Al poco rato, oyó la voz del cochero y el ruido del pesado carruaje; entró en su cuarto para mirar por última vez cuanto más había amado en el mundo, pero el coche salió sin que la cabeza de Mercedes o la de Alberto se asomasen a la portezuela para dar la última mirada al padre, al esposo abandonado, para otorgarle el perdón.
En el momento en que pasaron las ruedas por la puerta, y el ruido del coche resonó en la calle, se oyó un tiro: una espesa humareda salió por uno de los cristales del dormitorio del conde, que se rompió por efecto de la explosión.
E
l lector habrá adivinado seguramente dónde tenía Morrel quehacer y en dónde le esperaban; así es que al dejar a Montecristo se encaminó lentamente a casa de Villefort.
Cuando decimos lentamente es porque Morrel tenía media hora aún para andar quinientos pasos, y sin embargo, se había separado de Montecristo para poder pensar con libertad.
Bien sabía a la hora que podía hallar a Valentina, que era cuando ésta hacía compañía al señor Noirtier, mientras éste estaba desayunando. El anciano y la joven le habían permitido viniese dos veces a la semana.
Llegó; Valentina le esperaba inquieta; casi fuera de sí, le cogió por la mano y le llevó delante de su abuelo.
Aquella inquietud extremada provenía del ruido que la aventura de Morcef había hecho en el mundo elegante; nadie dudaba que un duelo se produciría, y Valentina, con el instinto de la mujer, había adivinado que Morrel sería el testigo del conde de Montecristo; conociendo además el valor del joven y su gran amistad con el conde, temía que no se contentase con la parte pasiva que le correspondía. Cuando le vio fueron infinitas las preguntas, innumerables los detalles dados, y Morrel pudo leer una indecible alegría en los ojos de su amada, cuando supo que el lance había terminado de un modo no menos dichoso que inesperado.
—Ahora —dijo Valentina, haciendo señas a Morrel para que se sentase al lado del anciano, y colocándose ella en el taburete en que éste apoyaba sus pies— hablemos algo de nuestros asuntos. ¿Sabéis, Morrel, que mi abuelo quiso dejar esta casa para que fuésemos a vivir separados del señor Villefort?
—Sí, ciertamente, me acuerdo de aquel proyecto, y lo celebré grandemente.
—Pues bien —dijo Valentina—, celebradlo de nuevo, Maximiliano, porque hemos vuelto a pensar en ello.
—¡Bravo! —exclamó Maximiliano.
—¿Y sabéis la razón que da para salir de casa?
Noirtier miró a su hija para imponerle silencio, pero ésta no lo advirtió, porque sus ojos, sus miradas, sonrisas, todo, todo era para Morrel.
—¡Oh!, cualquiera que sea la razón que dé el señor Noirtier —dijo Morrel—, creo que ha de ser muy buena.
—Excelente: pretende que el aire del arrabal San Honoré no es bueno para mí.
—Y tiene razón, Valentina —dijo Morrel—, hace quince días que vuestra salud se ha alterado.
—Sí, un poco, es verdad —respondió Valentina—; por eso mi abuelo se ha constituido en mi médico, y como sabe de todo, tengo gran confianza en él.
—Pero, en fin, ¿es verdad que sufrís, Valentina? —preguntó vivamente Morrel.
—¡Oh, Dios mío!, no puede llamarse sufrir; experimento un malestar general, eso es todo; he perdido el apetito y me parece que mi estómago sostiene una lucha como para acostumbrarse a alguna cosa.
Noirtier no perdía una palabra de cuanto decía Valentina.
—¿Y qué método seguís para esa enfermedad desconocida?
—Es muy sencillo —dijo Valentina—, todas las mañanas tomo una cucharada de la poción que traen para mi abuelo; cuando digo una cucharada quiero decir que he empezado por una; ahora ya tomo hasta cuatro.
Valentina se sonrió, pero había algo de tristeza y sufrimiento en aquella sonrisa.
Ebrio de amor, Maximiliano la miraba en silencio; era muy hermosa, pero su palidez había aumentado, sus ojos brillaban con un fuego más ardiente que de costumbre, y sus manos, blancas como el nácar, parecían de cera que una tinta pajiza se apodera de ella con el tiempo.
El joven apartó sus ojos de Valentina y los fijó en el señor Noirtier. Este, con su extraña y profunda inteligencia, contemplaba a la joven absorta en su amor; pero al igual que Morrel, seguía la huella de un sufrimiento secreto y tan poco visible que sólo se revelaba a los ojos del padre y del amante.
—Pero —dijo Morrel—, esa poción de la que habéis llegado a tomar cuatro cucharadas, la creo preparada para el señor Noirtier.
—Sé que es muy amarga; tanto, que cuanto bebo después me parece que tiene el mismo gusto.
Noirtier miró a su nieta con ojos interrogadores.
—Sí, abuelo —dijo Valentina—, así es; hace un instante, antes de bajar a vuestro cuarto, bebí un vaso de agua con azúcar; pues bien tuve que dejar la mitad, tan amarga me pareció.
