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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (125 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Alberto se había quedado junto a la puerta, subyugado por aquella belleza extraña que veía por primera vez, y de la que nadie podía formarse una idea en Francia.

—¿A quién me traes? —preguntó en griego la joven a Montecristo—. ¿A un hermano, a un amigo, a un simple conocido o a un enemigo?

—A un amigo —dijo Montecristo en la misma lengua.

—¿Su nombre?

—El conde Alberto, es el mismo a quien yo libré de las manos de los bandidos en Roma.

—¿En qué lengua quieres que le hable?

Montecristo se volvió a Alberto y le preguntó:

—¿Sabéis el griego moderno?

—¡Ah! —dijo Alberto—, ni el moderno, ni el antiguo, mi querido conde. Ni Homero ni Platón han tenido nunca un discípulo más pobre y, casi me atrevo a decir, más desdeñoso.

—Entonces —dijo Haydée, probando por la pregunta que hacía, que había entendido la de Montecristo, y la respuesta de Alberto—, hablaré en francés o italiano, si mi señor lo permite.

Montecristo reflexionó un instante.

—Hablarás en italiano —dijo.

Y volviéndose a Alberto:

—Lástima que no sepáis el griego moderno o el griego antiguo, pues Haydée los habla admirablemente. La pobre tendrá que hablaros en italiano, lo cual os dará una idea falsa de ella.

E hizo una seña a Haydée.

—Bien venido seas, amigo, que vienes con mi señor y amo —dijo la joven en excelente toscano y con su dulce acento romano que hace la lengua de Dante tan sonora como la de Homero—. Alí, café y pipas.

Y Haydée manifestó a Alberto que se aproximase mientras que Alí se retiraba para ejecutar las órdenes de su señora. Montecristo mostró a Alberto dos almohadones, y cada cual fue a buscar el suyo para acercarse a un magnífico velador cargado de flores naturales, dibujos y libros de música.

Entró Alí, trayendo el café y las pipas. En cuanto a Bautista, la entrada a aquella parte de la casa le estaba prohibida. Alberto rehusó la pipa que le presentaba el nubio.

—¡Oh!, tomad, tomad —dijo Montecristo—. Haydée está casi tan civilizada como una parisiense. Le desagrada el habano porque no le gustan los malos olores, pero el tabaco de Oriente es un perfume, bien lo sabéis.

Alí salió.

Las tazas estaban preparadas, pero habían añadido un azucarero para Alberto. Montecristo y Haydée tomaban el licor árabe a la usanza de los árabes, es decir, sin azúcar.

La joven extendió la mano y tomó con el extremo de sus afilados dedos la taza de porcelana del Japón, que llevó a sus labios con el sencillo placer de un niño que bebe o come una cosa que ama con pasión.

Al mismo tiempo entraron dos mujeres con dos bandejas cargadas de helados y sorbetes que colocaron sobre dos mesitas destinadas a tal efecto.

—Mi querido huésped, y vos,
signora
—dijo Alberto, en italiano—, disculpad mi estupor. Estoy aturdido, y es natural. Me encuentro en Oriente, en el verdadero Oriente, no como yo lo he visto, sino como lo he soñado. En el seno de París, hace poco oía rodar los ómnibus y sonar las campanillas de los vendedores de limonada. ¡Oh!,
signora
, ¡que no sepa yo hablar griego!, entonces vuestra conversación, unida a este conjunto mágico, me haría recordar esta noche, como la noche más deliciosa de toda mi vida.

—Hablo bastante bien el italiano para dialogar con vos, caballero —dijo tranquilamente Haydée—, y haré todo lo posible, si os gusta el Oriente, para que lo encontréis aquí.

—¿De qué le he de hablar? —preguntó en voz baja Alberto a Montecristo.

—De lo que queráis. De su juventud, de sus recuerdos, y si queréis, de Roma, de Nápoles o de Florencia.

