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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (130 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Barrois va a acompañaros hasta la puerta, y ahora acordaos de una cosa, y es que mi abuelo os encarga no deis ningún paso que Pudiera comprometer nuestra dicha.

En este momento entró Barrois.

—¿Quién ha llamado? —preguntó Valentina.

—El doctor d’Avrigny —dijo Barrois, que no podía tenerse en pie.

—¿Qué os ocurre, Barrois? —le preguntó Valentina.

El anciano no respondió, miraba a su amo con ojos desencajados, y con las manos agarrotadas buscaba apoyo para poder sostenerse.

—Pero va a caer —gritó Morrel.

En efecto, el temblor que se había apoderado de Barrois aumentaba gradualmente, y sus facciones, alteradas por los movimientos convulsivos de los músculos de la cara, anunciaban un ataque nervioso de los más intensos.

Las miradas de Noirtier, al ver así a Barrois, dejaban traslucir todas las emociones capaces de agitar el corazón de un hombre.

Barrois dio algunos pasos para acercarse a su amo.

—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Señor! —dijo—, pero qué tengo yo para… padezco mucho…, no veo… Mil puntas aceradas me atraviesan el cráneo. ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!

Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo frío y rígido.

Valentina, espantada, lanzó un grito. Morrel la tomó en sus brazos, como queriéndola defender de un peligro desconocido.

—¡Señor d’Avrigny, señor d’Avrigny! —gritó Valentina con voz apagada—. ¡Venid, socorrednos!

Barrois dio una vuelta sobre sí mismo, retrocedió cuatro o cinco pasos atrás, tropezó y fue a caer a los pies del señor Noirtier, sobre cuya rodilla apoyó una mano gritando:

—¡Amo mío, mi buen amo!

En aquel instante el señor Villefort, atraído por los gritos, se presentó a la puerta del cuarto.

Morrel abandonó a Valentina, medio desmayada, y se retiró, escondiéndose en un ángulo de la sala, detrás de una cortina.

Pálido, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre el desgraciado que agonizaba.

Noirtier estaba impaciente y aterrorizado. Su alma volaba al socorro del pobre anciano, su amigo, más que su criado. Se veía en su frente el terrible combate entre la vida y la muerte, sus venas estaban hinchadas y sus músculos contraídos.

Barrois, con la faz fatigada, los ojos sanguinolentos y el cuello caído, yacía en tierra, dando golpes en el suelo con las manos, mientras que sus piernas, tiesas y endurecidas, no podían doblarse. Una ligera espuma cubría sus labios y apenas respiraba.

Villefort permaneció un instante espantado, fijos los ojos en este cuadro que se le ofreció a sus ojos al entrar en el cuarto, y sin haber visto a Morrel.

—¡Doctor, doctor! —gritó, dirigiéndose a la puerta—, ¡venid, venid pronto!

—¡Señora, señora! —gritaba Valentina llamando a su madrastra, y sosteniéndose en la pared de la escalera—, venid, venid pronto, y traed vuestro frasco de sales.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz metálica la señora de Villefort.

—¡Oh, venid, venid!

—¿Pero dónde está el médico? —gritaba Villefort.

La señora de Villefort bajó lentamente, se oían resonar sus pisadas. En una mano traía un pañuelo con el que enjugaba su frente. En la otra, un frasco de sales inglesas. Su primera mirada al llegar a la puerta fue para el señor Noirtier, cuya cara, aparte de la emoción, anunciaba una salud perfecta. La segunda fue al moribundo; palideció y sus ojos se apartaron del criado para fijarse en el amo.

—Pero, en nombre del cielo, señora, ¿dónde está el médico? Entró en vuestro cuarto. Esto es una apoplejía fulminante, y con una sangría se le salvará.

—¿Hace mucho rato que ha comido? —preguntó la señora de Villefort, eludiendo la cuestión.

—Señora —dijo Valentina—, aún no se ha desayunado, pero esta mañana ha andado mucho para cumplir ciertas diligencias que le encargó mi abuelo, y a su vuelta ha tornado solamente un vaso de limonada.

—¡Ah! —dijo la señora de Villefort—, ¿por qué no lo tomó de vino? La limonada es muy mala.

—La limonada estaba ahí, en la botella de mi abuelo, el pobre Barrois tenía sed, y ha bebido lo que encontró.

La señora de Villefort se estremeció. Noirtier le dirigió una profunda mirada.

—Señora —dijo Villefort—, os he preguntado dónde está el señor d’Avrigny, responded, en nombre del cielo.

—Está en el cuarto de Eduardo, que se halla algo indispuesto —contestó, no pudiendo eludir por más tiempo su respuesta.

Villefort se encaminó hacia la escalera para ir a buscarle en persona.

—Esperad —dijo su mujer, dando su frasco a Valentina—, van a sangrarlo sin duda. Me vuelvo a mi cuarto, porque no puedo soportar la vista de la sangre —y siguió a su marido.

Morrel salió del ángulo sombrío en que se había ocultado; nadie había reparado en él, tanta era la confusión que reinaba en la casa.

