El corazón de Alberto se desgarraba al oír estos detalles; pero en medio de su dolor, dejó entrever un sentimiento de gratitud; hubiera querido poder abrazar a los que dieron a su padre aquella señal de amistad en medio del horrible compromiso en que se hallaba su honor.
»En aquel instante se presentó un ujier y entregó una carta al presidente.
»—Señor de Morcef, tenéis la palabra —dijo éste, abriendo la carta.
»El conde empezó su apología, y os aseguro, Alberto, que estuvo hábil y elocuente: presentó los documentos que probaban que el visir de Janina le había honrado hasta el último momento con toda su confianza, puesto que le había encargado una negociación de vida o muerte para con el emperador mismo. Mostró el anillo, signo de amistad, y con el cual Alí-Bajá sellaba ordinariamente sus cartas, y que le había entregado, para que pudiese, a su vuelta, penetrar hasta su habitación, a cualquier hora del día o de la noche, y aunque estuviese en su harén. Desgraciadamente —dijo—, la negociación salió mal, y cuando volvió para defender a su bienhechor, éste había fallecido ya; pero —añadió el conde— al morir Alí-Bajá, era tal su confianza, que me mandó entregar su favorita y su hija.
Alberto tembló, porque a medida que Beauchamp hablaba, acudían a su imaginación las palabras de Haydée, y recordaba que la hermosa griega le había contado algo de aquella negociación, de aquel anillo, y del modo en que fue vendida como esclava.
—¿Y qué efecto produjo el discurso del conde? —preguntó con ansiedad Alberto.
—Confieso que me conmovió, y lo mismo a toda la comisión —dijo Beauchamp.
»Mientras tanto, el presidente pasó ligeramente los ojos por una carta que acababan de traerle; mas a las primeras líneas despertóse su atención, y después de leerla y releerla, fijó los ojos en Morcef, y dijo:
»—Señor conde, ¿habéis dicho que el visir de Janina os había confiado su mujer y su hija?
»—Sí, señor —respondió Morcef—, pero la desgracia me ha perseguido en esto como en todo. A mi vuelta, Basiliki y su hija Haydée habían desaparecido.
»—¿Las conocíais vos?
»—Pude verlas más de veinte veces, debido a mi intimidad con el bajá, y la gran confianza que en mi lealtad tenía.
»—¿Y tenéis alguna idea de la suerte que les ha cabido después?
»—Sí. He oído decir que habían sucumbido a su dolor, y tal vez a su miseria. Yo no era rico; mi vida corría grandes peligros y, con gran pesar mío, no pude consagrarme a buscarlas.
»El presidente frunció imperceptiblemente el ceño.
»—Señores —dijo entonces—. Habéis oído las explicaciones del conde de Morcef. Señor conde, para apoyar vuestra declaración, ¿podéis presentar algún testigo?
»—¡Ay!, no —respondió el conde—, todos cuantos rodeaban al visir, y que me conocieron en su come, han muerto, o desaparecido; únicamente yo, según creo, únicamente yo, al menos entre mis compatriotas, he sobrevivido a guerra tan cruel; no conservo más que las cartas de Alí-Tebelín, y las he presentado; no me queda más que el anillo que me dio en prenda de su voluntad; helo aquí; pero tengo la prueba más convincente que se puede suministrar contra un ataque anónimo, es decir, la ausencia de toda clase de testimonio contra mi palabra de hombre honrado, y la pureza de toda mi vida militar.
»Un murmullo de aprobación circuló por la asamblea; en este momento, Alberto, si no hubiera sobrevenido ningún accidente, la causa de vuestro padre habría vencido.
»Ya no faltaba más que proceder a la votación, cuando el presidente tomó la palabra.
»—Señores —dijo—, y vos, señor conde, presumo no llevaréis a mal oír un testigo muy importante, según asegura, y que viene a ofrecerse de motu propio; este testigo, según lo que acaba de decirnos el señor conde, no dudo que es llamado a probar la total inocencia de nuestro colega. Esta es la carta que acabo de recibir acerca del particular: ¿deseáis que se lea, o decidís que se haga caso omiso de este incidente?
»El señor de Morcef se puso pálido, y estrujó los papeles que tenía en las manos.
»La comisión acordó que se leyera: en cuanto al conde, estaba pensativo, y nada dijo.
»El presidente leyó la siguiente misiva:
Señor presidente:
Puedo dar datos positivos a la comisión encargada de examinar la conducta que el teniente general, conde de Morcef, observó en Epiro y Macedonia.
»El presidente hizo una breve pausa.
»El conde de Morcef palideció; el presidente interrogó con la vista al auditorio.
—Continuad —dijeron todos a una voz.
Asistí a los últimos momentos de Alí-Bajá; sé cuál fue la suerte de Basiliki y Haydée; estoy a las órdenes de la comisión, y reclamo el honor de que se me oiga. Estaré en el vestíbulo de la Cámara en el momento en que os entreguen esta carta.
»—¿Y quién es ese testigo, o por mejor decir, ese enemigo? —inquirió el conde con voz profundamente alterada.
