás. Se aprende que, a medida que el crédito se retira, el cuerpo llega a ser un cadáver, y eso le sucederá dentro de poco al banquero que se precia de ser padre de una hija de tan buena lógica.

Eugenia alzó la cabeza con orgullo.

—¡Arruinado! —dijo.

—Vos decís la expresión exacta —dijo Danglars metiendo la mano por entre el chaleco, conservando, sin embargo, en su ruda fisonomía la sonrisa de un hombre sin corazón, pero que no carecía de talento—. Arruinado; sí, eso es.

—¡Ah! —dijo Eugenia.

—Sí, arruinado; y bien: he aquí conocido ese secreto lleno de horror, como dice el poeta trágico. Ahora escuchad cómo esta desgracia puede no ser tan grande, no diré para mí, sino para vos.

—¡Oh! —repuso Eugenia—, sois muy mal fisonomista, si os figuráis que siento por mí el desastre que acabáis de contarme. Arruinada yo, ¿y qué me importa? ¿No me queda mí talento? ¿No puedo, como la Pasta, la Malibrán y la Grisi, adquirir lo que vos jamás podríais darme, fuese cual fuese vuestra fortuna? Ciento o ciento cincuenta mil libras de renta, que deberé únicamente a mis propios esfuerzos, y que en lugar de llegar a mis manos como esos miserables doce mil francos que me dais, reprochándome mi prodigalidad, llegarán acompañados de aclamaciones, aplausos y flores. Y aun cuando no tuviese ese talento, del que dudáis, según vuestra sonrisa, ¿no me quedará aún ese furioso amor de independencia, que vale para mí más que todas las riquezas, y que domina en mí hasta el instinto de conservación? No, no lo siento por mí; sabré siempre salir del paso; mis libros, mis pinceles y mi piano, cosas que no cuestan caras, y que podré comprar siempre, me bastan. Pensaréis quizá que me aflijo por la señora Danglars: desengañaos; o estoy muy equivocada, o mi madre ha tornado sus precauciones contra el desastre que os amenaza y que pasará sin alcanzarle; se ha puesto al abrigo, y sus cuidados no le han impedido el pensar seriamente en su fortuna; a mí me ha dejado toda mi independencia, bajo el pretexto de mi amor a la libertad; muchas cosas he visto desde que era niña, y todas las he comprendido; la desgracia no hará en mí más impresión que la que merece; desde que nací no he conocido que me amase nadie, y así a nadie amo; he aquí mi profesión de fe.

—Conque, entonces, señorita, ¿os empeñáis en querer consumar mi ruina? —dijo Danglars, pálido de una cólera, que no provenía de la autoridad paterna ofendida.

—¿Consumar vuestra ruina? ¿Yo…? —dijo Eugenia—, no lo entiendo.

—Tanto mejor; eso me da alguna esperanza. Escuchad.

—Os escucho —dijo Eugenia, mirando tan fijamente a su padre, que fue necesario que éste hiciese un esfuerzo para no bajar los ojos ante la poderosa mirada de la joven.

—El señor de Cavalcanti se casa con vos, y al casarse os trae tres millones que coloca en mi banco.

—¡Ah!, muy bien —dijo Eugenia con olímpico desdén, jugando con sus dedos, y alisando uno contra otro sus guantes.

—¿Pensáis que os haré un mal si tomo esos tres millones? No; están destinados a producir más de diez; he obtenido con otro banquero, un compañero y amigo, la concesión de un ferrocarril, única industria cuyos resultados son fabulosos hoy día; dentro de ocho días debo depositar cuatro millones, y, os lo repito, me producirán diez o doce.

—Pero durante la visita que os hice anteayer, y de la que tenéis la bondad de acordaros —dijo Eugenia—, os vi poner en caja cinco millones y medio en dos bonos del Tesoro; y por cierto, os admirabais de que no me llamase la atención un papel que tanto valía.

—Sí, pero esos cinco millones y medio no son míos únicamente, y sí una prueba de confianza que se tiene en mí; mi título de banquero popular me ha valido la de los hospitales, y a ellos pertenecen los cinco millones y medio; en otro tiempo no hubiera titubeado en emplearlos, pero hoy se saben las grandes pérdidas que he sufrido; y, como os he dicho, el crédito empieza a alejarse de mí. De un momento a otro puede la administración reclamar este depósito, y si lo he empleado, me veo en el caso de hacer una bancarrota vergonzosa. Yo desprecio las bancarrotas, creedlo; pero no las que enriquecen, sino las que arruinan. Si os casáis con Cavalcanti y tomo los tres millones de dote, o si al menos se cree que voy a tomarlos, mi crédito se restablecerá, y mi fortuna, que desde hace uno o dos meses se hunde en un abismo abierto bajo mis pies, por una fatalidad inconcebible, vuelve a consolidarse. ¿Me entendéis?

—Perfectamente: ¿me empeñáis por tres millones?

—Cuanto mayor sea la suma, más lisonjero debe ser ello para vos, pues da una idea de vuestro valor.

—Gracias. Una palabra aún: ¿me prometéis serviros de la dote que debe llevar Cavalcanti, pero sin tocar a la cantidad? No lo hago por egoísmo, sino por delicadeza. Os ayudaré a reedificar vuestra fortuna, pero no quiero ser cómplice en la ruina de otros.

—Pero si os digo que esos tres millones…

—¿Creéis salir adelante sólo con el crédito, y sin tocar a esos tres millones?

—Así lo espero, pero con la condición de que el matrimonio habrá de consolidar mi crédito.

