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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (121 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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—¡Pues qué! ¿Habla ya papá Noirtier? —preguntó Eduardo con su impertinencia habitual.

Pero esta salida no hizo sonreír ni siquiera a la señora de Villefort, tan preocupados estaban los ánimos y tan grave era la situación.

—Decid al señor Noirtier —repuso Villefort— que no se puede acceder a lo que pide.

—En ese caso, el señor Noirtier me encarga que prevenga a estos señores que va a hacerse conducir aquí.

El asombro llegó a su colmo.

En el rostro de la señorita de Villefort dibujóse una especie de sonrisa. Valentina, como a pesar suyo, levantó los ojos hacia el cielo como para darle gracias.

—Valentina —dijo el señor de Villefort—, os suplico que vayáis a saber qué significa ese nuevo capricho de vuestro abuelo.

Valentina dio algunos pasos para salir, pero luego el mismo señor de Villefort la detuvo.

—Esperad —dijo—, ¡yo os acompañaré!

—Perdonad, caballero —dijo Franz a su vez—, me parece que, puesto que por mí es por quien pregunta el señor Noirtier, yo soy quien debo acudir a su habitación; por otra parte, me aprovecharé de esta ocasión para presentarle mis respetos, no habiendo tenido ocasión de solicitar este honor.

—¡Oh! ¡Dios mío! —dijo Villefort con visible inquietud—. No os incomodéis.

—Dispensadme, caballero —dijo Franz con el tono de un hombre que ha tomado una resolución—. Deseo no desperdiciar esta ocasión de probar al señor Noirtier que no ha tenido razón en concebir contra mí una aversión que estoy decidido a vencer con mi cariño.

Y sin dejarse detener más por Villefort, Franz se levantó a su vez y siguió a Valentina, que bajaba ya la escalera con la alegría de un náufrago que logra al fin asirse a una roca.

El señor de Villefort los siguió. Château-Renaud y Alberto de Morcef cambiaron una tercera mirada, más llena de asombro aún que las dos primeras.

Capítulo
XXII
Las actas del club

E
l señor Noirtier esperaba vestido de negro, instalado en un sillón.

Cuando hubieron entrado las tres personas a las que deseaba ver, miró a la puerta, que al punto cerró su criado.

—Cuidado —dijo Villefort en voz baja a Valentina, que no podía disimular su alegría—, cuidado, pues si el señor Noirtier quiere comunicaros algo que impida vuestro casamiento, debéis hacer como si no le comprendierais.

Valentina se sonrojó, pero no respondió.

Villefort se acercó a Noirtier.

—Aquí tenéis al señor Franz d’Epinay —le dijo—. Le habéis llamado, y al punto acude a vuestra llamada. Sin duda todos nosotros deseábamos esta entrevista hace mucho tiempo, y me alegraré de que os demuestre cuán poco fundada era vuestra oposición al casamiento de Valentina. Noirtier no respondió sino por una mirada que hizo estremecer a Villefort.

Y con sus ojos hizo seña a Valentina de que se acercase.

En un momento, gracias a los medios de que se solía servir en las conversaciones con su abuelo, encontró la palabra llave.

Consultó entonces la mirada del paralítico, que estaba fija en el cajón de una cómoda colocada entre los dos balcones. Abrió el cajón y efectivamente encontró una llave.

Así que el anciano le hizo seña de que era lo que él pedía, los ojos del paralítico se dirigieron hacia un viejo buró, olvidado hacía muchos años, y que según todos creían no encerraba más que papeles inútiles.

—¿Queréis que abra el buró? —preguntó Valentina.

—Sí —dijo el anciano.

—Bien. Ahora, ¿abro los cajones?

—Sí.

—¿Los de ambos lados?

—No.

—¿El de en medio?

—Sí.

Valentina lo abrió y sacó un legajo de papeles.

—¿Es esto, abuelo, lo que queréis? —dijo.

—No.

Sacó nuevamente todos los demás papeles, hasta que no quedó uno solo en el cajón.

—¡Pero el cajón está vacío ya! —dijo la joven.

Los ojos de Noirtier se fijaron en el diccionario.

—Sí, abuelo, os comprendo —dijo la joven.

Y fue repitiendo una tras otra todas las letras del alfabeto hasta llegar a la S. En esta letra la detuvo Noirtier.

Abrió el diccionario y buscó hasta la palabra secreto.

—¡Ah! ¿Conque tiene un secreto? —dijo Valentina.

—Sí.

—¿Y quién lo conoce?

Noirtier miró a la puerta por donde había salido el criado.

—¿Barrois? —dijo Valentina.

—Sí —respondió Noirtier.

—¿Queréis que le llame?

—Sí.

La joven se dirigió a la puerta y llamó a Barrois.

Durante todo este tiempo, el sudor de la impaciencia bañaba la frente de Villefort, y Franz estaba estupefacto. El antiguo criado entró en el aposento.

