El Conde de Montecristo (59 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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—Además de que en ese momento se pueden hacer estudios de los caracteres —dijo el conde—; en el primer escalón del patíbulo, la muerte arranca la máscara que se ha llevado toda la vida y aparece el verdadero rostro. Preciso es convenir que el de Andrés no estaba muy bonito… ¡Pícaro, infame…! ¡Vistámonos, señores, vistámonos! Tengo necesidad de ver máscaras de cartón para consolarme de las máscaras de carne.

Ridículo hubiera sido para Franz el aparentar aún conmoción y no seguir el ejemplo que le daban sus dos compañeros. Púsose, pues, su traje y su careta, que no era seguramente más pálida que su rostro. Después de disfrazarse, bajaron la escalera. El carruaje esperaba a la puerta, lleno de dulces y de ramilletes.

Difícil es formarse una idea de un cambio más completo que el que acababa de operarse.

En vez de aquel espectáculo de muerte, sombrío y silencioso, la plaza del Popolo presentaba el aspecto de una orgía loca y bulliciosa. Un sinnúmero de máscaras salía por todas partes, escapándose de las puertas y descendiendo por los balcones. Los carruajes desembocaban por todas las calles cargados de
pierrots
, de figuras grotescas, de dominós, de marqueses, de transtiberinos, de arlequines, de caballeros, de aldeanos; todos gritando, gesticulando, lanzando huevos llenos de harina, confites, ramilletes, atacando con palabras y proyectiles a los amigos y a los extraños, a los conocidos y desconocidos, sin que nadie tuviese derecho para enfadarse, sin que nadie hiciese otra cosa más que reír.

Franz y Alberto parecían esos hombres que, para distraerse de un violento pesar, van a una orgía, y que a medida que beben y se embriagan, sienten interponerse un denso velo entre el presente y lo pasado. Siempre veían o más bien conservaban el reflejo de lo que habían visto. Pero poco a poco los iba dominando la embriaguez general, parecióles que su razón vacilante iba a abandonarlos, sentían una extraña necesidad de tomar parte en aquel ruido, en aquel movimiento, en aquel vértigo.

Un puñado de confites dirigido a Morcef desde un carruaje próximo y que cubrióle de polvo, así como a sus compañeros, el cuello y la parte de rostro que no estaba cubierto por la máscara, como si le hubiesen lanzado cien alfileres, acabó por impelerle a la lucha general, en la que entraban todas las máscaras que encontraban. Púsose de pie a su vez en el carruaje, agarró puñados de proyectiles de los sacos y con todo el vigor y la habilidad de que era capaz, envió a su vez huevos y yemas de dulce a sus vecinos. Desde entonces se trabó el combate.

Lo que habían visto media hora antes se borró enteramente de la imaginación de los dos jóvenes; tanto había influido en ellos aquel espectáculo movible, alegre y bullicioso que tenían a la vista. Por lo que al conde de Montecristo se refiere, nunca había parecido impresionado un solo instante. En efecto; figúrese el lector aquella grande y hermosa calle, limitada a un lado y a otro de palacios de cuatro o cinco pisos, con todos sus balcones guarnecidos de colgaduras. En estos balcones, trescientos mil espectadores romanos, italianos, extranjeros venidos de las cuatro partes del mundo; reunidas todas las aristocracias de nacimiento, de dinero, de talento; mujeres encantadoras, que sufriendo la influencia de aquel espectáculo se inclinan sobre los balcones y fuera de las ventanas, hacen llover sobre los carruajes que pasan una granizada de confites, que se les devuelve con ramilletes; el aire se vuelve enrarecido por los dulces que descienden y las flores que suben; y sobre el pavimento de las calles una turba gozosa, incesante, loca, con trajes variados, gigantescas coliflores que se pasean, cabezas de búfalo que mugen sobre cuerpos de hombres, perros que parecen andar con las patas delanteras, en medio de todo esto una máscara que se levanta; y en esa tentación de San Antonio soñada por Cattot, algún Asfarteo que ve un rostro encantador a quien quiere seguir, y del cual se ve separado por especies de demonios semejantes a los que se ven en sueños, y tendrá una débil idea de lo que es el Carnaval en Roma.

A la segunda vuelta el conde hizo detener el carruaje, y pidió a sus compañeros permiso para separarse de ellos, dejándolo a su disposición. Franz levantó los ojos; hallábase frente al palacio Rospoli, y en el balcón de en medio, el que estaba colgado de damasco blanco con una cruz roja, había un dominó azul, bajo el cual la imaginación de Franz se representó sin trabajo la bella griega del teatro Argentino.

—Señores —dijo apeándose el conde—, cuando os canséis de ser actores y queráis ser espectadores, ya sabéis que tenéis un sitio en mi balcón. Entretanto, disponed de mi carruaje y de mis criados.

Olvidamos decir que el cochero del conde iba vestido gravemente con una piel de oso, negra del todo, y semejante a la del Odry, en
El oso y el pachá
, y que los dos lacayos iban en pie detrás del carruaje con dos vestidos de mono verde, perfectamente ceñidos a sus cuerpos, y con caretas de resorte con las que hacían gestos a los paseantes.