»—Vamos a saberlo —contestó el presidente—. ¿Quiere oír la comisión a ese testigo?
»—¡Sí, sí! —contestaron todos a una.
»El presidente llamó al ujier y le preguntó si había alguna persona esperando en el vestíbulo.
»—Sí, señor presidente.
»—¿Quién es esa persona?
»—Una señora con un criado.
»Y todos le miraron.
»Cinco minutos después volvió a entrar el ujier; todas las miradas se dirigían a la puerta, y yo mismo —dijo Beauchamp— participaba de la ansiedad general.
»Detrás del ujier entró una mujer cubierta con un gran velo negro. Fácilmente se adivinaba, por las formas y por los perfumes que exhalaba, que era una mujer joven y elegante.
»—¡Ah! —dijo Morcef—, era ella.
»—¿Cómo, ella?
»—Sí: Haydée.
»—¿Quién os lo ha dicho?
»—¡Ah!, lo adivino. Pero continuad, Beauchamp, continuad. Ya veis que estoy tranquilo y resignado, y sin embargo, nos vamos acercando al desenlace.
»—El señor de Morcef —continuó Beauchamp— contemplaba a aquella mujer con sorpresa y espanto. Para él era la vida o la muerte lo que de aquella encantadora boca iba a salir; para los demás era una aventura tan extraña y tan llena de curiosidad, que la salvación o la pérdida del señor de Morcef no entraba ya en tan extraordinario suceso más que como un elemento secundario.
»El presidente indicó a la joven con la mano que tomase asiento, y ella contestó con la cabeza que permanecería de pie.
»El conde estaba sentado en el sillón, y es bien seguro que no hubieran podido sostenerle las piernas.
»—Señora —dijo el presidente—, habéis escrito a la comisión para darle datos acerca del asunto de Janina, diciendo que habíais sido testigo ocular de los acontecimientos.
»—Y lo fui efectivamente —contestó la desconocida con una voz llena de encantadora tristeza, y con aquel eco sonoro, peculiar de las voces orientales.
»—Con todo —replicó el presidente—, permitidme os diga que entonces erais muy joven.
»—Tenía cuatro años; pero como aquellos hechos eran para mí de la mayor importancia, están grabados en mi corazón todos sus pormenores.
»—¿Pero qué importancia tenían para vos esos acontecimientos, y quién sois vos para que esa gran desgracia os haya causado tan profunda impresión?
»—Se trataba de la vida o de la muerte de mi padre —contestó la joven—, y me llamo Haydée, hija de Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su muy amada esposa.
»El carmín de modestia, y al mismo tiempo de orgullo, que coloreó las mejillas de la joven, el fuego de su mirada y la majestad de su presencia, produjeron en la asamblea un efecto imposible de describir.
»En cuanto al conde, no hubiera quedado más aterrado si un rayo hubiera abierto un abismo a sus pies.
»—Señora —dijo el presidente, después de saludarla respetuosamente—, permitidme una simple pregunta, que no es una duda, y esta pregunta será la última: ¿podéis justificar la autenticidad de lo que decís?
»—Puedo justificarla —contestó Haydée, sacando de debajo del velo una bolsa de raso—, porque aquí está la partida de mi nacimiento, redactada por mi padre y firmada por sus oficiales superiores; aquí está la de mi bautismo, pues mi padre consintió que fuese educada en la religión de mi madre, acta que el primado de Macedonia y Epiro autorizó con su sello; y finalmente aquí está, y éste es sin duda el documento más importante, el acta de venta que se verificó de mi persona y de la de mi madre al mercader armenio El Kobbir por el oficial franco que en el infame convenio con la Puerta, se había reservado por su parte de botín a la hija y a la mujer de su bienhechor, a quienes vendió por la cantidad de mil bolsas, es decir, por unos cuatrocientos mil francos.
»Una intensa palidez cubrió las mejillas del conde, y sus ojos se inyectaron de sangre al oír esas terribles imputaciones que fueron acogidas por la asamblea con lúgubre silencio.
»Haydée, sin perder su aparente calma, alargó el acta de venta, redactada en lengua árabe.
»Como se había creído que algunos de los documentos aducidos estarían redactados en árabe o turco, se había avisado al intérprete, de la Cámara; se le llamó.
»Uno de los nobles pares, a quien era familiar la lengua árabe, que había tenido oportunidad de aprender durante la campaña de Egipto, iba siguiendo con la vista en el acta la lectura que el traductor dio en alta voz.
Yo, El-Kobbir, mercader de esclavas y abastecedor del harén de su alteza, reconozco haber recibido para entregarla al sublime emperador, del señor Conde de Montecristo, una esmeralda, valuada en dos mil bolsas, a cambio de una esclava cristiana, de once años de edad, llamada Haydée, a hija del difunto señor Alí-Tebelín, bajá de Janina, y de Basiliki, su favorita; la cual me había sido vendida hace siete años junto con su madre, que murió al llegar a Constantinopla, por un coronel, al servicio del visir Alí-Tebelín, llamado Fernando Mondego.
La susodicha venta se me hizo por cuenta de su alteza, mediante la cantidad de dos mil bolsas.
