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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (144 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Edmundo —continuó Mercedes—. Edmundo, desde que os conozco he adorado vuestro nombre, he respetado vuestra memoria. Amigo mío, no endurezcáis la imagen noble y pura que guardo en mi corazón. ¡Si supieseis los fervientes ruegos que he dirigido a Dios mientras os creí vivo y después muerto! Sí, muerto; me parecía ver vuestro cadáver sepultado en lo más hondo de una sombría torre, creía ver vuestro cuerpo precipitado en uno de aquellos abismos en que los carceleros arrojan a los prisioneros muertos, ¡y lloraba…! ¿Qué otra cosa podía yo hacer, Edmundo, sino llorar y orar? Escuchadme: durante diez años he tenido todas las noches el mismo sueño: dijeron que habíais querido evadiros, que tomasteis el puesto de uno de los presos que murió, y que arrojaron al vivo desde lo alto de la fortaleza de If; y que el grito que disteis al haceros pedazos contra las rocas lo descubrió todo. Pues bien, os juro, Edmundo, por la vida del hijo por quien os imploro, que durante diez años esa escena se ha presentado a mi imaginación todas las noches, y he oído ese grito terrible que me hacía despertar temblando, despavorida; ¡y yo también, Edmundo, creedme, yo también, por criminal que sea, yo también he sufrido mucho…!

—¿Habéis perdido vuestro padre estando ausente? —preguntó Montecristo—, ¿habéis visto a la mujer que amabais dar su mano a vuestro rival mientras os hallabais en un lóbrego calabozo?

—No —interrumpió Mercedes—, no; pero he visto al hombre que amaba, dispuesto a ser el matador de mi hijo.

Mercedes pronunció estas palabras con un dolor tan intenso y un acento tan desesperado, que un suspiro desgarrador brotó de la garganta del conde.

El león estaba amansado; el vengador, vencido.

—¿Qué me pedís, que vuestro hijo viva? Pues bien, vivirá.

Mercedes profirió un grito que hizo saltar dos lágrimas de los párpados del conde, pero aquellas dos lágrimas desaparecieron muy pronto, porque sin duda Dios había enviado un ángel para recogerlas, siendo mucho más preciosas a los ojos del Señor que las más hermosas perlas de Guzarate y de Ofir.

—¡Ah! —dijo Mercedes tomando la mano de Montecristo y llevándola a sus labios—, ¡ah!, gracias, gracias, Edmundo, lo veo cual siempre lo he visto, cual siempre lo he amado: sí, ahora puedo decírtelo.

—Sobre todo, porque el pobre Edmundo no tendrá ya mucho tiempo que hacerse amar de vos.

—¿Qué decís, Edmundo?

—Digo que, puesto que lo ordenáis, es preciso morir.

—¡Morir! ¿Y quién dice eso? ¿Quién habla de morir? ¿De dónde vienen esas ideas de muerte?

No supondréis que ultrajado públicamente, en presencia de una sala entera, en presencia de vuestros amigos y de los de vuestro hijo, provocado por un niño, que se enorgullecerá de un perdón como de una victoria; no supondréis, digo, que me queda un solo instante el deseo de vivir. Después de vos, Mercedes, lo que más he amado es a mí mismo, quiero decir, mi dignidad; esta fuerza que me hace superior a los demás hombres, esta fuerza es mi vida. En una palabra, vos la destruís; yo muero.

—Pero este duelo no se efectuará, Edmundo, puesto que me perdonáis.

—Se efectuará, señora —dijo solemnemente Montecristo—; sólo que en lugar de la sangre de vuestro hijo que debía beber la tierra, será la mía la que correrá.

Mercedes dio un gran grito, acercóse a Montecristo, pero de repente se detuvo.

—Edmundo —dijo—, hay un Dios sobre nosotros; puesto que vivís y que os he vuelto a ver, a él me confío de todo corazón; esperando su apoyo, descanso en vuestra palabra; habéis dicho que mi hijo vivirá. Y vivirá, ¿es verdad?