—Barrois —dijo Valentina—, mi abuelo me ha mandado que tome la llave que estaba en esta cómoda, que abriese con ella este secreter, y luego sacase este cajón. Ahora, pues, este cajón tiene un secreto, dice que vos lo conocéis; abridlo. Barrois miró al anciano.

—Obedeced —dijo la inteligente mirada del anciano.

Barrois obedeció. Abrió un doble cajón que dejó al descubierto un paquete de papeles atado con una cinta negra.

—¿Es esto lo que deseáis, señor? —preguntó Barrois.

—Sí —respondió Noirtier.

—¿A quién he de entregar estos papeles? ¿Al señor de Villefort?

—No.

—¿A la señorita Valentina?

—No.

—¿Al señor Franz d’Epinay?

—Sí.

Franz, asombrado, se adelantó un paso.

—¿A mí, caballero? —dijo.

—Sí.

Franz recibió los papeles de manos de Barrois, y echando una mirada sobre la cubierta, leyó:

Para que se deposite después de mi muerte en casa de mi amigo el general Durand; quiero al morir legar estos papeles a su hijo, recomendándole que los conserve, pues son de la mayor importancia.

—¡Y bien! —dijo Franz—. ¿Qué queréis que haga yo con estos papeles, caballero?

—¡Que los conservéis cerrados como están! —respondió el procurador del rey.

—No, no —respondió vivamente Noirtier.

—¿Tal vez deseáis que el señor los lea? —preguntó Valentina.

—Sí —respondió el anciano.

—Ya lo oís, señor barón; mi abuelo os ruega que los leáis —repuso Valentina.

—Entonces, sentémonos —dijo Villefort con impaciencia—, porque esto durará cierto tiempo.

—Sentaos —dijo el anciano.

Hízolo así Villefort, pero Valentina permaneció en pie al lado de su abuelo, apoyada en su sillón, y Franz en pie delante de él.

Tenía en la mano el misterioso papel.

—Leed —dijeron los ojos del anciano.

Franz quitó la cinta y rompió el sobre. Un profundo silencio reinaba en la estancia. En medio de este silencio, leyó:

Extracto de las actas de una reunión del club bonapartista de la calle de Saint-Jacques, efectuada el 5 de febrero de 1815.

Franz se detuvo.

—¡El 5 de febrero de 1815 —dijo— fue el día que asesinaron a mi padre!

Valentina y Villefort permanecieron silenciosos, mas los ojos del anciano dijeron claramente:

—Continuad.

—¡Al salir de ese club fue asesinado mi padre…!

La mirada de Noirtier continuaba diciendo: Leed.

Y Franz prosiguió en estos términos:

«Los abajo firmantes, Luis Santiago Beaurepaire, teniente coronel de artillería; Esteban Duchampy, general de brigada, y Claudio Le Charpal, director de las aguas y de los bosques:

»Declaran que el 4 de febrero de 1815 llegó una carta de la isla de Elba recomendando a la bondad y a la confianza de los miembros del club bonapartista, al general Flavio de Quesnel, el cual, habiendo servido al emperador desde 1804 hasta 1814, debía ser adicto a la dinastía Bonapartista, a pesar del título de barón que Luis XVIII acababa de agregar a sus tierras de Epinay.

»De consiguiente, se dirigió un billete al general de Quesnel, en que se rogaba que asistiese a la reunión del 5.

»El billete no indicaba la calle ni el número de la casa donde se debía celebrar la reunión. No llevaba firma alguna, pero anunciaba al general que si quería, le irían a buscar a las nueve de la noche.

»Las reuniones tenían lugar de nueve a doce de la noche.

»A las nueve, el presidente del club se presentó en casa del general, que estaba pronto. El presidente le dijo que una de las condiciones de su entrada era que ignoraría el lugar de la reunión, y que se dejaría vendar los ojos, jurando que no procuraría quitarse la venda.

»El general Quesnel aceptó la condición, y prometió por su parte que no trataría de ver adónde le conducían.

»El general había hecho preparar su carruaje, pero el presidente le dijo que era imposible ir en él, ya que no servía de nada que le vendasen los ojos al amo, si el cochero permanecía con los ojos abiertos y reconocía las calles por donde iban a pasar…

»—¿Cómo haremos entonces? —inquirió el general.

»—Yo tengo mi carruaje —contestó el presidente.

»—¿Estáis seguro de vuestro cochero… para confiarle un secreto que juzgáis imprudente decir al amigo?

»—Nuestro cochero es un miembro del club —dijo el presidente—, seremos conducidos por un consejero de Estado.

»—Entonces, ¿corremos peligro de volcar? —dijo el general riendo.

»Consignamos esta broma para probar que el general no fue obligado a asistir a la reunión, sino que fue por su voluntad.

»Así que hubieron subido al carruaje, el presidente recordó al general la promesa que había hecho de dejarse vendar los ojos. El general no opuso ninguna resistencia. Un pañuelo negro y espeso, preparado ya en el carruaje, sirvió para ello.