Firmado en Constantinopla, con autorización de su alteza, el año de mil doscientos cuarenta y siete de la Hégira.
Firmado: El-Kobbir.
Para que esta acta tenga la necesaria fe, crédito y autenticidad será revestida con el sello imperial, de lo cual se encarga el vendedor.
»Al lado de la firma del vendedor se veía efectivamente el sello de la Sublime Puerta.
»Un profundo silencio siguió a esta lectura. El conde no hacía más que mirar a Haydée, y sus miradas parecían de fuego.
»—Señora —dijo el presidente—, ¿no se puede interrogar al conde de Montecristo, que, según tengo entendido, se halla en París a vuestro lado?
»—El conde de Montecristo, mi segundo padre —contestó Haydée—, hace tres días se marchó a Normandía.
»—Pues entonces —dijo el presidente—, ¿quién os ha aconsejado el paso que acabáis de dar, paso que la comisión agradece, y que además es muy natural si se tiene en cuenta vuestro nacimiento y vuestras desgracias?
»—Este paso —contestó Haydée— me lo han aconsejado mi respeto y mi dolor. A pesar de ser cristiana, ¡Dios me perdone!, siempre he pensado en vengar a mi ilustre padre. Cuando puse el pie en Francia, y supe que el traidor vivía en París, mis ojos y mis oídos estuvieron constantemente abiertos. Vivo retirada en la casa de mi noble protector; pero vivo así porque me gusta la soledad y el silencio que me permiten entregarme enteramente a mis pensamientos. Pero el señor conde de Montecristo me rodea de atenciones paternales, y no desconozco nada de cuanto constituye la vida de la sociedad. Leo, pues, todos los periódicos, de la misma manera que me envían todos los álbumes, del mismo modo que recibo todas las melodías; y siguiendo la vida de los demás, sin acostumbrarme a ella, es como he sabido lo que había sucedido esta mañana en la Cámara de los pares, y lo que debía ocurrir esta noche… Entonces he escrito la carta que os han entregado.
»Según eso —dijo el presidente—, ¿el conde de Montecristo no tiene la menor parte en el paso que acabáis de dar?
»—Lo ignora totalmente, y temo que lo desapruebe cuando lo sepa; sin embargo, es para mí un hermoso día éste en que encuentro ocasión de vengar a mi padre —dijo la joven levantando al cielo una ardiente mirada.
»Durante este tiempo el conde no había pronunciado una sola palabra; sus colegas le miraban, y sin duda se compadecían de esa fortuna destruida bajo el perfumado aliento de una mujer; su desgracia se escribía con caracteres siniestros en su rostro.
»—Conde de Morcef —dijo el presidente—, ¿reconocéis a la señora por la hija de Alí-Tebelín, bajá de Janina?
»—No —dijo Morcef, haciendo un esfuerzo para levantarse—, es una trama urdida por mis enemigos.
»Haydée, que estaba mirando a la puerta, como si esperase a alguna persona, se volvió bruscamente, y viendo al conde en pie profirió un terrible grito.
»—No me reconoces —dijo—; ¡pues yo sí lo reconozco afortunadamente! Tú eres Fernando Mondego, el oficial que instruía las tropas de mi noble padre. ¡Tú eres quien entregó los castillos de Janina! Tú eres quien, enviado por él a Constantinopla para tratar directamente con el emperador de la vida o muerte de tu bienhechor, trajiste un firmán falso que concedía perdón! ¡Tú eres quien con este truhán llegaste a obtener el anillo del bajá que debía hacerte obedecer por Selim, el guarda del fuego! ¡Tú asesinaste a Selim! ¡Tú, quien nos vendiste a mi madre y a mí al mercader El-Kobbir! ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!, todavía tienes en la frente sangre de lo amo, miradlo.
»Tal fuerza había en aquellas palabras, y fueron pronunciadas con un acento de verdad tal, que los ojos de todos se fijaron en la frente del conde, y él mismo llevó la mano a ella, como si hubiese sentido caliente aún la sangre de Alí.
»—¿Identificáis, pues, positivamente al señor de Morcef como el mismo oficial Fernando Mondego?
»—¡Sí; es el mismo! —dijo Haydée—. ¡Oh, madre mía! Tú me dijiste: eras libre, tenías un padre a quien amabas, estabas destinada a ser casi una reina; mira bien ese hombre: él es quien te ha hecho esclava, quien clavó en una pica la cabeza de tu padre; quien nos vendió y nos entregó traidoramente; mira bien su mano derecha, en ella tiene una gran cicatriz; si olvidas sus facciones, le reconocerás por esa señal; por esa mano, en la que cayeron una a una las monedas de oro del mercader El-Kobbir! ¡Sí, le conozco! ¡Oh! ¡Que diga él mismo si me conoce!
»Cada palabra hacía perder al señor Morcef parte de su energía; a las últimas palabras ocultó vivamente y sin reflexionar la mano mutilada por una herida, metiéndola en el pecho por entre los botones del frac que tenía abiertos; cayó en su sillón, abrumado bajo el peso de la desesperación.