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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (132 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Nunca tomo capitales más que al cuatro —dijo el banquero—, y algunas veces al tres y medio, pero a mi yerno lo haré al cinco y partiremos los beneficios.

—Perfectamente, querido suegro —dijo Cavalcanti, sin poder Ocultar las maneras algo vulgares que de vez en cuando se manifestaban, a pesar de sus esfuerzos, y del barniz aristocrático con que procuraba encubrirlas. Pero volviendo de pronto sobre sí, dijo—: Perdonad, señor; veis que solamente la esperanza me vuelve loco. ¿Qué será la realidad?

—Pero —dijo Danglars, que por su parte no advirtió que esta conversación, tan distinta en su principio, había tomado ya el cariz de un asunto de intereses—, vuestro padre no puede rehusaros una parte de vuestra fortuna.

—¿Cuál? —preguntó el joven.

—La que procede de vuestra madre.

—Es verdad, la que procede de mi madre, Leonor Corsinari.

—¿Y a cuánto podrá ascender?

—Por vida mía —dijo Andrés—, os aseguro que nunca me he ocupado en averiguarlo, pero creo que serán dos millones por lo menos.

Danglars experimentó aquella especie de sofocación causada por el placer y que sienten el avaro, que encuentra un tesoro perdido, o el hombre que está para ahogarse y halla bajo sus pies la tierra firme en lugar de la profundidad en que creía iba a sumergirse.

—Y bien, señor —dijo Andrés, saludando afectuosamente al banquero—, puedo esperar…

—Señor Andrés —respondió éste—, esperad, y creed que si no hay algún obstáculo por parte vuestra que retarde la ejecución, es ya un negocio concluido.

—¡Ah! ¡Me llenáis de alegría! —dijo Andrés.

—¡Pero…! ¿Cómo es que el conde de Montecristo, vuestro padrino en este mundo parisiense, no ha venido con vos al dar este paso?

Cavalcanti se sonrojó imperceptiblemente.

—Vengo de su casa —respondió—, es un hombre muy simpático, pero de una originalidad inconcebible. Ha aprobado mi resolución, me ha dicho que no dudaba un instante que mi padre me daría el capital en vez de la renta, pero me ha dicho formalmente que no daría un paso en persona, y que no echaría sobre sí la responsabilidad de hacer una petición matrimonial, añadiéndome que si alguna vez había sentido tener esta repugnancia, era ahora que se trataba de mí y cuando creía este matrimonio conveniente en todos conceptos. Por lo demás, no quiere hacer nada oficialmente y se reserva responderos cuando le habléis.

—¡Ah!, ¡ah!, está bien.

—Ahora —repuso Andrés con una sonrisa encantadora— he concluido de hablar al suegro y me dirijo al banquero.

—¿Qué queréis de él? Veamos —dijo a su vez sonriendo Danglars.

—Pasado mañana he de cobrar unos cuatro mil francos en vuestra caja, pero el conde ha conocido que el mes que va a empezar me traerá quizá gastos para los que no es bastante mi presupuesto de soltero, y he aquí un pagaré de veinte mil francos, no diré que me ha dado, pero que me ha ofrecido. Está, como veis, firmado por él. ¿Os conviene tomarlo?

—Traedme valor de un millón como éste y todos os los tomaré —dijo Danglars metiendo en su bolsillo el pagaré—; decidme a qué hora queréis que vaya mañana mi criado a vuestra casa con veinticuatro mil francos.

—Alas diez, si queréis, lo más temprano, porque pienso ir al campo.

—Sea en buena hora. A las diez, fonda del Príncipe, ¿no es eso?

—Sí.

Al día siguiente, a las diez, los veinticuatro mil francos estaban en poder del joven, puntualidad que hace honor al banquero. Andrés salió en seguida, dejando doscientos francos para Caderousse. Su salida tenía por objeto el evitar encontrarse con su peligroso amigo. Así que por la noche volvió muy tarde, pero no bien puso el pie en la fonda cuando se le presentó el portero, que le esperaba con la gorra en la mano.