—Marchaos en seguida, Maximiliano —le dijo Valentina—, y esperad a que os avise antes de volver. Partid. Morrel consultó con un gesto al señor Noirtier, que había conservado su sangre fría y que le respondió afirmativamente con otro. Apretó contra su corazón la mano de Valentina y salió por el pasadizo secreto, al mismo tiempo que el señor de Villefort y el doctor entraban por la puerta del lado opuesto.

Barrois empezaba a volver en sí, la crisis había pasado, y el infeliz quería hincarse de rodillas. El señor d’Avrigny y Villefort le llevaron a un sillón.

—¿Qué ordenáis, doctor? —preguntó Villefort.

—Que me traigan agua y éter. ¿Tenéis en casa?

—Sí.

—Que vayan inmediatamente a buscar aceite de terebinto y un emético.

—Id —dijo el señor de Villefort.

—Y ahora, que todos se retiren.

—¿Yo también? —preguntó tímidamente Valentina.

—Sí, señorita —dijo el doctor—, vos antes que todos.

Valentina miró con asombro al señor d’Avrigny, abrazó al señor Noirtier y salió. En seguida, el doctor cerró la puerta con un aire sombrío.

—Mirad, mirad, doctor, vuelve en sí, era un ligero ataque. El señor d’Avrígny sonrió con tristeza.

—¿Cómo os sentís, Barrois? —preguntó al enfermo.

—Algo mejor, señor.

—¿Podréis beber este vaso de agua con éter?

—Lo intentaré, pero no me toquéis.

—¿Por qué?

—Porque me parece que si me tocáis, aun cuando sea con la punta de un dedo, me volverá a dar el accidente.

—Bebed.

Barrois tomó el vaso, lo llevó a sus labios amoratados y bebió casi la mitad.

—¿Qué es lo que os duele? —preguntó el facultativo.

—Todo el cuerpo, siento calambres espantosos.

—¿Tenéis mareos?

—Sí.

—¿Os zumban los oídos?

—Muchísimo.

—¿Cuándo os ha atacado el mal?

—Hace un momento.

—¿Así, de repente?

—Como el rayo.

—¿No habéis sentido nada ayer ni anteayer?

—Nada.

—¿Ni sueño, ni pesadez?

—No.

—¿Qué habéis comido hoy?

—Nada, únicamente he bebido un vaso de la limonada del amo.

Y Barrois hizo un movimiento con la cabeza para indicar al señor Noirtier, que inmóvil en su sillón no perdía un solo movimiento, una sola palabra, contemplando horrorizado esta terrible escena.

—¿Dónde está esta limonada? —preguntó repentinamente el doctor.

—Abajo, en una botella.

—¿Pero dónde abajo?

—En la cocina.

—¿Queréis que vaya por ella, doctor? —preguntó Villefort.

—No; permaneced aquí, y procurad que el enfermo beba el resto de este vaso de agua.

—Pero esa limonada…

—Yo mismo iré a buscarla.

El señor d’Avrigny se levantó, abrió la puerta, bajó precipitadamente la escalera interior, y por poco echa a rodar a la señora de Villefort, que bajaba también a la cocina. Esta dio un grito, d’Avrigny no hizo caso, y dominado fuertemente por una idea, saltaba los escalones de cuatro en cuatro. Entró precipitadamente en la cocina y vio la botella vacía al menos en tres cuartas partes. Se lanzó sobre ella como un águila sobre su presa, volvió a subir y entró en la sala.

La señora de Villefort tomó lentamente el camino de su cuarto.

—¿Es ésta la botella que estaba aquí? —preguntó d’Avrigny.

—Sí, señor doctor.

—¿Esta limonada es la que habéis bebido?

—Así lo creo.

—¿Qué sabor le habéis encontrado?

—Un sabor amargo.

El doctor vertió unas cuantas gotas de limonada en la palma de la mano, las aspiró con los labios, y después de enjuagarse con ellas la boca, como se hace cuando se quiere tomar el gusto al vino, arrojó el líquido a la chimenea.

—Es la misma —dijo—. ¿Y vos también habéis bebido de ella, señor Noirtier?

—Sí —dijo el anciano.

—¿Y le habéis encontrado el sabor amargo?

—Sí.

—¡Ah, doctor! —gritó Barrois—, ¡otra vez el ataque! ¡Dios mío! ¡Señor, tened piedad de mí!

El facultativo se acercó al enfermo.

—El emético, señor; ved si lo han traído.

Nadie respondía. En la casa reinaba el terror más profundo.

—Si hubiese un medio para introducirle el aire en los pulmones —dijo d’Avrigny, mirando por todas partes—, quizá podría contener la asfixia. ¡Pero no! ¡Nada, nada!

—¡Ay, señor!, ¡me dejáis morir sin prestarme auxilio! —gritaba Barrois—. ¡Ay, Dios mío! ¡Me muero! ¡Me muero!

—Una pluma, una pluma —decía el facultativo, y vio una sobre una mesa.

Procuró introducirla en la boca del enfermo, que atacado de violentas convulsiones, hacía esfuerzos inútiles para vomitar, pero tenía tan apretados los dientes, que fue imposible hacer pasar la pluma. Había caído del sillón al suelo, y se revolcaba en él. El facultativo le dejó, no pudiendo aliviarle, y se dirigió al señor Noirtier.

