—¿Cuál?
—Que me han ayudado eficazmente en ese asunto.
—¡Bah!
—De veras lo digo.
—¿Las circunstancias?
—No; vos mismo.
—¡Yo! Dejadme en paz, príncipe —dijo Montecristo recalcando singularmente el título—. ¿Qué he hecho yo por vos? ¿Vuestro nombre y vuestra posición social no bastan?
—No —dijo el joven—; no, y por más que digáis, señor conde, yo sostendré que la posición de un hombre como vos ha hecho más que mi nombre, mi posición social y mi mérito.
—Os equivocáis —dijo con frialdad Montecristo, que conocía la perfidia del joven, y adónde iban a parar sus palabras— mi protección la habéis adquirido merced al nombre de la influencia y fortuna de vuestro padre; jamás os había visto, ni a vos ni a él, y mis dos buenos amigos, lord Wilmore y el abate Busoni, fueron los que me procuraron vuestro conocimiento, que me ha animado, no a serviros de garantía, pero sí a patrocinaros, y el nombre de vuestro padre, tan conocido y respetado en Italia; por lo demás, yo personalmente no os conozco.
Aquella calma, aquella libertad tan completa, hicieron comprender a Cavalcanti que estaba cogido por una mano fuerte y no era fácil quebrar el lazo.
—¿Pero mi padre es dueño en realidad de esa gran fortuna, señor conde?
—Así parece —respondió Montecristo.
—¿Sabéis si ha llegado la dote que me ha prometido?
—He recibido carta de aviso.
—¿Pero los tres millones?
—Los tres millones están en camino, con toda probabilidad.
—¿Pero los recibiré efectivamente?
—Me parece que hasta el presente el dinero no os ha faltado.
Cavalcanti se sorprendió tanto que permaneció un momento pensativo; luego dijo:
—Me falta solamente pediros una cosa, y ésa la comprenderéis aun cuando deba no seros agradable.
—Hablad —dijo Montecristo.
—Gracias a mi posición, estoy en relaciones con muchas personas de distinción, y en la actualidad tengo una porción de amigos; pero al casarme, como lo hago ante toda la sociedad parisiense, debo ser sostenido por un hombre ilustre, y a falta de mi padre, una mano poderosa debe conducirme al altar; mi padre no vendrá a París, ¿verdad?
—Es viejo, está cubierto de llagas, y sufre una agonía en un viaje.
—Lo comprendo; y ¡bien!, vengo a pediros una cosa.
—¿A mí?
—Sí, a vos.
—¿Y cuál? ¡Dios mío!
—Que le sustituyáis.
—¡Ah!, mi querido joven; ¿después de las muchas conversaciones que he tenido la dicha de tener con vos, me conocéis tan mal que me pedís semejante cosa? Decidme que os preste medio millón, y aunque sea un préstamo raro, os lo daré. Sabed, y me parece que ya os lo he dicho, que el conde de Montecristo no ha dejado de tener jamás escrúpulos; mejor, las supersticiones de un hombre de Oriente en todas las cosas de este mundo; ahora bien, yo que tengo un serrallo en El Cairo, otro en Constantinopla y otro en Esmirna, ¿que presida un matrimonio?; eso no, jamás.
—¿De modo que rehusáis?
—Claro, y aunque fueseis mi hijo, aunque fueseis mi hermano, rehusaría lo mismo.
—¡Ah! ¡Dios mío! —dijo Cavalcanti desorientado—, ¿cómo haré entonces?
—Tenéis cien amigos, vos mismo lo habéis dicho.
—Sí; pero el que me presentó en casa de Danglars, fuisteis vos.
Nada de eso; rectifiquemos los hechos: os hice comer en mi casa un día en que él comió también en Auteuil, y después os presentasteis solo; es muy diferente.
—Sí; pero habéis contribuido a mi bolo.
—¡Yo!, en nada, creedlo, y acordaos de lo que os respondí cuando vinisteis a rogarme que pidiese a la joven para vos; jamás contribuyo a ningún matrimonio; es un principio del que nunca me aparto.
Cavalcanti se mordió los labios.
—Pero, al fin —dijo—, ¿estaréis presente al menos?
—¿Todo París estará?
—Desde luego.
—Pues estaré como todo París —dijo el conde.
—¿Firmaréis el contrato?
—No veo ningún inconveniente; no llegan a tanto mis escrúpulos.
—En fin, puesto que no queréis concecerme más, preciso me será contentarme; pero una palabra aún, conde.
—¿Qué más?
—Un consejo.
—Cuidado, un consejo es más que un favor.
—¡Oh!, éste podéis dármelo sin comprometeros.
—Decid.
—¿El dote de mi mujer es de quinientos mil francos?
—Eso es lo que me dijo el propio Danglars.
—¿Debo recibirlo o dejarlo en las manos del notario?
—Os diré lo que sucede generalmente cuando esas cosas se hacen con delicadeza. Los dos notarios quedan citados el día del contrato para el siguiente; en él cambian los dotes y se entregan mutuamente recibo; después de celebrado el matrimonio los ponen a vuestra disposición, como jefe de la comunidad.