—Señor —le dijo—, aquel hombre ha venido.

—¿Qué hombre? —preguntó con indiferencia Andrés, como si hubiese olvidado a aquel a quien tenía demasiado presente.

—Aquel hombre a quien vuestra excelencia da esa pequeña renta.

—¡Ah!, sí, el antiguo criado de mi padre. Y bien, ¿le habéis entregado los doscientos francos que dejé para él?

—Sí, excelencia —respondió, pues Andrés se hacía dar este tratamiento—. Pero —continuó el portero— no ha querido tomarlos.

Cavalcanti palideció. Gracias a la oscuridad de la noche nadie se dio cuenta de ello.

—¿Cómo? —dijo—, ¿no ha querido recibirlos?

Su voz estaba alterada.

—No. Quería hablar con su excelencia. Le dije que habíais salido, insistió, pero finalmente se convenció y me entregó esta carta, que traía preparada.

—Veamos —dijo Andrés, y leyó a la luz de la linterna de su faetón:

Sabes dónde vivo. Te espero en mi casa mañana a las nueve.

Andrés examinó el sello por si había sido abierta, y algún indiscreto había visto el contenido de la carta. Pero la había cerrado de tal modo, y con tales pliegues y dobleces, que para leerla hubiera sido necesario romper el sello y éste estaba intacto.

—Muy bien —dijo—, pobrecito. Es un buen hombre.

Dejando al portero edificado con estas palabras, y sin saber a quién admirar más, si al joven amo o al viejo criado.

—Desengancha y sube —dijo Andrés a su jockey.

El joven subió en dos saltos a su cuarto, quemó la carta de Caderousse y echó al aire las cenizas. Al acabar esta operación entró el criado.

—Tienes mi estatura, ¿verdad, Pedro?

—Tengo esa honra.

Debes tener una librea nueva que lo trajeron ayer.

—Sí, señor.

—Tengo que ver a una muchacha, a una griseta, a quien no quiero dar a conocer ni título ni clase. Tráeme la librea y dame tus papeles, por si es necesario dormir en alguna posada.

Pedro obedeció.

Cinco minutos después Andrés, completamente disfrazado, salió de su casa sin que nadie le conociera, tomó su cabriolé y se dirigió a la posada del Caballo Rojo, en Picpus. Al día siguiente salió de ésta, del mismo modo que había salido de la fonda del Príncipe, esto es, sin que nadie le conociera. Bajó por el arrabal de San Antonio, tomó el arrabal hasta la calle de Menilmontant, detúvose a la puerta de la tercera casa de la izquierda buscando a quien preguntar en ausencia del portero.

—¿A quién buscáis, joven? —le preguntó la frutera de enfrente.

—Al señor Pailletin, señora —respondió Andrés.

—¿Un antiguo panadero? —preguntó la frutera.

—Eso es.

—Al final del patio, al tercer piso a la izquierda.

Andrés tomó el camino que le indicaban, llegó al tercer piso y con una mezcla de impaciencia y malhumor, agitó la campanilla. Al momento la figura de Caderousse apareció en el ventanillo de la puerta.

—¡Ah!, eres puntual —dijo, y descorrió el cerrojo.

—¡Vive Dios! —dijo Andrés al entrar.

Arrojó al suelo la gorra, que rodó por el mismo.

—Vaya, vaya —dijo Caderousse—, no te enfades, chico. He pensado en ti, te he preparado un buen desayuno, todo aquello que más te gusta.

Andrés percibió, en efecto, un olor a cocina, cuyos groseros aromas no dejaban de tener atractivo para un estómago hambriento. Componíase de una mezcla de grasa fresca y ajo, que indicaba los guisados favoritos del populacho provenzal. Además, el de pescado frito, y sobre todo sobresalía la nuez moscada y el clavo. Veíase en la habitación inmediata una mesa con dos cubiertos, dos botellas de vino lacradas y porción de aguardiente en otra botella y una macedonia de frutas colocada con maestría en un plato de porcelana.