—¿Cómo os sentís? —le dijo rápidamente y en voz baja—, ¿bien?

—Sí.

—¿Con el estómago ligero o pesado?

—Ligero.

—¿Como cuando tomáis la píldora que os doy los domingos?

—Sí.

—¿Ha sido Barrois quien ha probado vuestra limonada?

—Sí.

—¿Sois vos el que le ha hecho beber?

—No.

—¿Fue el señor de Villefort?

—No.

—¿Su esposa?

—Tampoco.

—¿Valentina?

—Sí.

Un suspiro de Barrois llamó la atención de d’Avrigny, el cual dejó a Noirtier y se acercó al enfermo.

—Barrois, ¿podéis hablar?

Este balbuceó algunas palabras ininteligibles.

—Haced un esfuerzo, amigo mío.

Barrois abrió sus ojos, inyectados en sangre.

—¿Quién preparó la limonada?

—Yo.

—¿La habéis traído en seguida a vuestro amo?

—No.

—¿Dónde la dejasteis?

—En la repostería, porque me llamaban.

—¿Quién la trajo?

—La señorita Valentina.

D’Avrigny se dio una palmada en la frente.

—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo a media voz.

—Doctor, doctor —gritó Barrois, que presentía el tercer acceso.

—Pero ¿no llega el vomitivo? —gritó el facultativo.

—Aquí está —dijo Villefort, presentando un vaso.

—¿Quién lo ha traído?

—El dependiente del boticario que ha venido conmigo.

—Bebed.

—No puedo, doctor, ya es tarde, la garganta se me aprieta, me ahogo. ¡Oh! ¡Mi corazón…!, mi corazón… ¡Qué infierno…! ¿Sufriré de este modo mucho tiempo?

—No, no, amigo mío. Dentro de poco ya no sufriréis.

—¡Ah!, os comprendo —gritó el desgraciado—. ¡Dios mío!, ¡tened piedad de mí! —y profiriendo un agudo grito, cayó de espaldas, como herido por un rayo.

D’Avrigny le puso una mano sobre el corazón y acercó un espejo a sus labios.

—¿Y bien? —preguntó Villefort.

—Bajad a la cocina y decid que me traigan al instante el jarabe de violetas.

Villefort fue enseguida.

—No os asustéis, señor Noirtier —dijo d’Avrigny—, me llevo al enfermo a otro cuarto para sangrarlo. Ciertamente estos ataques son espantosos —y tomando a Barrois por debajo de los brazos, le llevó casi arrastrando a la habitación próxima, volviendo inmediatamente por la botella de limonada.

Noirtier cerraba el ojo derecho.

—¿Queréis que venga Valentina, es verdad? Voy a decírselo al momento.

Villefort subía, y d’Avrigny le encontró en el corredor.

—¿Y bien? —le dijo.

—Venid —respondió el facultativo, y le condujo al cuarto.

—¿No ha vuelto en sí? —preguntó el procurador del rey.

—Está muerto.

Villefort dio tres pasos atrás, púsose las manos en la cabeza, y exclamó con un acento de conmiseración inequívoca, mirando el cadáver:

—¡Muerto! ¡Y tan pronto…!

—¡Oh!, sí, muy pronto —dijo d’Avrigny—, pero eso no debe admiraros. El señor y la señora de Saint-Merán murieron también de repente. ¡Ah! ¡Y se tarda poco en morir en vuestra casa, señor de Villefort!

—¿Qué? —gritó el procurador del rey con un acento de horror y desesperación—. ¿Volvéis a esa terrible idea?

—Sí, siempre, siempre la he tenido, y para que os convenzáis de que esta vez no me engaño, escuchad, señor de Villefort.

Este temblaba convulsivamente.

—Hay un veneno que mata sin dejar rastro ni señal. Lo conozco, y he estudiado sus accidentes, todos los fenómenos que produce, lo he reconocido en el pobre Barrois, como lo reconocí en el señor y la señora de Saint-Merán. Es fácil de observar. Este veneno da un color azul al papel tornasolado, enrojecido por un ácido, y tiñe de verde el jarabe de violetas. No tenemos papel tornasolado, pero he aquí que me traen el jarabe de violetas que había pedido.

Efectivamente se oían pasos en el corredor. El doctor entreabrió la puerta, tomó de manos de la criada un vaso en el que había dos o tres cucharadas de jarabe, y volvió a cerrar.

—Mirad —dijo al procurador del rey—, ved aquí el jarabe y en esa botella el resto de la limonada que han bebido el señor Noirtier y Barrois. Si la limonada está pura, el jarabe no cambiará su color. Si, por el contrario, está envenenada, el jarabe se pondrá verde. Mirad.

El doctor vertió algunas gotas de limonada en el vaso, y al instante una especie de nube se formó en el fondo, tomó al principio un color azulado, después el de zafiro opaco, y últimamente, verde esmeralda. Al llegar a este color se fijó, por decirlo así, en él para no variar. El experimento no dejaba duda alguna.

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