Franz dio gracias al conde por su delicada oferta. Alberto, por su parte, estaba coqueteando con un carruaje lleno de aldeanas romanas detenido, como el del conde, por uno de esos des cansos tan comunes en las filas y tirando ramilletes por todas partes. Desgraciadamente para él, la fila prosiguió su movimiento, y mientras él descendía hacia la plaza del Popolo, el carruaje que había llama do su atención subía hacia el palacio de Venecia.

—¡Ah! —dijo Franz—, ¿no habéis visto ese carruaje que va cargado de aldeanas romanas?

—No.

—Pues estoy seguro de que son mujeres encantadoras.

—¡Qué desgracia que vayáis disfrazado, querido Alberto! —dijo Franz—. Este era el momento de desquitaros de vuestras desdichas amorosas.

—¡Oh! —respondió Alberto, medio risueño y medio convencido—. Espero que no pasará el Carnaval sin que me acontezca alguna aventura.

Sin embargo, todo el día pasó sin otra aventura que el encuentro renovado dos o tres veces del carruaje de las aldeanas romanas. En uno de estos encuentros, sea por casualidad, sea por cálculo de Alberto, se le cayó la careta.

Entonces tomó el resto de ramilletes y lo arrojó al carruaje de las mujeres que él juzgara encantadoras. Conmovidas por esta galantería, cuando volvió a pasar el carruaje de los dos amigos, arrojaron un ramillete de violetas. Alberto se precipitó sobre el ramillete. Como Franz no tenía ningún motivo para creer que iba dirigido a su persona, dejó que Alberto recogiese el ramillete. Este lo puso victoriosamente en sus ojales, y el carruaje continuó su marcha triunfante.

—¡Y bien! —le dijo Franz—, éste es un principio de aventura.

—Reíos cuanto queráis —respondió—, pero creo que sí; así pues, no me separo de este ramillete.

—¡Diantre!, bien lo creo —respondió Franz riendo—, es una señal de reconocimiento.

La broma, por otra parte, tomó un carácter de realidad, porque cuando, siempre conducidos por la fila, Franz y Alberto se cruzaron de nuevo con el carruaje de las aldeanas, la que había lanzado el ramillete comenzó a aplaudir al verlo en su ojal.

—¡Bravo!, querido, ¡bravo! —le dijo Franz—. El asunto marcha. ¿Queréis que os deje, si preferís estar solo?

—No —dijo—, no nos arriesguemos demasiado. No quiero dejarme engañar como un tonto a la primera demostración; a una cita bajo el reloj, como decimos en el baile de la Ópera. Si la bella aldeana quiere ir más allá, ya la encontraremos mañana, o ella nos encontrará; entonces me dará señales de existencia, y yo veré lo que tengo que hacer.

—Es verdad, mi querido Alberto —dijo Franz—, sois sabio como Néstor y prudente como Ulises, y si vuestra Circe llega a cambiarse en una bestia cualquiera, preciso será que sea muy diestra o muy poderosa.

Alberto tenía razón; la bella desconocida había resuelto sin duda no llevar la intriga más lejos aquel día, pues aunque los jóvenes dieron aún muchas vueltas, no volvieron a ver el carruaje que buscaban con los ojos; había desaparecido por una de las calles adyacentes.

Subieron entonces al palacio Rospoli, pero el conde también había desaparecido con el dominó azul. Los dos balcones colgados de damasco amarillo seguían, por otra parte, ocupados por personas a las que él sin duda había convidado.

En este momento, la campana que había sonado para la apertura de la mascarada, sonó para la retirada, la fila del Corso se rompió al punto, y, en el instante, todos los carruajes desaparecieron por las calles transversales.

Franz y Alberto se hallaban en aquel momento enfrente de la vía delle Maratte. El cochero arreó los caballos, y llegando a la plaza de España, se detuvo delante de la fonda.

Maese Pastrini salió a recibir a sus huéspedes al umbral de la puerta.

El primer cuidado de Franz fue informarse acerca del conde y expresar su pesar por no haberle ido a buscar a tiempo; pero Pastrini le tranquilizó, diciéndole que el conde de Montecristo había mandado un segundo carruaje para él y que este carruaje había ido a buscarle a las cuatro al palacio Rospoli.

Por otra parte, tenía encargo de ofrecer a los dos amigos la nave de su palco en el teatro Argentino.

Franz interrogó a Alberto acerca de sus intenciones, pero éste tenía que poner en ejecución grandes proyectos antes de pensar en ir al teatro.

Por lo tanto, en lugar de responder, se informó de si maese Pastrini podía procurarle un sastre.

—¿Un sastre? —preguntó el huésped—, ¿y para qué?

—Para hacerme de hoy a mañana dos vestidos de aldeano romano, lo más elegante que sea posible —dijo Alberto.

Maese Pastrini movió la cabeza.