—¿Qué lo parece, chico? —dijo Caderousse—. ¡Eh! ¡Qué bien huele! ¡Por vida de Baco! Era yo muy buen cocinero allá abajo, ¿te acuerdas? Se lamían los dedos tras mis guisotes, y tú, tú, que has probado mis salsas, no las despreciarás.

Dicho esto, Caderousse se puso a mondar una cebolla.

—Bien, bien —dijo Andrés con muy malhumor—. Si me has incomodado solamente para que almuerce contigo, llévete mil veces el diablo.

—Pero, muchacho —dijo con gravedad Caderousse—, comiendo se habla y además, ingrato, ¿no te gusta pasar un rato con tu amigo? ¡Ah! Yo estoy llorando de alegría.

Caderousse lloraba en efecto, sólo que hubiera sido difícil averiguar si era de alegría o porque el jugo de la cebolla había llegado hasta sus ojos.

—¡Calla, hipócrita! —le dijo Andrés—. ¿Tú me amas?

—Sí, te amo. Lléveme el diablo, es una debilidad —dijo Caderousse—, lo sé, pero no puedo remediarlo.

—Pero ese cariño no lo ha impedido el hacerme venir aquí para alguna bribonada de las tuyas.

—Vamos, vamos —dijo Caderousse limpiando el cuchillo de cocina en su delantal—, si no lo amase, ¿soportaría esta miserable existencia? Mira, tú traes puesto el vestido de tu criado, cosa que yo no tengo, y me veo obligado a servirme a mí mismo. Haces ascos a mis guisos, porque comes en la mesa redonda de la fonda del Príncipe o en el café de París. Pues bien, yo también podría tener un criado, comer donde se me antojase y me privo de todo, ¿por qué? Por no dar un disgusto a mi Benedetto. Vaya, confiesa que podría hacerlo, ¿verdad? —y una significativa mirada terminó la frase.

—Anda, quiero creer que me amas, pero si es así, ¿por qué me obligas a venir a almorzar contigo?

—Para verte, muchacho.

—Para verme. ¿Y qué necesidad tenías de ello? ¿No tenemos ya arregladas las condiciones de nuestro trato?

—¡Eh!, querido amigo —dijo Caderousse—, hay testamentos que tienen codicilos, pero has venido para almorzar, siéntate y empecemos por hacer los honores a estas sardinas y la manteca fresca. ¡Ah!, miras mi cuarto, mis cuatro sillas de paja y mis grabados a tres francos el cuadro, qué quieres, ésta no es la fonda del Príncipe.

—Vamos, ahora estás disgustado, ya no eres feliz, cuando hace un momento que lo contentabas con parecer un panadero que ha dejado el oficio.

Caderousse dio un suspiro.

—Vamos, amigo mío, ¿qué tienes que decir? Has visto realizado lo sueño.

—Lo que tengo que decir, que es un sueño. Un panadero que deja el oficio, mi buen Benedetto, suele ser rico y tener rentas.

—Rentas tienes tú, voto a tal.

—¿Yo?

—Sí. ¿Acaso no lo traigo tus doscientos francos?

Caderousse se encogió de hombros.

—Es humillante —dijo—, tener que recibir un dinero que se da de mala gana, un dinero efímero que puede faltarme de hoy a mañana. Bien conoces que tengo que hacer economías para el caso en que lo prosperidad viniese a menos. ¡Ay, amigo mío!, la fortuna es muy veleidosa, como decía el capellán del… regimiento. Yo no ignoro que la tuya es inmensa, buena pieza, puesto que vas a casarte con la hija de Danglars.

—¿Qué es eso de Danglars?