—Es que yo —dijo el joven con cierta inquietud mal disimulada he oído decir a mi suegro que tenía intención de colocar nuestros fondos en ese famoso negocio del camino de hierro de que me hablabais hace poco.
—Y bien —repuso el conde—, según asegura todo el mundo, es un medio de que vuestros capitales se tripliquen en un año. El barón Danglars es buen padre y sabe contar.
—Vamos, pues, todo va bien, excepto vuestra negativa, que me parte el corazón.
—Atribuidla solamente a mis escrúpulos, muy naturales en estas circunstancias.
—Vaya —dijo Cavalcanti—, de todos modos, sea como queréis: hasta esta noche a las nueve.
—Hasta luego.
Y a pesar de una ligera resistencia de Montecristo, cuyos labios palidecieron, pero que conservó su sonrisa, el joven cogió una de sus manos, la apretó, montó en su faetón y desapareció.
Las cuatro o cinco horas que faltaban hasta las nueve, las dedicó Cavalcanti a visitar a sus numerosos amigos, invitándolos a que se hallasen presentes a la ceremonia, y tratando de deslumbrarles con la promesa de acciones, que volvieron locos después a tantos, y cuya iniciativa pertenecía a Danglars.
En efecto, a las ocho y media de la noche, el gran salón de Danglars, las galerías y tres salones más estaban llenos de una multitud perfumada, a la que no atraía la simpatía, sino la irresistible necesidad de la novedad.
No hace falta decir que los salones resplandecían con la claridad de mil bujías y dejaban ver aquel lujo de mal gusto que sólo tenía en su favor la riqueza.
Eugenia Danglars estaba vestida con la sencillez más elegante: un vestido de seda blanco, una rosa blanca medio perdida entre sus cabellos más negros que el ébano, componían todo su adorno, sin que la más pequeña joya hubiese tenido entrada en él. En sus ojos un mentís dado a cuanto podía tener de virginal y sencillo aquel cándido vestido.
La señora de Danglars, a treinta pasos de su hija, hablaba con Debray, Beauchamp y Château-Renaud. Debray había vuelto a entrar en la casa para aquella solemnidad, pero como otro cualquiera y sin ningún privilegio especial.
Cavalcanti, del brazo de uno de los más elegantes dandys de la Ópera, le explicaba impertinentemente, en atención a que era necesario ser bien atrevido para hacerlo, sus futuros proyectos y el progreso de lujo que pensaba hacer con sus ciento setenta y cinco mil libras de renta.
La multitud se movía en aquellos salones como un flujo y reflujo de turquesas, rubíes y esmeraldas; como sucede siempre, las más viejas eran las más adornadas, y las más feas las que se exhibían con más obstinación. Si había algún blanco lirio o alguna rosa suave y perfumada, era preciso buscarlas en un rincón apartado, custodiadas por una vigilante madre o tía.
A cada instante, en medio de un tumulto y risas se oía la voz de un servidor, que anunciaba un nombre conocido en la Hacienda, respetado en el Ejército o ilustre en las Letras: veíase entonces un ligero movimiento en los grupos; pero para uno que fijase la atención, cuántos pasaban inadvertidos o burlados.
En el momento en que la aguja del macizo reloj de bronce, que representaba a Endimión dormido, señalaba las nueve, y la campana daba aquella hora, el nombre del conde de Montecristo resonó también, y como impelida por un rayo eléctrico, toda la concurrencia se volvió hacia la puerta.
El conde venía vestido de negro, con su sencillez habitual; su chaleco blanco destacaba perfectamente las formas de su hermoso y noble pecho, su corbata negra hacía resaltar la palidez de su rostro; llevaba sobre el chaleco una cadena de oro sumamente fina.
Formóse inmediatamente un círculo alrededor de la puerta. De una ojeada divisó el conde a la señora de Danglars en un lado del salón, a Danglars en el opuesto, y delante de él a Eugenia.
Acercóse a la baronesa, que hablaba con la señora de Villefort, que había venido sola, porque Valentina aún no se hallaba restablecida; y sin variar de camino, porque todos le abrían paso, se dirigió de la baronesa a Eugenia, a quien cumplimentó en términos tan rápidos y reservados, que llamaron la atención de la orgullosa artista. Encontrábase a su lado Luisa de Armilly, que dio gracias al conde por las cartas de recomendación que había tenido la bondad de darle para Italia, y de las que pensaba muy pronto hacer uso. Al separarse de aquellas señoras, se encontró con Danglars, que se había acercado para darle la mano.
Cumplidos aquellos tres deberes de sociedad, se detuvo Montecristo, paseando a su alrededor aquella mirada propia de la gente del gran mundo y que parece decir a los demás: he hecho lo que debía; ahora, que los demás hagan lo que deben.
Cavalcanti, que se hallaba en un salón contiguo, oyó el murmullo que la presencia de Montecristo había suscitado, y vino a saludar al conde. Hallóle rodeado por la muchedumbre, que se disputaba sus palabras, como sucede siempre con aquellos que hablan poco y jamás dicen una palabra en vano.