—¡Oh! —dijo Alberto—, no vale la pena teniendo una griega delante, hablarle de todo lo que debía de hablarse a una francesa. Dejadme que le hable de Oriente.

—Como gustéis, querido Alberto. Por otra parte, es la conversación que más le agrada.

Alberto se volvió hacia Haydée.

—¿A qué edad salisteis de Grecia? —preguntó.

—A los cinco años —respondió Haydée.

—¿Y os acordáis de vuestra patria? —preguntó Alberto.

—Cuando cierro los ojos, veo todo lo que he visto. Hay dos miradas: La mirada del cuerpo puede olvidar a veces, pero la del alma recuerda siempre.

—¿Y cuál es la época más remota de que tenéis memoria?

—Apenas andaba. Mi madre, a quien llaman Basiliki, Basiliki quiere decir real —añadió la joven levantando la cabeza— mi madre me cogía de la mano y cubiertas las dos con un velo, después de haber puesto en el fondo de la bolsa todo el oro que poseíamos, íbamos a pedir limosna para los prisioneros, diciendo:

—El que da a los pobres presta al Eterno. Luego, cuando estaba llena la bolsa, volvíamos al palacio, y sin decir nada a mi padre, enviábamos este dinero que nos habían dado, tomándonos por unas mendigas, a un convento que lo repartía entre los prisioneros.

—Y en esa época, ¿qué edad teníais?

—Tres años —dijo Haydée.

—Entonces os acordáis de todo lo que os ha ocurrido desde aquel tiempo.

—De todo.

—Conde —dijo en voz baja Morcef a Montecristo—, debierais permitir a la
signora
que nos contase algo de su historia. Me habéis prohibido que le hable de mi padre, pero tal vez ella me hablará de él, y no sabéis cuánto gusto tendré en oír pronunciar mi nombre por una boca tan hermosa.

Montecristo se volvió hacia Haydée, y con una seña que indicaba prestase la mayor atención a la recomendación que iba a hacerle, le dijo en griego:


Patros men aten, ma de onomaprodotu kaiprodosiam, eipe emin
.

Haydée lanzó un suspiro y una nube sombría pasó por su frente tan pura.

—¿Qué le decís? —preguntó en voz baja Morcef.

—Le repito que sois mi amigo y que no tiene por qué ocultarse delante de vos.

—Así, pues —dijo Alberto—, aquella piadosa cuestación para los prisioneros es vuestro primer recuerdo, ¿cuál es el otro?

—¿El otro…? Me veo bajo la sombra de los sicómoros, junto a un lago cuyas aguas temblorosas percibo a través de las hojas de los árboles. Contra el más viejo y el más frondoso estaba mi padre sentado sobre almohadones, y yo, débil niña, mientras mi madre estaba recostada a sus pies, jugaba con su larga barba blanca, que le llegaba hasta el pecho, y con el alfanje de puño de diamantes que de su cintura pendía. Luego, veo cuando se le acerca un albanés que le decía algunas palabras a las cuales daba muy poca importancia y respondía con el mismo tono de voz: Matadle o ¡perdonadle!

—Es extraño —dijo Alberto— oír tales cosas de boca de una joven, fuera del teatro y pudiendo decir: Esto no es ficción, no es mentira. ¡Ah! —añadió—. ¿Cómo halláis Francia después de haber visto aquel Oriente tan poético, aquellos paisajes tan maravillosos?

—Creo que es un hermoso país —dijo Haydée—, pero yo miro a Francia tal cual es, porque la miro con ojos de mujer. Mientras que, al contrario, mi país que sólo he visto con mis ojos infantiles, está siempre envuelto en la niebla luminosa o sombría, según mis recuerdos hacen de ella una hermosa patria o un lugar de amargos sufrimientos.

—Tan joven,
signora
—dijo Alberto, cediendo a pesar suyo a un sentimiento de compasión—, ¿cómo habéis podido sufrir?