—Vivirá, sí, señora —dijo Montecristo, sorprendido de que sin otra exclamación, sin otra sorpresa, Mercedes hubiese aceptado el sacrificio que le hacía.

Mercedes dio su mano al conde.

—Edmundo —le dijo con los ojos arrasados de lágrimas—, ¡cuán hermosa, cuán grande es la acción que acabáis de hacer! Es sublime haber tenido piedad de una pobre mujer que se presentaba a vos con todas las probabilidades contrarias a sus esperanzas. ¡Desdichada!, he envejecido más a causa de los disgustos que por la edad, y ni siquiera puedo recordar a mi Edmundo con una sonrisa, con una mirada; aquella Mercedes que otras veces ha pasado tantas horas contemplándole. Creedme, os he declarado que yo también había sufrido mucho, y os lo repito, es muy triste pasar la vida sin un solo goce, sin conservar una sola esperanza; pero eso prueba que todo no ha concluido aún sobre la tierra. No, todo no ha terminado, y me lo demuestra lo que me queda aún en el corazón; os lo repito, Edmundo, es hermoso, grande, sublime, perdonar como lo habéis hecho ahora.

—Decís eso, Mercedes, ¿y qué diríais si conocieseis la extensión del sacrificio que os hago? Imaginad que el Hacedor Supremo, después de haber creado el mundo y fertilizado el caos, se hubiese detenido en la tercera parte de la creación, para ahorrar a un ángel las lágrimas que nuestros crímenes debían hacer correr un día de sus ojos inmortales; suponed que después de prepararlo y fecundizarlo todo, en el instante de admirar su obra, Dios hubiese apagado el sol, y rechazado con el pie el mundo en la noche eterna; entonces podréis tener una idea o mejor, no, no, ni aun así podéis tenerla, de lo que yo pierdo, perdiendo la vida en este momento.

Mercedes miró al conde con un aire que revelaba su admiración y su gratitud. El conde apoyó su frente sobre sus manos, como si no pudiese soportar el peso de sus ideas.

—Edmundo —dijo Mercedes—, sólo me resta una palabra que deciros.

Montecristo se sonrió con tristeza.

—Edmundo —continuó ella—, veréis que si mi frente ha palidecido, si el brillo de mis ojos se ha apagado, si mi hermosura se ha marchitado, que si Mercedes, en fin, no se parece a ella, más que en los rasgos de su fisonomía, veréis que su corazón es siempre el mismo… Adiós, pues, Edmundo; nada tengo ya que pedir al cielo… Os he vuelto a ver, y os hallo tan noble y grande como otras veces. ¡Adiós, Edmundo, adiós y gracias!

Montecristo no respondió.

Mercedes abrió la puerta del despacho y había desaparecido antes que él volviese del profundo letargo en que su malograda venganza le había sumido.

Daba la una en el reloj de los Inválidos, cuando el ruido del coche que se llevaba a la señora de Morcef hizo levantar la cabeza al conde de Montecristo.

—Fui un insensato —dijo— en no haberme arrancado el corazón el día que juré vengarme.

Capítulo
XI
La reunión

C
uando Mercedes hubo salido, todo quedó en silencio en casa de Montecristo; su espíritu enérgico se adormeció, como el cuerpo después de una gran fatiga.