»En el camino, el presidente creyó notar que el general procuraba mirar por debajo de su venda. Recordóle su juramento y el general respondió:

»—¡Ah, es cierto!

»El carruaje se detuvo delante de la calle de Saint-Jacques. El general bajó, apoyándose en el brazo del presidente, cuya dignidad ignoraba y a quien tomaba por un miembro del club. Atravesaron la calle, subieron un escalón y entraron en la sala de las deliberaciones.

»La sesión había empezado. Los miembros del club, prevenidos de la especie de presentación que debía tener lugar aquella noche se habían reunido todos. Así que llegó en medio de la sala, dijeron al general que podía quitarse la venda. Accedió a esta invitación, y pareció muy asombrado de encontrar un número tan crecido de fisonomías conocidas en una sociedad cuya existencia ignoraba hasta entonces.

»Le preguntaron acerca de sus sentimientos, pero limitóse a responder que las cartas de la isla de Elba los habrían enterado ya de…

Franz se interrumpió en la lectura.

—Mi padre era realista —dijo—. No tenían necesidad de preguntarle sobre sus sentimientos, harto conocidos eran.

—Y de allí —dijo Villefort— provenía mi estrecha alianza con vuestro padre, mi querido Franz. Fácilmente se forman íntimas amistades, cuando se profesan las mismas ideas.

—Leed —dijo el anciano con la mirada.

Franz continuó:

»El presidente tomó entonces la palabra para decirle al general que se explicase con más claridad, pero el señor de Quesnel respondió que, ante todo, deseaba saber qué era lo que querían de él.

»Entonces le hablaron de aquella misma carta de la isla de Elba que le recomendaba al club como hombre con quien podían contar. Un párrafo entero explicaba la vuelta probable de la isla de Elba, y prometía una nueva carta y detalles más amplios a la llegada del Faraón, buque perteneciente al naviero Morrel de Marsella, y cuyo capitán pertenecía en cuerpo y alma al emperador.

»Mientras duró esta lectura, el general, con quien habían creído contar como un hermano, dio señales visibles de disgusto y repugnancia.

»Terminada la lectura, se quedó silencioso y frunció las cejas.

»—!Y bien! —preguntó el presidente—, ¿qué decís de esta carta, señor general?

»—Digo que hace muy poco tiempo que se ha prestado juramento al rey Luis XVIII para violarlo ya en beneficio del ex emperador.

»Esta vez era demasiado clara la respuesta para poder dudar de sus sentimientos.

»—General —dijo el presidente—, para nosotros no hay rey Luis XVIII ni ex emperador. No hay más que la Majestad.

»El emperador y rey, alejado después de seis meses de Francia por la violencia y la traición.

»—Perdonad, señores —dijo el general—, puede ser muy bien que para vosotros no haya rey Luis XVIII, mas para mí lo hay, puesto que me ha hecho barón y mariscal de campo, y que nunca olvidaré que esos títulos los debo a su regreso a Francia.

»—¡Caballero! —dijo el presidente con tono grave y poniéndose en pie—, mirad lo que decís; vuestras palabras nos demuestran que se equivocan respecto a vos en la isla de Elba, y que nos han engañado. La comunicación que él os ha hecho se basa en la confianza que se tenía de vos, y por consiguiente sobre un sentimiento que os honra. Ahora veo que padecemos un error: un título y un grado os hacen que seáis adicto al nuevo gobierno que todos queremos derribar. No os obligaremos a que nos prestéis vuestra ayuda. No obligamos a nadie contra su voluntad, pero os obligaremos a obrar como caballero, aunque a ello no estéis dispuesto.

»—¡Vos llamáis ser caballero a conocer vuestra conspiración y no revelarla!, pues yo llamo a eso ser vuestro cómplice. Ya veis que soy mucho más franco que vosotros…

—¡Ah!, ¡padre mío! —dijo Franz interrumpiéndose—, ahora comprendo por qué lo asesinaron.

Valentina no pudo menos de arrojar una mirada a Franz. El joven estaba realmente hermoso y arrogante en su entusiasmo filial.

Villefort se paseaba de un lado a otro detrás de él.

Noirtier seguía con los ojos la expresión de cada uno de los hombres y conservaba su actitud digna y severa.

Franz volvió al manuscrito y continuó:

»—Caballero —dijo el presidente—, se os dijo que fuerais al seno de la asamblea, no se os obligó por la fuerza, se os propuso que os vendaríais los ojos, vos aceptasteis. Cuando accedisteis a esta doble demanda, sabíais perfectamente que no nos ocupábamos de asegurar el trono de Luis XVIII, pues a ser así no habríamos tomado tantas precauciones para ocultarnos a los ojos de la policía. Ahora ya comprendéis que nada es más fácil que cubrirse de una máscara, con ayuda de la cual se sorprenden los secretos de las personas, y quitársela después para perder a los que se han fiado de vos. No, no; vais a contestar francamente si estáis por el rey que actualmente reina o por Su Majestad el emperador.

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