Haydée se volvió hacia Montecristo, que murmuró haciéndola una seña imperceptible.

—¡Eipe!

—Nada hay que forme el fondo del alina como los primeros recuerdos, y excepto los dos que acabo de citaros, todos los demás de mi juventud son tristes.

—Hablad, hablad,
signora
—dijo Alberto—, sabed que os escucho con un gozo inexplicable.

Haydée se sonrió con tristeza.

—¿Queréis que pase a mis otros recuerdos?

—Os lo suplico —exclamó Alberto.

—¡Pues bien!, tenía yo cuatro años, cuando un día fui despertada por mi madre. Estábamos en el palacio de Janina, me tomó en sus brazos, y al abrir los ojos vi los suyos llenos de lágrimas.

Sin pronunciar una palabra me llevó consigo violentamente. Al ver que lloraba, yo también iba a llorar.

—¡Silencio, niña! —me dijo.

Generalmente, a pesar de los consuelos o de las amenazas maternas, caprichosa como todos los niños, seguía yo llorando, pero esta vez había en la voz de mi madre una entonación tal de terror, que al punto me callé.

Seguía caminando rápidamente.

Entonces vi que descendíamos por una escalera muy ancha. Delante de nosotros todos los servidores de mi madre llevando cofres, cajas, objetos preciosos, adornos, joyas, bolsas llenas de oro, descendían la misma escalera, o más bien se precipitaban por ella.

Detrás de las mujeres venía una guardia de veinte hombres arma dos con largos fusiles y pistolas, y vestidos con ese traje que conocéis en Francia desde que Grecia llegó a ser nación.

Algo de siniestro había, creedme —añadió Hydée moviendo la cabeza y palideciendo sólo al recordar este incidente—, en aquella larga fila de esclavos y de mujeres, adormecidas aún, o al menos así lo creía, porque lo estaba yo.

En la escalera veía sombras gigantescas que las antorchas hacían temblar en las bóvedas.

—¡Pronto, pronto! ¡No hay que perder un instante! —dijo una voz en el Tondo de la galería.

Esta voz hizo inclinarse a todo el mundo, a la manera que el viento inclina con una de sus bocanadas un campo sembrado de espigas.

A mí también me hizo estremecer. Era la de mi padre. Iba el último, cubierto con un magnífico traje, y llevaba en la mano su carabina, que le había regalado vuestro emperador, y apoyado sobre su favorito Selim, nos conducía delante de sí, como conduce un pastor su rebaño de ovejas.

—Mi padre —dijo Haydée— era un hombre ilustre, conocido en toda Europa bajo el nombre de Alí-Tebelín, bajá de Janina y delante del cual ha temblado Turquía.

Alberto, sin saber por qué, se estremeció al oír estas, palabras, pronunciadas con un acento indefectible de altanería y dignidad. Parecióle ver brillar algo de sombrío y espantoso en los ojos de la joven, cuando, semejante a una pitonisa que evoca un espectro, despertó el recuerdo de aquella sangrienta figura, a quien su muerte hizo aparecer gigantesca a los ojos de Europa.

—Pronto —prosiguió Haydée— se detuvo la comitiva al pie de la escalera y a orillas de un lago. Mi madre me estrechaba contra su palpitante pecho y a dos pasos de donde yo estaba vi a mi padre que dirigía miradas inquietas a todos lados.

Delante de nosotros se extendían cuatro escalones de mármol, y junto al último se mecía blandamente una barca.

Todos bajamos a ella. Todavía recuerdo que los remos no hacían ningún ruido al tocar el agua. Me incliné para mirarlos y vi que estaban envueltos en ceñidores de nuestros soldados griegos, o palicarios.

Después de los barqueros, no había en la barca más que mujeres, mi padre, mi madre, Selim y yo.

Los palicarios se habían quedado a orillas del lago, prontos a sostener la retirada, arrodillados en el último escalón, y dispuestos a hacer con sus cuerpos un muro en el caso de que hubiesen sido perseguidos.

