—¿El joven corso?
—El mismo.
—¿Vuestro compañero?
—Sí; después de haberme dado el plano de la casa del conde, creyendo sin duda que yo le mataría, y así sería más pronto su heredero, o que el conde me mataría, y así se libraría más pronto de mí, me ha esperado en la calle y me ha asesinado.
—He enviado también a buscar al procurador del rey.
—Llegarán demasiado tarde. Siento que toda mi sangre se pierde.
—Esperad —dijo Montecristo.
Salió y entró a los cinco minutos con un frasco.
Los ojos del moribundo permanecían fijos en aquella puerta por la que adivinaba que debía llegarle algún socorro.
—Pronto, señor abate, ¡pronto!, voy a desmayarme de nuevo.
Montecristo se acercó. Vertió tres o cuatro gotas del licor entre los labios amoratados del herido. Este dio un suspiro.
—¡Ah! —dijo—. Me habéis dado la vida, aún… aún…
—Dos gotas más de este licor os matarían —respondió el abate.
—¡Oh!, que venga, pues, cualquiera a quien yo pueda denunciar a ese miserable.
—¿Queréis que escriba vuestra declaración y vos la firmaréis?
—Sí, sí —dijo Caderousse, cuyos ojos brillaron con la esperanza de una venganza póstuma.
Y Montecristo escribió:
«Muero asesinado por el corso Benedetto, mi compañero de cadena en Tolón con el número 59».
—Daos prisa —dijo Caderousse—; si no, no podré firmar.
Montecristo presentó una pluma a Caderousse, el cual firmó, y se dejó caer de nuevo sobre la cama, diciendo:
—Contaréis lo demás, señor abate; diréis que se hace llamar Cavalcanti, que vive en la fonda del Príncipe, y que… ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Me muero…!
Caderousse volvió a desmayarse. El abate le hizo aspirar el espíritu del licor contenido en el frasco, y el herido abrió los ojos.
Sus deseos de venganza no le habían abandonado durante su desmayo.
—¡Ah! Lo diréis todo. ¿Verdad, señor abate?
—Todo, sí, y otras muchas cosas.
—¿Qué diréis?
—Diré que seguramente os dio el plano de esta casa con la esperanza de que el conde os mataría. Que previno al conde por medio de una carta, que hallándose ausente la recibí yo, y que he velado esperándoos.
—Y le guillotinarán, ¿no es verdad? —dijo Caderousse—, le guillotinarán, ¿me lo prometéis? Muero con esa esperanza, y ella me ayuda a morir.
—Diré —continuó el conde— que llegó detrás de vos, que os esperó, y que cuando os vio salir corrió a la esquina del muro, desde el sitio en que se había ocultado.
—¿Habéis visto todo eso?
—Recordad mis palabras: «Si entras en tu casa sano y salvo, creeré que Dios te ha perdonado, y te perdonaré».
—¡Y no me habéis advertido! —exclamó Caderousse procurando incorporarse sobre el codo—. ¿Sabíais que iban a asesinarme al salir de aquí y no me habéis advertido?
—No; porque en la mano de Benedetto veía el brazo de Dios, y hubiera creído cometer un sacrilegio oponiéndome a las intenciones de la Providencia.
—La justicia de Dios…, no me habléis de ella, señor abate. Si existiese la justicia de Dios, muchos hay que merecen ser castigados, y no lo son.
—¡Paciencia! —dijo el abate con un tono que hizo estremecer al herido—, ¡paciencia!
Caderousse le miró espantado.
—Además, Dios es misericordioso para con todos —dijo el abate—, como lo ha sido contigo. Es padre antes de ser juez.
—¡Ah! —dijo Caderousse—. ¿Creéis en Dios?
—Si hubiese tenido la desgracia de no creer en Él hasta el presente —dijo Montecristo—, creería ahora, al verte a ti.
Caderousse levantó los puños cerrados, amenazando al Cielo.