En aquel momento entraron los notarios, y fueron a situarse junto a la dorada mesa cubierta de terciopelo, preparada para firmar el contrato. Sentóse uno de ellos y permaneció el otro a su lado en pie.
Iban a leer el contrato que la mitad de París presente a aquella solemnidad debía firmar: colocáronse todos; las señoras formaron círculo alrededor de la mesa, mientras los hombres, más indiferentes al
estilo enérgico
, como dice Boileau, hacían sus comentarios sobre la agitación febril de Cavalcanti, la atención de Danglars, la impasibilidad de Eugenia, y la manera frívola y alegre con que la baronesa trataba aquel importante asunto.
Leyóse el contrato en medio del silencio más profundo, pero concluida la lectura empezó de nuevo el murmullo, doble de lo que antes era: aquellas inmensas sumas, aquellos millones, que venían a completar los regalos de la esposa y las joyas exhibidas en una sala destinada a aquel objeto, habían doblado la hermosura de Eugenia a los ojos de los jóvenes, y el sol se oscurecía entonces ante ella.
Las mujeres, codiciando aquellos millones, consideraban, con todo, que no tenían necesidad de ellos para ser bellas.
Cavalcanti, rodeado de sus amigos, agasajado, adulado, empezaba a creer en la realidad del sueño que se había forjado: poco le faltaba para perder el juicio.
El notario tomó solemnemente la pluma, se levantó y dijo:
—Señores, va a firmarse el contrato.
El barón debía firmar el primero, en seguida el apoderado del señor Cavalcanti padre, la baronesa, los futuros esposos, como se dice en ese lenguaje que es corriente en el papel sellado.
El barón tomó la pluma y firmó. En seguida lo hizo el apoderado de Cavalcanti padre.
La baronesa se asió del brazo de la señora de Villefort.
—Amigo mío —dijo tomando la pluma—, ¿no es algo muy triste que un incidente imprevisto ocurrido en la causa de asesinato y robo de que faltó poco fuese víctima el señor de Montecristo, nos prive del placer de ver al señor de Villefort?
—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Danglars, de un modo que equivalía a decir: «me es absolutamente indiferente».
—Tengo motivos —dijo Montecristo acercándose— para temer que soy la causa involuntaria de esta ausencia.
—¡Cómo! ¿Vos, conde? —dijo la señora Danglars firmando—, cuidado, que si es así no os perdonaré.
Cavalcanti tenía el oído listo y atento.
—No será mía la culpa —dijo el conde—, y por esto quiero manifestarla.
Escuchaban ávidamente a Montecristo, cuyos labios raras veces se desplegaban.
—¿Recordáis —dijo el conde en medio del más profundo silencio— que el desgraciado que había venido a robarme y murió en mi casa fue asesinado al salir de ella por su cómplice, según creo?
—Sí —dijo Danglars.
—Pues bien, al querer auxiliarle, le desnudaron y arrojaron sus vestidos no sé dónde; la justicia los recogió; pero al tomar la chaqueta y el pantalón, olvidó el chaleco.
Cavalcanti palideció visiblemente; veía formarse una nube en el horizonte, le parecía que la tempestad que en ella se escondía iba a descargar sobre él.
—Pues bien, aquel chaleco se ha encontrado hoy, todo lleno de sangre y agujereado en el lado del corazón.
Las señoras dieron un grito; dos o tres se dispusieron a desmayarse.
—Me lo trajeron, nadie podía adivinar de dónde provenía aquel harapo; solamente yo pensé que sería probablemente el chaleco de la víctima. Dé repente, registrando mi camarero con repugnancia y precaución aquella fúnebre reliquia, encontró un papel en el bolsillo y lo sacó; era una carta dirigida a vos, barón.
—¿A mí? —dijo Danglars.
—¡Oh!, a vos; llegué a leer vuestro nombre, a pesar de las manchas de sangre que tenía el papel —respondió Montecristo, en medio de la general sorpresa.
—Pero —preguntó la señora Danglars mirando a su marido—, cómo impide eso al señor de Villefort…
—Es muy sencillo, señora —respondió Montecristo—; el chaleco y la carta constituyen lo que se llama piezas de convicción, y los he enviado al procurador del rey. Bien conocéis, mi querido barón, que en materias criminales, las vías legales son las seguras. Quizá sería alguna trama urdida contra vos.
Cavalcanti miró fijamente a Montecristo y pasó al segundo salón.
—Es posible —dijo Danglars—; ¿el hombre asesinado, no era un antiguo presidiario?
—Sí —respondió el conde—, un antiguo presidiario llamado Caderousse.
Danglars palideció levemente. Cavalcanti salió del segundo salón, y fue a la antecámara.
—Pero firmad, firmad —dijo Montecristo—. Veo que mis palabras han conmovido a todo el mundo; os pido perdón, señora baronesa, y a vos, señorita Danglars.