Nuestra barca se deslizaba sobre las aguas, veloz como el viento.

—¿Por qué va tan de prisa la barca? —pregunté a mi madre.

—¡Calla, hija mía! —dijo—, es porque huimos.

No comprendí por qué huía mi padre, mi padre, tan poderoso, delante del cual huían siempre los demás, y que había tomado por divisa: ¡
Me odian, luego me temen
!

En efecto, aquello era una fuga. Después me dijeron que la guarnición del castillo de Janina, fatigada de un largo servicio…

Aquí Haydée fijó su mirada en Montecristo, cuyos ojos no se apartaban de los suyos.

La joven continuó, pues, lentamente, como si suprimiera o inventara.


Signora
, decíais —dijo Alberto, que prestaba la mayor atención a este relato— que la guarnición de Janina, fatigada por un largo servicio…

—Había tratado con el seraskier Kourdhid, enviado por el sultán para apoderarse de mi padre, que tomó entonces la resolución de retirarse, después de haber enviado al sultán un oficial francés, en el cual tenía mucha confianza, al asilo que él mismo se había preparado mucho tiempo antes, y que llamaba Kasaphygion, es decir, refugio.

—¿Y os acordáis del nombre de ese oficial, señora? —preguntó Alberto.

Montecristo cambió con la joven una mirada rápida como un relámpago, que pasó inadvertida de Morcef.

—No —dijo ella—; no me acuerdo, pero tal vez más tarde lo recuerde, y lo diré.

Alberto iba a pronunciar el nombre de su padre, cuando Montecristo levantó suavemente el dedo en señal de silencio. El joven recordó su juramento y se calló.

—Bogábamos hacia un quiosco.

Un piso bajo, adornado de arabescos que bajaban hasta el agua, y un piso principal, cuyos babones caían al lago, he aquí lo único visible que este palacio ofrecía a la vista. Sin embargo, debajo del quiosco, internándose en la isla, había un subterráneo, vasta caverna donde nos condujeron a mi madre, a mí y a nuestras mujeres, y donde habían depositado, formando dos montones, sesenta mil bolsas y doscientos toneles. En estas bolsas había veinticinco millones de oro, y en los barriles mil libras de pólvora. Junto a estos barriles estaba Selim, el favorito de mi padre, del cual os he hablado ya. Velaba día y noche con una lama, en el extremo de la cual ardía una mecha encendida constantemente. Tenía orden de hacerlo volar todo, quiosco, guardias, bajá, mujeres y oro, a la primera señal de mi padre.

Recuerdo que nuestras esclavas, sabiendo los proyectiles que las rodeaban, pasaban día y noche orando, llorando y gimiendo.

En cuanto a mí, siempre veo al joven soldado de pálida tez y brillantes ojos, y cuando el ángel de la muerte descienda hasta mí, estoy segura de que reconoceré a Selim.

No sabría decir cuántos días estuvimos así. Aún ignoraba yo lo que era el tiempo en aquella época. Algunas veces mi padre nos mandaba llamar a mi madre y a mí a la azotea del palacio. Estas eran mis horas de fiesta, pues en el subterráneo no veía nunca más que sombras gimientes y doloridas, y la encendida mecha de Selim. Mi padre, sentado delante de una gran abertura, fijaba una mirada sombría en las profundidades dcl horizonte, interrogando cada punto negro que aparecía en el lago. Mientras mi madre, medio recostada a su lado, apoyaba su cabeza sobre su hombro, jugaba yo a sus pies, admirando con ese asombro de la infancia que hace que los objetos sean mayores de lo que son, las escarpadas montañas que se elevan en el horizonte, los castillos de Janina, que surgían blancos y angulosos del fondo de las aguas del lago, los inmensos árboles que nacen en la montaña y que de lejos parecen otras tantas manchas negras.

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