—Escucha —dijo el abate, extendiendo la mano sobre el herido como para comunicarle su fe—. He aquí lo que ha hecho por ti ese Dios que rehúsas reconocer en tus últimos momentos. Te había dado salud, fuerzas y ocupación, amigos, y en fin, la vida se lo presentaba tal cual puede desearla el hombre cuya conciencia está tranquila. En lugar de aprovechar estos dones que el Señor rara vez concede con toda su plenitud, he aquí lo que has hecho. Te has entregado a la pereza, a la borrachera y has vendido a uno de tus mejores amigos.
—¡Auxilio! —gritó Caderousse—. No necesito un sacerdote, sino un cirujano. Puede que no esté herido de muerte, que no vaya a morir aún, y pueda salvarme.
—Tus heridas son mortales y de tal naturaleza, que sin las tres gotas de licor que lo he dado hace un momento ya habrías expirado. Escucha, pues.
—¡Ah! —murmuró Caderousse—, pues sois buen sacerdote; desesperáis a los moribundos en vez de consolarlos.
—Óyeme bien —continuó el abate—. Cuando vendiste a tu amigo, empezó Dios, no por castigarte, sino por advertirte. Caíste en la miseria y tuviste hambre, pasaste la mitad de tu vida codiciando lo que hubieras podido adquirir, y ya pensabas en el crimen, dándote a ti mismo la disculpa de la necesidad, cuando Dios obró un milagro, cuando Dios te envió por mi mano, cuando más miserable estabas, una fortuna inmensa para ti, que nada habías poseído. Pero esta fortuna inesperada e inaudita te parece insuficiente desde el momento en que empiezas a poseerla. Quieres doblarla. ¿Y por qué medio? Por el del asesinato. La doblas, pero Dios te la arranca, conduciéndote ante la justicia humana.
—No soy yo —dijo Caderousse— quien quiso asesinar al judío, fue la Carconte.
—Sí —dijo Montecristo—; Dios, siempre misericordioso, permitió que los jueces se apiadasen de ti y no te quitasen la vida.
—Para enviarme a presidio por toda la vida. ¡Vaya una gracia…!
—¡Por tal la tuviste, miserable! Tu corazón cobarde, que temblaba ante la muerte, saltó de alegría cuando supiste que estabas condenado a perpetua afrenta, porque dijiste, como todos los presidiarios: El presidio tiene puertas, pero la tumba no. Y tenías razón, porque las puertas del presidio se abrieron para ti de un modo inesperado. Un inglés llega a Tolón, había hecho voto de librar a dos hombres de la ignominia. Tú y tu compañero fuisteis los elegidos. Otra fortuna cae como llovida del cielo para ti. Encuentras dinero y tranquilidad al mismo tiempo. Puedes empezar a vivir otra vez como los demás hombres, cuando estabas condenado a arrastrar la penosa existencia de los presidiarios. Pero por tercera vez, miserable, te pones a tentar a Dios. No tengo bastante —dijiste—, cuando nunca habías poseído tanto, y cometes otro crimen sin motivo, y que no tiene disculpa. Dios se ha cansado. Dios te ha castigado.
Caderousse se iba debilitando por momentos.
—¡Quiero beber! —dijo—, tengo sed…, me abraso.
Montecristo le dio un vaso de agua.
—¡Infame Benedetto! —dijo Caderousse devolviendo el vaso—. ¿Y él escapará?
—Nadie escapará, Caderousse. Yo te lo prometo. También Benedetto será castigado.
—Entonces —dijo Caderousse— también vos seréis castigado. Porque no habéis cumplido con los deberes que vuestro ministerio os impone…, debíais haber impedido que Benedetto me asesinase.