—¿Podéis pagar a Cavalcanti los quinientos mil francos que me dais por mi dote?

—Al volver de la municipalidad los tomará.

—Bien.

—¿Qué queréis decir con ese «bien»?

—Que al pedirme mi firma me dejáis dueña absoluta de mi persona. ¿No es eso?

—Exacto.

—Entonces,
bien
, como os decía, estoy pronta a casarme con Cavalcanti.

—¿Pero cuáles son vuestros proyectos?

—¡Ah!, es mi secreto: ¿cómo podría mantenerme en superioridad sobre vos si conociendo el vuestro os revelase el mío?

Danglars se mordió los labios.

—Así, pues —dijo—, haced las visitas oficiales que son absolutamente indispensables: ¿Estáis dispuesta?

—Sí.

—Ahora me toca deciros: ¡Bien!

Y Danglars tomó la mano de su hija, que apretó entre las suyas; pero ni el padre osó decir «gracias, hija mía», ni la hija tuvo una sonrisa para su padre.

—¿La entrevista ha terminado? —preguntó Eugenia levantándose.

Danglars indicó con la cabeza que no tenía más que decir.

Cinco minutos después el piano sonaba bajo los dedos de la señorita de Armilly, y Eugenia entonaba «La maldición de Brabancio a Desdémona».

Al final entró Esteban, y anunció que los caballos estaban enganchados y la baronesa esperaba.

Hemos visto a las dos ir a casa de Villefort, de donde salieron a proseguir sus visitas.

Capítulo
XVII
El contrato

T
res días después de la escena que acabamos de referir, es decir, hacia las cinco de la tarde del día fijado para firmar el contrato de la señorita Eugenia Danglars y el conde Cavalcanti, que el banquero se empeñaba en llamar príncipe, una fresca brisa hacía mover las hojas de los árboles del jardín que daba acceso a la casa del conde de Montecristo, y cuando éste se disponía a salir, y sus caballos le esperaban piafando, refrenados por el cochero, sentado hacía ya un cuarto de hora en su sitio, el elegante faetón, que ya conocen nuestros lectores, arrojó, más bien que dejó bajar, al conde de Cavalcanti, tan dorado y pagado de sí mismo como si fuese a casarse con una princesa.

Preguntó por la salud del conde con aquella franqueza que le era habitual, y subiendo en seguida al primer piso, se encontró con él al fin de la escalera.

Al ver al joven, se detuvo Montecristo, pero Cavalcanti estaba llamando, y ya nada le detenía.

—¡Eh!, buenos días, mi querido señor de Montecristo —dijo al conde.

—¡Ah! —exclamó éste con su voz medio burlona—, señor mío, ¿cómo estáis?

—Perfectamente, ya lo veis: vengo a hablaros de mil cosas; pero, ante todo, ¿salíais o entrabais?

—Salía.

—Entonces, para no deteneros subiré en vuestro carruaje, y Tom nos seguirá conduciendo el mío.

—No —dijo con una leve sonrisa de desprecio el conde, a quien no gustaba sin duda que el joven le acompañara—, no; prefiero daros audiencia aquí: se habla mejor en un cuarto, y no hay cochero que sorprenda vuestras palabras.

El conde entró en uno de los salones del primer piso, se sentó y, cruzando sus piernas, hizo señas a Cavalcanti para que acercase un sillón. El joven asumió un aire risueño.

—¿Sabéis, querido conde —dijo—, que la ceremonia se celebra esta noche? A las nueve se firma el contrato en casa del futuro suegro.

—¡Ah! ¿De veras? —dijo Montecristo.

—¡Cómo! ¿No lo sabíais, no os ha prevenido el señor Danglars?

—Sí; recibí ayer una carta, pero me parece que no indica la hora.

—Es posible que se le haya olvidado.

—Y bien —dijo el conde—, ya sois dichoso, señor Cavalcanti; es una de las mejores alianzas, y además, la señorita de Danglars es bonita.

—Sí —respondió Cavalcanti con modestia.

—Y, sobre todo, es muy rica; al menos, según creo.

—¡Muy rica! ¿Vos lo creéis? —repitió el joven.

—Sin duda; se dice que el señor Danglars oculta por lo menos la mitad de su fortuna.

—Y confiesa que posee de quince a veinte millones —dijo Cavalcanti, en cuyos ojos brillaba la alegría.

—Sin contar —añadió Montecristo— que está en vísperas de entrar en una negociación, ya muy usada en los Estados Unidos y en Inglaterra, pero que en Francia es completamente nueva.

—Sí, sí; sé de lo que queréis hablar, del camino de hierro, cuya adjudicación acaba de obtener, ¿no es eso?

—Exacto. Ganará en ella por lo menos diez millones.

—¡Diez millones!, es magnífico —decía Cavalcanti, a quien embriagaban las doradas palabras del conde.

—Aparte de que toda esa fortuna será vuestra un día, y que es justo, pues la señorita de Danglars es hija única: vuestra fortuna, al menos vuestro padre me lo ha dicho, es casi igual a la de vuestra futura; pero dejemos por un momento las cuestiones de dinero; ¿sabéis, señor Cavalcanti, que habéis conducido admirablemente este asunto?

—Sí, no muy mal —respondió el joven—; yo había nacido para ser diplomático.

—Pues bien, entraréis en la diplomacia. Ya sabéis que no es cosa que se aprenda, es instintiva… ¿Tenéis interesado el corazón?

—En verdad, lo temo —respondió el joven con tono teatral.

—¿Y os ama?

—Preciso es que me ame un poco cuando se casa; sin embargo, no olvidemos una cosa esencial.

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