—Lo que oyes, ¡de Danglars! Me parece que no es cosa de que yo diga del barón Danglars. Sería lo mismo que si dijera del conde Benedetto. Danglars era un amigo, y si no tuviera tan mala memoria, debería convidarme a lo boda, porque asistió a la mía… ¡Sí, sí, sí, a la mía! ¡Diablo! Entonces no gastaba tantos humos, era dependiente de la casa del señor Morrel. He comido muchos días con él y con el conde de Morcef… Ya ves que tengo buenas relaciones, y que si quisiera cultivarlas nos encontraríamos en los mismos salones.

—Vaya, vaya, los celos lo hacen ver visiones, Caderousse.

—Lo que tú quieras, Benedetto mío, pero yo bien sé lo que me digo. Tal vez vendrá día en que yo me ponga también los trapitos de cristianar y llame a la puerta de la casa de algún amigo. Mientras tanto, siéntate y comamos.

Caderousse dio el ejemplo y se puso a almorzar con buen apetito, y haciendo el elogio de todos los platos que servía a su huésped. Este se resignó al parecer. Destapó con mucho desenfado las botellas y dio un avance a un guisado de pescado y al bacalao asado con alioli.

—Compadre —dijo Caderousse—, creo que haces buenas migas con tu antiguo cocinero.

—Ya lo creo —dijo Andrés, en quien, como joven y vigoroso, podía más que nada el apetito.

—¿Y te gusta eso, buena pieza?

—Me gusta tanto que no puedo alcanzar cómo un hombre que guisa y come tan buenas cosas puede quejarse de la vida.

—Ello es debido —dijo Caderousse— a que una sola idea amarga todos mis goces.

—¿Y qué idea es ésa?

—La de que estoy viviendo a expensas de un amigo, cuando siempre me he ganado la vida por mí mismo.

—¡Bah, no lo preocupes! —dijo Andrés—, tengo bastante para dos, no lo apures.

—No. Puede que no me creas, pero al fin de cada mes tengo remordimientos.

—¡Buen Caderousse!

—Y esto es tan cierto como que ayer no quise tomar los doscientos francos.

—Sí, ya sé que querías hablarme. Pero, seamos francos, ¿eran efectivamente los remordimientos?

—No lo dudes. Además, se me había ocurrido una idea.

Andrés se estremeció. Siempre le hacían estremecer las ideas de Caderousse.

—Mira, es tan mezquino —continuó— tener que estar siempre esperando los fines de mes.

—¡Bah! —dijo filosóficamente Andrés, decidido a ver venir a su compañero—. ¿No se pasa la vida esperando? Yo, por ejemplo, ¿qué hago más que esperar? Tengo paciencia, y Cristo con todos.

—Sí, porque en vez de esperar doscientos francos miserables, esperas cinco o seis mil, tal vez diez, y quién sabe si hasta doce mil, porque eres un carcelero. Cuando íbamos juntos no lo faltaba lo hucha, que tratabas de ocultar al pobre amigo Caderousse. Afortunadamente tenía buen olfato el amigo Caderousse, ya sabes.

—Ya vuelves a divagar —dijo Andrés—, siempre estás hablando del pasado. ¿A qué viene eso?

—¡Ah!, tú tienes veintiún años, y puedes olvidar el pasado, yo cuento cincuenta y tengo necesidad de recordarlo. Pero no importa, volvamos a los negocios.

—Sí.

—Quería decir que si yo estuviera en lo lugar…

—¿Qué harías?

—Realizaría…

—¡Cómo!, realizarías…

—Sí; pediría un semestre adelantado, pretextando que quería comprar una hacienda, y después pondría los pies en polvorosa, llevándome el dinero del semestre.

—¡Vaya! ¡Vaya! —dijo Andrés—. ¡Tal vez no está tan mal pensado!

—Querido amigo —dijo Caderousse—, come de mi cocina y sigue mis consejos, y no lo irá mal física ni moralmente.

—¡Está bien! Pero dime, ¿por qué no sigues tú el consejo que me das? ¿Por qué no me pides un semestre, o un año, y lo retiras a Bruselas? En vez de parecer un panadero retirado, parecerías un comerciante arruinado en el ejercicio de sus funciones.

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