Noirtier palideció, a hizo señas de que quería hablar.
Valentina se levantó para ir a buscar el diccionario: Noirtier la seguía con la vista con una angustia indecible.
En efecto, la sangre subía a la cabeza de la joven. Sus mejillas se enrojecieron.
—Es singular —dijo—, me mareo, parece que el sol ha herido mis ojos.
Y se apoyó en la ventana.
—No hay sol —dijo Morrel, más inquieto aún por la expresiva cara de Noirtier que por la indisposición de Valentina, y corrió hacia ella.
Valentina se sonrió.
—¡Tranquilízate, abuelo mío! —dijo a Noirtier—. No os inquietéis, Maximiliano, no es nada, ya pasó; pero escuchad…, ¿no oís el ruido de un carruaje en el patio de entrada?
Abrió la puerta del cuarto de Noirtier, se asomó a la ventana del corredor y regresó precipitadamente.
—Sí —dijo—, la señora Danglars y su hija que vienen a visitarnos; adiós, me marcho, porque vendrían a buscarme aquí, o mejor dicho, hasta la vuelta; permaneced aquí, Maximiliano, os prometo no tardar.
Maximiliano la siguió con la vista, la observó mientras cerraba la puerta, y la oyó subir por la escalera que conducía al mismo tiempo al cuarto de la señora de Villefort y al suyo.
Cuando la joven hubo salido, Noirtier hizo señas a Morrel de que tomase el diccionario.
Morrel obedeció; guiado por Valentina se había acostumbrado a comprender las señas del anciano, mas como era preciso recorrer las letras del alfabeto y buscar palabra por palabra en el diccionario, sólo al cabo de diez minutos pudo traducir el pensamiento de Noirtier.
—Buscad el vaso de agua y la botella que están en el cuarto de Valentina.
Morrel tiró de la campanilla y se presentó el criado que había sustituido a Barrois, al que dio esta orden en nombre de Noirtier.
El criado volvió al instante; la botella y el vaso estaban vacíos. Noirtier hizo señal de que quería hablar.
—¿Por qué el vaso y la botella están vacíos? —preguntó—. Valentina dijo que no había bebido más que la mitad del vaso.
—No sé —respondió el criado—, pero la camarera está en el cuarto de la señorita Valentina, y ella quizá los habrá vaciado.
—Preguntadle —dijo Morrel, adivinando esta vez el pensamiento del señor Noirtier por su mirada.
El criado salió y volvió en seguida.
—La señorita Valentina ha pasado por su cuarto para ir al de la señora de Villefort —dijo—, y teniendo sed bebió lo que quedaba del vaso; la botella la vació el señorito Eduardo para hacer un estanque para sus pájaros.
Noirtier levantó los ojos al cielo, como hace el jugador que aventura a un solo golpe toda su fortuna.
A partir de aquel momento, los ojos del anciano se fijaron en la puerta y no se apartaron de aquella dirección.
Eran la señora Danglars y su hija las que vio Valentina; las hicieron pasar a la habitación de la señora de Villefort, que dijo recibiría en ella y he aquí por qué Valentina había pasado por su cuarto que comunicaba con el de Eduardo y el de la señora de Villefort.
Las dos mujeres penetraron en el salón con aquella seria frialdad que anunciaba una comunicación oficial.
Entre las personas del gran mundo, pronto se conoce y se adopta un sistema: la señora de Villefort tomó una actitud igual a la de sus visitas; Valentina se presentó en aquel momento y empezaron de nuevos los cumplidos.
—Querida amiga —dijo la baronesa, mientras las jóvenes se daban las manos—, vengo con Eugenia a anunciaros su próximo enlace con el príncipe Cavalcanti.
Danglars daba siempre a éste el título de príncipe; al banquero le parecía que sonaba mejor que el de conde.
—Permitidme, pues, que os dé mis sinceros parabienes —respondió la señora de Villefort—. El príncipe Cavalcanti parece un joven dotado de excelentes cualidades.
—Si hablamos como dos amigas —dijo sonriéndose la baronesa—, debo deciros que el príncipe no es aún lo que será: hay todavía en él algunas de aquellas rarezas que hacen que los franceses reconozcamos a primera vista al gentilhombre italiano o alemán. Parece, con todo, que tiene muy buen corazón, bastante talento, y en cuanto a lo demás, dice Danglars, que su fortuna es majestuosa: estas son sus palabras.
—Y además —añadió Eugenia, pasando las hojas del álbum de la señora de Villefort—, añadid, señora, que tenéis una inclinación particular a ese joven.
—Y —dijo la señora de Villefort— considero inútil preguntaros si participáis de esa inclinación.
—¡Yo! —respondió Eugenia con serenidad imperturbable—, ¡oh!, nada de eso, señora, mi vocación no es la de encadenarme, sujetándome a los cuidados de una casa y a los caprichos de un hombre, sea el que quiera: mi vocación es la de artista, y tengo siempre libre el corazón, mi persona y mi pensamiento.