—¡Qué! —dijo entre sí, mientras la lámpara y las bujías se consumían, y sus criados esperaban impacientes en la antecámara—, ¡qué!, ¡el edificio preparado con tanto trabajo, edificado con tanto cuidado, ha venido a tierra de un solo golpe, con una sola mirada, con una palabra! ¡Y qué! Era yo quien me creía algo, quien estaba tan confiado en mí mismo, quien viéndome tan poca cosa en la prisión de If, y quien habiendo sabido llegar a ser tan grande, ¡habré trabajado para ser mañana un poco de polvo! No siendo la muerte del cuerpo, esta destrucción del principio vital ¿no es el reposo al cual todos los desgraciados aspiran? Esa tranquilidad de la materia tras la que he suspirado tanto tiempo y a la que me encaminaba por medio del hambre, cuando Faria se presentó en mi calabozo. ¿Qué es la muerte para mí? Uno o dos grados más en el silencio. No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos combinados con tanto trabajo, llevados a cabo con tanta constancia. La Providencia que yo creía que les favorecía, les es contraria; Dios no quiere que se cumplan.

»El peso inmenso que sobre mí echara, inmenso como el mundo y que creí poder llevar hasta el fin era según mi voluntad y no según mis fuerzas, y me será preciso abandonarlo a la mitad de mi carrera. ¡Ah!, ¡me convertiré en fatalista cuando catorce años de desesperación y diez de confianza me habían hecho providencial!

»Y todo esto, Dios mío, porque mi corazón, que yo creía muerto, estaba solamente amortiguado, porque se ha despertado y ha latido, porque ha cedido al dolor y la impresión que ha causado en mi pecho la voz de una mujer.

»No obstante —continuó el conde, abismándose cada vez más en la idea del terrible día siguiente que había aceptado Mercedes—, es imposible que esa mujer cuyo corazón es tan noble, haya obrado así por egoísmo, y consentido en que me deje matar yo, lleno de vida y fuerza; es imposible que lleve hasta este punto el amor o delirio maternal; hay virtudes cuya exageración sería un crimen. No, habrá ideado alguna escena patética, vendrá a ponerse entre las dos espadas, y eso será ridículo sobre el terreno, como ha sido sublime aquí».

El tinte de orgullo se dejó ver en la frente del conde.

—¡Ridículo!, y recaería sobre mí… ¡Yo…!, ridículo. Vamos, prefiero morir.

Y a fuerza de exagerarse así la acción del día siguiente, llegó a decidir:

—¡Qué tontería! ¡Dárselas de generoso colocándose como un poste a la boca de la pistola que tendrá en la mano aquel joven! Jamás creerá que mi muerte ha sido un suicidio, y con todo, importa por el honor de mi memoria… no es vanidad, Dios mío, sino un justo orgullo; importa que el mundo sepa que he consentido yo, por mi voluntad, por mi libre albedrío en detener mi brazo. Es preciso, y lo haré.

Y tomando una pluma, sacó un papel de uno de los cajones del secreter, y trazó al final de este papel, que era su testamento, hecho desde su llegada a París una especie de codicilo, en el que hacía comprender su muerte aun a los menos avisados.

—Hago esto, Dios mío —dijo con los ojos levantados al cielo—, tanto por honor vuestro como por el mío: me he considerado durante diez años como el enviado por vuestra venganza, y es preciso que ese miserable Morcef, y un Danglars y un Villefort no se figuren que la casualidad les ha libertado de su enemigo. Sepan que la Providencia, que había ya decretado su castigo, ha variado, pero que les espera en el otro mundo, y solamente han cambiado el tiempo por la eternidad.

Mientras se hallaba vacilante entre estas terribles incertidumbres, verdaderos sueños del hombre despierto por el dolor, el día que entraba por los cristales vino a iluminar sus manos pálidas, ahogadas aún en el azulado papel en que acababa de trazar aquella sublime justificación de la Providencia.

Eran las cinco de la mañana.

De pronto llegó a su oído un pequeño ruido, creyó haber oído un suspiro; volvió la cabeza, miró alrededor y no vio a nadie; el ruido sí, se repitió bastante claro para que la certidumbre sucediese a la duda.

Levantóse de su asiento, abrió con cuidado la puerta del salón, y vio sentada en un sillón, con los brazos caídos y su hermosa cabeza inclinada atrás, a la bella Haydée, que se había sentado frente a la puerta, a fin de que no pudiese salir sin verla; pero que el desvelo y el cansancio la habían rendido; el ruido que hizo el conde al abrir la puerta no la despertó.