—¡Yo! —dijo el conde con una sonrisa que heló de espanto al moribundo—. ¿Cómo querías que impidiese que Benedetto te matara, cuando acababas de romper tu puñal contra la cota de malla que resguardaba mi pecho? Quizá lo hubiera evitado si te hubiese encontrado humilde y arrepentido. Pero te encontré orgulloso y sanguinario, y dejé que se cumpliese la voluntad de Dios.
—¡No creo en Dios! —aulló Caderousse—, y tú tampoco crees en El… ¡Mientes, mientes!
—Calla —dijo el abate—, porque obligas a salir de tu cuerpo las últimas gotas de sangre que lo quedan. ¡Ah!, no crees en Dios, y mueres herido por Dios. ¡Ah!, no crees en Dios, y Dios, que sólo exige una súplica, una palabra, una lágrima para perdonar… Dios, que podía dirigir el puñal del asesino de modo que expirases en el acto…, lo concedió un cuarto de hora para arrepentirte… ¡Vuelve en ti, desventurado, y arrepiéntete!
—No —dijo Caderousse—, no me arrepiento; no hay Dios, no hay Providencia, no hay más que casualidad.
—Hay una Providencia, hay un Dios —dijo Montecristo—, y la prueba la tienes en que estás tú ahí, tirado, desesperado y renegando de Dios, cuando me ves a mí rico, feliz, sano y salvo, y rogando a ese mismo Dios en quien tú tratas de no creer, y en quien, no obstante, crees en el fondo de lo corazón.
—Pues entonces, ¿quién sois vos? —preguntó Caderousse clavando sus moribundos ojos en el conde.
—¡Mírame bien! —dijo Montecristo cogiendo la bujía y acercándosela a la cara.
—El abate…, el abate Busoni…
Montecristo se quitó la peluca que le desfiguraba y dejó caer los hermosos cabellos que enmarcaban su pálido rostro.
—¡Oh! —exclamó Caderousse aterrado—, si no fuese por esos cabellos negros, diría que sois el inglés, diría que sois lord Wilmore.
—No soy ni el abate Busoni, ni lord Wilmore —dijo Montecristo—. Mírame con mayor atención, mira más lejos, mira en tus primeros recuerdos.
Tenían estas palabras del conde tal majestuosa entonación, que por última vez reanimaron los apagados sentidos de Caderousse.
—¡Oh!, en efecto —dijo—, me parece que os he visto, que os he conocido en otro tiempo.
—Sí, Caderousse, sí; me has visto. Sí; me has conocido.
—Entonces, ¿quién sois?, y si me habéis visto, si me habéis conocido, ¿por qué me dejáis morir?
—Porque nada puede salvarte, Caderousse. Porque tus heridas son mortales. Si hubiera sido posible salvarte, yo habría visto en ello otra misericordia del Señor, y por la tumba de mi padre lo juro que hubiera tratado de volverte a la vida y al arrepentimiento.
—¡Por la tumba de tu padre! —dijo Caderousse reanimado sobrenaturalmente e incorporándose para ver más de cerca al que acababa de proferir ese juramento sagrado para todos los hombres—. ¡Ah! ¿Y quién eres? ¿Quién eres?
—Soy… —le dijo al oído—, soy…
Y sus labios, apenas entreabiertos, emitieron una palabra pronunciada tan quedo, que parecía que el mismo conde temía oírla.
Caderousse, que se había incorporado, extendió los brazos, hizo un esfuerzo para retroceder, y luego juntando las manos y levantándose, haciendo un esfuerzo supremo, dijo:
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!, perdonadme si existís, y sois el padre de los hombres en el cielo y su juez en la tierra. ¡Dios mío, Señor, por largo tiempo os he conocido! ¡Perdonadme, Señor! ¡Recibid mi alma!
Y cerrando los ojos, Caderousse cayó de espaldas, exhalando el último suspiro.
La sangre se heló en la abertura de sus heridas. Había muerto.
—¡
Uno
! —dijo misteriosamente el conde, con los ojos clavados en el cadáver, ya desfigurado por una muerte tan horrible.