Eugenia dijo estas palabras con un tono tan enérgico y resuelto que Valentina se sonrojó; la tímida joven no podía comprender aquella naturaleza vigorosa que parecía no participar en nada de la timidez de la mujer.
—Por lo demás —continuó—, puesto que estoy destinada al matrimonio, debo dar gracias a la Providencia, que me ha procurado los desdenes del señor Alberto de Morcef, porque sin eso me vería hoy convertida en la esposa de un hombre perdido.
—Es cierto —dijo la baronesa, con aquella extraña sencillez que se encuentra a veces en las señoras, y que el trato con personas de otra esfera no les hace perder—. A no ser por las dudas de Morcef, mi hija se casaba con Alberto; el general tenía mucho empeño en ello, y había venido expresamente a ver a Danglars para que consintiese: de buena nos hemos librado.
—Pero —observó Valentina—, ¿la deshonra del padre recae sobre el hijo? Alberto me parece muy inocente de la traición del general.
—Escuchadme, mi buena amiga —dijo la implacable Eugenia—. Alberto recibirá y merece su parte; después de haber provocado ayer en la Ópera al conde de Montecristo, hoy le ha presentado sus excusas sobre el terreno.
—¡Eso es imposible! —dijo la señora de Villefort.
—¡Ay!, amiga mía —dijo la señora Danglars, con aquella sencillez que ya hemos visto en ella—, es cierto, lo sé por Debray que se halló presente.
Valentina también sabía la verdad, pero guardó silencio. Aquella conversación llevó su pensamiento a la habitación de Noirtier, adonde la esperaba Morrel.
Absorta en estas ideas hacía ya un momento que no tomaba parte en la conversación, y aun le hubiera sido imposible el decir de lo que hablaban hacía rato, cuando de pronto la mano de la señora de Danglars, que se apoyaba en su brazo, la sacó de su ensimismamiento.
—¿Qué hay, señora? —dijo Valentina, como si hubiese recibido una descarga eléctrica.
—Hay, mi querida Valentina —dijo la baronesa—, que sufrís sin duda alguna.
—¿Yo? —dijo la joven pasando la mano sobre su frente, que ardía.
—Sí; miraos en ese espejo. Os habéis puesto encarnada y pálida dos veces en menos de un minuto.
—Realmente, estáis muy pálida —dijo Eugenia.
Por poco que lo estuviese, aprovechó la ocasión para retirarse; además, la señora de Villefort vino en su ayuda.
—Retiraos, Valentina —dijo—, sufrís realmente, y estas señoras tendrán la bondad de excusaros; tomad un vaso de agua pura, que os hará bien.
Valentina abrazó a Eugenia, saludó a la señora de Danglars, que estaba ya en pie para retirarse, y salió.
—Esta pobre niña me tiene con cuidado y no me admiraría que le sucediese algún accidente —dijo la señora de Villefort.
Entretanto Valentina, con una especie de exaltación desconocida para ella, sin responder a unas palabras que le dijo el niño, salió a la escalera. Bajó todos los escalones, menos los tres últimos; oyó la voz de Morrel, cuando de repente perdió la vista, su pie perdió el escalón, sus manos no tuvieron fuerza para sujetarse al pasamano y rodó por la escalera.
Morrel abrió la puerta, dio un salto y halló a Valentina en el suelo; ésta abrió los ojos.
—¡Oh! ¡Qué torpe soy! —dijo—, ya no sé andar, ¡había olvidado que aún me faltaban tres escalones!
—¿Os habéis lastimado, Valentina? —exclamó Maximiliano—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
—No, no; os digo que todo ha pasado, no ha sido nada; ahora dejadme que os diga una cosa: dentro de tres días hay un banquete, una comida de boda; todos estamos invitados, mi padre, la señora de Villefort y yo, según he oído.
—¿Cuándo nos ocuparemos nosotros de esos preparativos? ¡Oh! ¡Valentina! Vos que tanto ascendiente tenéis sobre vuestro abuelo, procurad que diga:
muy pronto
.
—Entonces, ¿contáis conmigo para estimular la lentitud y avivar la memoria de mi abuelo?
—Sí, pero haced que sea pronto; hasta que no seáis mía, Valentina, tengo miedo de perderos.
—¡Oh! —respondió Valentina con un movimiento convulsivo—. ¡Oh!, de veras, Maximiliano, resultáis muy miedoso para ser oficial; vos de quien se dice que jamás conocisteis el miedo. ¡Ah!, ¡ah!, ¡ah!
Y prorrumpió en una risa dolorosa, sus brazos se enderezaron retorciéndose, su cabeza cayó sobre el sillón y quedó sin movió. El grito de terror que Dios había quitado de los labios del anciano salió de su mirada.
Morrel comprendió que se trataba de llamar para que la socorriesen.
El joven tiró fuertemente del cordón de la campanilla. La camarera que estaba en el cuarto de Valentina y el criado que reemplazó a Barrois acudieron al mismo tiempo.
Valentina estaba tan pálida, fría e inmóvil, que sin escuchar lo que les decían, salieron por el corredor, pidiendo socorro; tal era el mie do que reinaba en aquella casa maldita.