El conde fijó en ella una mirada llena de dulzura.

—Ella se ha acordado —dijo— de que tenía un hijo, y yo he olvidado que tenía una hija —y moviendo la cabeza añadió—: Ha querido verme, ¡pobre Haydée!, ha querido hablarme; teme o adivina lo que ha sucedido… No, yo no puedo irme sin decide adiós, no puedo morir sin confiarla a alguien.

Volvió a entrar en la estancia, y sentándose de nuevo agregó estas líneas:

Lego a Maximiliano Morrel, capitán de
spahis
, a hijo de mi antiguo patrón Pedro Morrel, armador de Marsella, veinte millones, de los gue dará una parte a su hermana y a su cuñado Manuel, en el caso que no crea que un aumento de fortuna puede perturbar su felicidad; estos veinte millones están enterrados en mi gruta de Montecristo. Bertuccio conoce el secreto.

Si su corazón está libre, y quiere casarse con Haydée, hija de Alí, bajá de Janina, a la que he educado con el amor de un padre, y que me ha profesado la ternura de una hija, llenará, no diré mi última voluntad, pero sí mi última esperanza.

El presente testamento ha hecho ya a Haydée heredera del resto de mi fortuna, consistente en tierras, rentas en Inglaterra, Austria y Holanda, muebles de mis diferentes palacios y casas, y que fuera de los legados hechos, asciende aún a más de sesenta millones.

Apenas había terminado de escribir esta última línea, cuando un grito que resonó a su espalda hizo que se le cayese la pluma de la mano.

—Haydée —dijo—, ¿habéis leído?

En efecto, la joven, a quien hizo despertar la luz del día que hería sus párpados, se había levantado, y acercándose al conde sin que se percibiesen sus ligeros pasos sobre la alfombra:

—¡Oh, mi señor! —dijo juntando las manos—, ¿por qué escribís a estas horas? ¿Por qué me legáis toda vuestra fortuna? ¿Os vais a separar de mí?

—Tengo que hacer un viaje —dijo Montecristo con una expresión de inefable ternura—, y si me sucediese una desgracia…

El conde se detuvo.

—¿Y bien? —preguntó la joven con un tono de autoridad que el conde no le conocía aún.

—¡Y bien!, si me sucede una desgracia, quiero que mi hija sea dichosa.

Haydée sonrió con tristeza.

—Pues bien, si morís —dijo—, legad vuestra fortuna a otros, porque si morís no tengo necesidad de nada.

Y tomando el papel lo hizo pedazos y lo arrojó en medio del salón; pero aquel esfuerzo la debilitó totalmente y cayó desmayada.

Montecristo la levantó en los brazos, y viendo sus bellos ojos cerrados y su hermoso semblante inanimado, le ocurrió por primera vez la idea de que quizá le amaba de otro modo distinto del de una hija.

—¡Ay! —murmuró—, aún hubiera podido ser dichoso.

Llevó a Haydée hasta su cuarto, y desmayada aún la entregó a sus criadas; volvió a su gabinete, y cerrando la puerta volvió a escribir el testamento.

Al terminar, oyó el ruido de un coche que entraba; acercóse a la ventana y vio bajar a Maximiliano y Manuel.

—¡Bueno! —dijo—, ya era tiempo —y cerró su testamento, poniéndole tres sellos. Un momento después se oyó ruido en el salón, y fue él mismo a abrir la puerta; presentóse Morrel, que se había adelantado veinte minutos a la hora de la cita.

—Quizá vengo muy temprano, señor conde —dijo—, pero os confesaré francamente que no he podido dormir un minuto, y lo mismo ha sucedido a todos los de casa. Tenía necesidad de veros tranquilo y animado tan valiente como siempre, para volver conmigo.

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