Diez minutos después llegaron el médico y el procurador del rey, conducidos, uno por el conserje y el otro por Alí. Fueron recibidos por el abate Busoni, que estaba orando al lado del muerto.
D
urante quince días, el tema predilecto de las conversaciones de París, fue la tentativa de robo tan audaz hecha en casa del conde; el moribundo había firmado una declaración en la que señalaba a Benedetto como su asesino. La policía se encargó de la persecución del matador y lanzó contra él todos sus agentes.
El cuchillo de Caderousse, la linterna sorda, el manojo de ganzúas y los vestidos, menos el chaleco, que no pudo hallarse, fueron depositados en la comisaría. El cadáver se transportó a la Morgue.
El conde decía a todos que esta aventura había sucedido mientras él estaba en su casa de campo de Auteuil, y que solamente sabía lo que le había contado el abate Busoni, que aquella noche, por una feliz coyuntura, le había pedido permiso para pasarla en su biblioteca, buscando varios libros raros que tenía en ella. Bertuccio palidecía cada vez que se nombraba en su presencia a Benedetto, pero nadie tenía motivo para sospechar de su palidez.
Villefort, llamado para verificar la existencia del crimen, habíase encargado del asunto y proseguía la instrucción con la celeridad y el empeño que tenía en todas las causas criminales. Más de tres semanas habían transcurrido sin que las diligencias más activas produjesen resultados y empezaba ya a olvidarse la tentativa de robo y el asesinato del ladrón por su cómplice, para ocuparse del próximo enlace de la señorita Danglars con el conde Cavalcanti. El joven era ya recibido en casa del banquero como su futuro yerno.
Se había escrito al señor Cavalcanti padre, que contestó aprobando este matrimonio, y diciendo sentía infinito que su servicio le impidiese ausentarse de Parma, por lo que se vería precisado a privarse del placer de asistir al acto de su celebración. Al mismo tiempo declaraba estar pronto a entregar el capital de los ciento cincuenta mil francos de renta.
Se había convenido ya en que los tres millones se colocasen en casa del señor Danglars, el cual los haría producir. Varias personas procuraron infundir sospechas en el joven, sobre la sólida posición de su futuro suegro que había sufrido en la bolsa pérdidas de consideración, pero con un desinterés y confianza sublimes, desdeñó los avisos, teniendo la delicadeza de no decir una palabra sobre ellos al señor Danglars. Así es que el barón adoraba al conde Cavalcanti.
No le sucedía lo mismo a la señorita Eugenia Danglars. Su aborrecimiento instintivo al matrimonio le hizo acoger a Andrés como un medio para alejar a Morcef, y ahora que Andrés se formalizaba, sentía hacia él una visible repugnancia. Quizás el barón se dio cuenta de ello, pero no pudiendo atribuirlo más que a un capricho, hizo como si no lo conociese.
Con todo, el retraso pedido por Beauchamp, había tocado casi a su término. Morcef, por su parte, podía apreciar lo que valían los consejos de Montecristo. Cuando éste le dijo que dejase que las cosas marcharan por sí mismas, nadie había sospechado todavía del general, nadie había reconocido en el oficial que entregó el castillo de Janina, al noble conde que se sentaba en la Cámara de los Pares.
Alberto no por esto se creía menos insultado, porque la intención de la ofensa existía ciertamente en las pocas líneas que le habían herido. Además, el modo con que Beauchamp había puesto fin a su entrevista, había dejado un recuerdo muy amargo en su corazón. Acariciaba, pues, con toda su voluntad, la idea de un duelo, del que pensaba, si Beauchamp consentía, ocultar la causa aun a sus testigos.
No se había vuelto a ver a Beauchamp desde el día de la visita que le hizo Alberto, y a cuantos preguntaban por él se les respondía que estaba ausente por unos días. ¿Dónde había ido? Nadie lo sabía.