—¡Haceros de aquí a mañana dos trajes! —exclamó—. ¡Dos trajes, cuando de aquí a ocho días no encontraréis seguramente ni un sastre que consintiese coser seis botones a un chaleco, aunque le pagaseis a escudo el botón!

—¿Queréis decir que es preciso renunciar a procurarnos los trajes que deseo?

—No, porque tendremos esos dos trajes hechos. Dejad que me ocupe de eso, y mañana encontraréis al despertaros una colección de sombreros, de chaquetas y de calzones, de los cuales quedaréis satisfechos.

—¡Ah!, querido —dijo Franz a Alberto—, confiemos en nuestro huésped; ya nos ha probado que era hombre de recursos. Comamos, pues, tranquilamente, y después de la comida vamos a ver
La italiana en Argel
.

—Sea por
La italiana en Argel
—dijo Alberto—, pero pensad, maese Pastrini, que este caballero y yo —continuó señalando a Franz—, tenemos mucho interés en tener esos trajes mañana mismo.

El posadero repitió a sus huéspedes que no se inquietasen por nada, y que serían servidos, con lo cual Franz y Alberto subieron para quitarse sus trajes de payaso.

Alberto, al despojarse del suyo, guardó con el mayor cuidado su ramillete de violetas. Era su señal de reconocimiento para el día siguiente.

Los dos amigos se sentaron a la mesa, pero al comer, Alberto no pudo menos de advertir la diferencia notable que existía entre el cocinero de maese Pastrini y el del conde de Montecristo.

Franz tuvo que confesar, a pesar de las prevenciones que debía tener contra el conde, que la ventaja no estaba de parte de maese Pastrini.

A los postres, el criado del conde, preguntó la hora a que deseaban los jóvenes el carruaje. Alberto y Franz se miraron, temiendo ser indiscretos. El criado les comprendió.

—Su excelencia, el conde de Montecristo —les dijo—, ha dado órdenes terminantes para que el carruaje permaneciese todo el día a la disposición de sus señorías. Sus señorías pueden, pues, disponer de él con toda libertad.

Los dos jóvenes resolvieron aprovecharse de la amabilidad del conde, y mandaron enganchar, mientras que ellos sustituían por trajes de etiqueta sus trajes de calle, un tanto descompuestos por los numerosos combates, a los cuales se habían entregado.

Luego se dirigieron al teatro Argentino y se instalaron en el palco del conde.

Durante el primer acto entró en el suyo la condesa G…; su primera mirada se dirigió hacia el lado en donde la víspera había visto al singular desconocido, de suerte que vio a Franz y Alberto en el palco de aquél, acerca del cual había formado una opinión tan extraña.

Sus anteojos estaban dirigidos a él con tanta insistencia que Franz creyó que sería una crueldad tardar más tiempo en satisfacer su curiosidad.

Así, pues, usando del privilegio concedido a los espectadores de los teatros italianos, que consiste en hacer de las salas de espectáculos un salón de recibo, los dos amigos salieron de su palco para ir a presentar sus respetos a la condesa. Así que hubieron entrado en su palco, hizo una seña a Franz para que se sentase en el sitio de preferencia. Alberto se colocó detrás de ella.

—¡Y bien! —dijo a Franz, sin darle siquiera tiempo para sentarse—. No parece sino que no habéis tenido nada que os urgiera tanto como hacer conocimiento con el nuevo lord Rutwen, y, según veo, ya sois los mejores amigos del mundo.

—Sin que hayamos progresado tanto como decís, en una intimidad recíproca, no puedo negar, señora condesa —respondió Franz—, que hayamos abusado todo el día de su amabilidad.

—¿Cómo, todo el día?

—A fe mía, sí, señora. Esta mañana hemos aceptado su almuerzo, durante toda la mascarada hemos recorrido el Corso en su carruaje, en fin, esta noche venimos al teatro a su palco.

—¿Le conocíais?

—Sí… y no.

—¿Cómo?

—Es una larga historia.

—Razón de más.

—Esperad, al menos, a que esa historia tenga un desenlace.

—Bien. Me gustan las historias completas. Mientras tanto, decidme: ¿cómo os habéis puesto en contacto con él? ¿Quién os ha presentado?

—Nadie; él es quien se ha hecho presentar a nosotros ayer noche, después de haberme separado de vos.

—¿Por qué intermediario?

—¡Oh! ¡Dios mío! Por el muy prosaico intermediario de nuestro huésped.

—¿Vive, pues, ese señor en la fonda de Londres, como vos?

—No solamente vive en la misma fonda, sino en el mismo piso.

—¿Cuál es su nombre? Porque sin duda lo conocéis.

—Perfectamente; el conde de Montecristo.

—¿Qué nombre es ése? No será un nombre de familia.

—No; es el nombre de una isla que ha comprado.

—¿Y el conde?

—Conde toscano.

—Sufriremos al fin a ése como a los demás —respondió la condesa, que era de una de las más antiguas familias de los alrededores de Venecia—. ¿Qué clase de hombre es?

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